Artículo aparecido en el suplemento cultural Territorios.

No es insólito que, todavía, quienes se supone que abordan con conocimiento de causa los asuntos literarios manifiesten en público que la novela es por naturaleza un género híbrido, capaz de admitