El arroz de la novela
- Detalles
- Escrito por Fernando Aramburu
- Categoría de nivel principal o raíz: Colaboraciones
Artículo aparecido en el suplemento cultural Territorios.
No es insólito que, todavía, quienes se supone que abordan con conocimiento de causa los asuntos literarios manifiesten en público que la novela es por naturaleza un género híbrido, capaz de admitir tramos de texto cuya función primordial consiste en cualquier cosa menos en relatar una historia.
Partiendo de dicha convicción, parece coherente postular que la novela no acepta más límites que los impuestos por la voluntad de quien la compone. De ahí a aseverar que una novela, aunque sólo contuviese una lista de recetas de cocina, es lo que su autor declara como tal hay poco trecho. Por la misma vía, es imaginable una narración con el siguiente arranque: «El profesor dijo:», seguido, como parlamento del mencionado profesor, de 'La fenomenología del espíritu' de Hegel al completo. Puesto que a fin de cuentas corresponde al lector activar en su entendimiento los signos que el autor le procura, sería sensato tomar asimismo en consideración su perspectiva a la hora de establecer un diagnóstico de la novela tal como hoy la concebimos.
Bien mirado, hay poca base teórica que confirme aquella suposición según la cual la novela es un saco donde cabe de todo. También es verdad que una obra literaria que no pretende sino la aplicación estricta de unos dictámenes previos, prefijados por los estudiosos, nacerá con pocas posibilidades de emitir significados dignos de atención, no digamos ya de suscitar emociones. Algo hay que romper, algo hay que alterar en el empleo e invención de los recursos para que el resultado último rebase la mera obediencia a las convenciones. Y, sin embargo, dicha ruptura o innovación, de la cual depende en no pequeña medida la densidad artística de la obra, al no poder consumarse sino a expensas de aquella situación previa alterada o rota, obliga a tener en cuenta a esta si deseamos poner al día una posible definición del género. Hay muchas variedades de paella, pero a ninguna le falta el arroz. La novela tiene asimismo desde sus inicios unas constantes y, por tanto, un núcleo invariable en torno al cual el novelista puede emplazar con mayor o menor talento los contenidos y las osadías formales que juzgue oportunos.
Quienes frecuentan la literatura saben que en el curso de los siglos pasados, y especialmente durante el apogeo del género novelesco, entre mediados del siglo XIX y mediados del XX, año arriba o abajo, el arte de narrar historias largas ha experimentado cambios tan sorprendentes como audaces. El resultado ha sido una ristra de obras maestras que no tenemos por qué considerar acabada. Tal vez parezca a primera vista que 'Los hermanos Karamázov' y 'Ulises', 'Tirano Banderas' y 'El sonido y la furia', por resaltar unos títulos notables, guardan pocas semejanzas entre sí. Las diferentes maneras de relatar que esas y otras numerosas novelas comportan, el manejo diverso en ellas de componentes de primer orden como el foco narrador, el tratamiento del tiempo, los niveles de realidad, etc., podrían inducirnos a pensar que los límites de la novela han sido reventados para siempre; que una tentativa de definición del género está condenada de antemano al fracaso; o que, abierto el saco, todo vale para llenarlo.
Sin negar la evidencia de que los límites de la novela han sido ensanchados, el elemento indispensable para que una novela sea percibida como tal continúa intacto. ¿Qué condimentos, tropezones, verduras y lo que se desee no admite una paella? Lo único que no admite es que los ingredientes no estén acompañados de arroz. El arroz de la novela son, por así decir, las figuras de ficción.
La historia del género prueba que no sólo lo que habitualmente se entiende por acciones humanas constituye la materia de la narración. También los pensamientos, las visiones, el diálogo, los incidentes del intelecto, pueden constituir suceso narrativo; pero para que tal cosa ocurra es imprescindible que el referido suceso sea interpretado, esto es, que ponga en movimiento físico o mental a unos trasuntos humanos. Que estos trasuntos sean animales, monstruos e incluso objetos dotados de conciencia y habla, en lugar de personas, no afecta al principio básico de que una narración sólo es posible cuando convoca personajes activos. Por supuesto que estos no actúan fuera del espacio y el tiempo, como tampoco el arroz blanco es suficiente para merecer el nombre de paella.
Desde dicho principio no parece tanto que la novela se colme de los procedimientos y contenidos que le proporcionan otros campos de la actividad intelectual humana como que ella, al mando de sus figuras de ficción, entre a saco en aquellos para lograr sus fines de costumbre, mientras que lo contrario, simplemente, no se da. Si el historiador o el científico acuden a la ficción durante el desarrollo de su trabajo, aquel matará la verdad histórica y este la verdad científica. En cambio, el novelista, para dar forma con palabras a un simulacro de realidad y, por tanto, sin dejar de hacer novela, puede y debe valerse de la historia, la ciencia y de cuantos materiales le sean útiles para representar la presencia humana en el mundo.
Los datos del historiador nos aportan descripciones razonadas de hechos y épocas. Su tarea radica en reunir y ordenar dichos datos susceptibles de comprobación y, de paso, interpretarlos. Su narración apenas dispone de espacio para sucesos que carezcan de una proyección colectiva. Le interesan, sí, algunos individuos (reyes, conquistadores, generales) en la medida en que dejaron huella en la historia de las naciones. Para el soldado humilde de Waterloo, con barba de tres días y ampollas en los pies, no hay sitio en su empeño.
Sin embargo, para el novelista los pormenores relativos a los individuos concretos son de importancia capital. Toda novela se nutre de la narración de aquellas existencias privadas de las que habló en su día Honoré de Balzac. La novela no entiende de privilegios de clase. En ella, al emperador no le corresponde ocupar mayor número de páginas porque sea emperador. Tal privilegio, si es que así puede llamársele, pertenece a los protagonistas, sea cual sea su procedencia social.
Si deseamos adquirir conocimientos sobre lo que ocurrió realmente el 18 de junio de 1815 en Waterloo, el historiador experto en la materia nos echará sin duda una mano. Con su ayuda accederemos a un relato informativo acerca del número de tropas de los bandos implicados, las diferentes estrategias, el armamento empleado, las características orográficas del terreno, etc. Recibir una impresión singularizada de lo que supuso haber estado allí en persona; figurarnos desde una perspectiva subjetiva el estruendo de los cañones, el peso del fusil, el olor de la pólvora, el vuelo de los pájaros sobre el campo sembrado de cadáveres; todo ese conjunto de percepciones suscitadas por una realidad que cada combatiente vivió a su manera, y que al lector actual le llega vicariamente, a través de las experiencias de un grupo selecto de personajes, sólo lo puede proporcionar la ficción novelesca.
Lo cual no significa que la novela haya de supeditarse por fuerza a la historia ni a la realidad común, en la que habitan también los lectores, sino que puede, si así lo determina quien la escribe, inventar sus propios mundos y su propia lógica interna. A lo que no puede renunciar la novela es a los personajes actuantes, del mismo modo que la paella no puede renunciar al arroz sin dejar de ser paella.
Contra el cliché
- Detalles
- Escrito por Luisa Etxenike
- Categoría de nivel principal o raíz: Colaboraciones
Innumerables son las reescrituras literarias y cinematográficas que se han hecho de los cuentos de hadas. Y no me refiero a las simples versiones más o menos adaptadas al público infantil o el gusto de los tiempos, sino a las reescrituras verdaderamente críticas que se sirven de la parodia para clarear por debajo de esas tramas de princesas y príncipes azules, la estrategia mucho menos dulce e inofensiva que contienen esas historias y que consiste en perpetuar en las relaciones de pareja el sistema y el reparto de roles que dicta el sexismo más tradicional. Y para evidenciar también que esa estrategia se sustenta en un sofisticado entramado de símbolos, estereotipos y clichés de género.
Dice el escritor británico Martin Amis que un prejuicio es “un odio de segunda mano”. Me parece pertinente y valiosa esa definición que subraya todo el peligro que encierran los prejuicios, todos los destrozos que presagian. Y creo que conviene mantener los dos extremos juntos: la denuncia del cliché y la alerta máxima contra el prejuicio, porque a éste se llega o se empieza a menudo por aquel. O si se prefiere, los clichés, estereotipos, lugares comunes son umbrales o antesalas de los prejuicios porque contienen en germen aquello de lo que el prejuicio se alimenta en fruto: reduccionismo, desatención, anestesia de la curiosidad y la soltura de pensamiento.
Estamos en vísperas de San Valentín, es decir, sumidos ya en ese alarde de estereotipos amorosos, de romanticismo como de cuento de hadas, que acompaña cada año a esa celebración. Y aunque se observan algunas actualizaciones en la manera de abordar el asunto, éstas son mucho más de formato que de fondo. En fin, que la oferta de regalos, detalles y atenciones se adapta a las nuevas aplicaciones de tecnología y comunicación pero para transmitir mensajes de siempre, apoyados en construcciones de género convencionales, en repartos de roles tradicionales; en clichés de toda la vida. Y sin ningún cliché me parece fiable los de género me resultan los menos de fiar. Porque en un cliché no hay argumento para el cambio sólo alimento para que las cosas permanezcan como están.
Y ya sabemos cómo están las cosas para la condición femenina. Sabemos que bajo el enunciado formal de la igualdad de derechos circula, como en los cuentos de hadas, un segundo relato: el de la desigualdad (salarial, de reparto de las tareas domésticas y de cuotas de poder…) en la aplicación y disfrute de esos mismos derechos. Que la violencia contra las mujeres no cesa ni en intensidad —son nueve las asesinadas ya en lo que va de 2012, en uno de los peores arranques de año que se recuerdan— ni en alcance: se extiende significativamente a las nuevas generaciones. Que ni uno ni lo otro ocupan, como creo que deberían, el centro del debate democrático; sino una periferia de preocupaciones estereotipadas y de tratamientos cliché, definitivamente superados, caducados, por los acontecimientos.
Aparecido en la edición vasca de El País.
'Radio París' (10 de febrero 2012)
- Detalles
- Escrito por Francisco Javier Irazoki
- Categoría de nivel principal o raíz: Colaboraciones
Pienso en las reflexiones con que Félix de Azúa analiza varias liviandades de la cultura contemporánea. Las palabras del escritor aportan un bálsamo: la queja sin fatiga. No es confortable mantener su contundencia frente a la superficialidad. En momentos de desánimo, el mundo parece una esfera donde viajan siete mil millones de miradores de zapatos. En mi rincón, Francia, abundan los hombres que son presidiarios de sus espejos. Algunos parisinos se repeinan ante las lunas de los escaparates mientras evalúan, con la barrida de una sola mirada, las recientes marcas comerciales. Intoxicados por la fachada impoluta, no les importa mancharse alegremente con la vulgaridad expresiva. Va cayendo sobre sus pecheras la mugre del idioma mal usado, pero las manchas mayores las produce el consumismo. Yonquis de la obediencia, necesitan inyectarse la dosis diaria de sumisión a la moda. Las consecuencias no pueden ser más funestas: conseguimos que las nuevas generaciones esperen con docilidad las decisiones de una cultura de supermercado. Militan en la resignación mercantil. Incluso les transmitimos un recetario limitado y para el postre nunca les falta la homofobia recién aprendida en los chistes escolares. Les hemos dicho que la imagen es la capital del universo y ellos se lo han creído con disciplina. En resumen, observan e imitan nuestra egolatría hueca. Deben aprender de unos predecesores -nosotros- drogados con la comodidad de la apariencia.
Aparecido en El Cultural.
Lengua de libertad
- Detalles
- Escrito por Luisa Etxenike
- Categoría de nivel principal o raíz: Colaboraciones
Para conocer la valoración que los donostiarras hacían del nuevo Gobierno municipal, Bildu organizó hace pocos meses —al cumplirse 100 días de su llegada al poder— una encuesta ciudadana. No voy a detenerme en sus resultados —que no contienen sorpresas pero sí paradojas como la de que los concejales menos conocidos se encuentren entre los más valorados—, para centrarme en su forma. Porque el texto propuesto a los ciudadanos estaba lleno de faltas de ortografía: universo con b: el verbo haber sin hache varias veces; por no hablar de tantos acentos desaparecidos y de algunas erratas. Ese desastre ortográfico me pareció de tal calibre, que dudé de la autenticidad del documento que me había llegado por correo electrónico. En fin, que no me lo podía ni creer. Pero tuve que rendirme a la evidencia y a la desolación, al acceder a una copia del mismo, desde la página del Ayuntamiento.
Esa incompetencia o descuido ortográficos es, a mi juicio, otro signo iceberg; otra punta emergente de un hielo lingüístico mucho más extenso y profundo, con el que convivimos con excesiva tolerancia y/o resignación, o sin inquietarnos o rebelarnos lo suficiente. Porque aceptamos sin mayor escándalo, como si fuera un fatalismo de los tiempos, la pérdida de léxico, de competencia ortográfica, de ambición sintáctica, no sólo en los más jóvenes, sino en cualquier ámbito relacional y profesional. Y tengo, debajo de los ojos, un reportaje periodístico recientemente publicado, escalofriante para mí no por señalar lo ya sabido: que muchos alumnos vascos tienen mala ortografía, sino por evidenciar lo intuido: que a muchos educadores esa mala escritura no les preocupa mayormente. “La ortografía tiene su peso pero es mucho más importante que el texto sea coherente”, podía leerse en ese reportaje o “lo más importante no es la ortografía sino la expresión (...)”.
Confieso que no comprendo cómo puede ser un texto coherente cuando las palabras no lo son consigo mismas. Ni cómo puede desvincularse el alma de la expresión de su cuerpo. Lo que sí comprendo perfectamente es la relación que la libertad tiene con la lengua; que a mayor vocabulario más matiz, esto es, más singularidad, profundidad y horizonte; y mucho menos encierro en los cuartos sin ventana del trazo grueso, la generalización, el cliché reductores y manipuladores. Que a mayor competencia sintáctica más y mejor capacidad crítica, es decir, más titularidad ciudadana: porque la política, la economía, las dinámicas sociales son también arquitecturas de(l) discurso. Y que la ortografía, porque es el soporte más visible de la lengua, constituye el cimiento de la capacidad y el respeto lingüísticos, sobre el que se construyen más capacidades y respetos personales y ciudadanos. Quitarle a haber la hache es mucho quitar: es aceptar para el presente y sembrar para el futuro mucho menos haber: un patrimonio amputado, encogido, de libertad, capacidad creativa, ambición crítica.
Artículo de Luisa Etxenike en El País
'Sala oscura' (enero)
- Detalles
- Categoría de nivel principal o raíz: Colaboraciones
He oído en la radio que se celebra el 69.º aniversario del primer NO-DO, aquel informativo que el Gobierno franquista proyectaba en los cines de forma obligatoria antes de cada película. Aquel 4 de enero de 1943 se abrió con un Parte de Guerra escrito sobre la caída de las tropas contrarias a Franco al que siguió un puñado de imágenes de prisioneros apresados y una noticia sobre la invasión de Polonia a cargo de las tropas alemanas. El NO-DO sirvió para mostrar la visión que el franquismo tenía de España en un país sin demasiadas opciones informativas. No sé el motivo, pero el recuerdo que tengo de muchas de las películas que vi de chaval está asociado a la música de cabecera del NO-DO. Aquel soniquete compuesto por Manuel Parada se mantenía en nuestro cerebro incluso después de que la película hubiera concluido.
Mi madre se empeñó en que a sus dos hijos nos gustase el cine, tal vez porque ella disfrutaba de la evasión que ofrecía la gran pantalla, de aquellas historias hechas de luz que llenaban nuestra retina de gestos —los de Charles Chaplin en Candilejas—, de muecas imborrables —las de Cary Grant al final de Charada—, de risas insustituibles —las de Donald O’Connor en Cantando bajo la lluvia—, de frases marcadas a fuego que subrayaban grandes secuencias —“Qué raro, aquella avioneta está fumigando cosechas donde no las hay”—, de mujeres repletas de alocada vitalidad —Katherine Hepburn en La fiera de mi niña—… Hace unos días repusieron en un canal de pago El hombre que mató a Liberty Vallance y por unos segundos pensé en lo que tenía de mágico que se apagaran las luces y comenzara la proyección. Aún lo pienso cuando acudo a una de esas salas de cine cada vez más pequeñas y me dejo engañar por el director, y los actores, por un guión bien construido. Y me acuerdo de cuando muchos años antes esperaba a que la música del NO-DO me avisara de que en breve iba a volver a soñar.
Artículo aparecido en la revista Luke de enero.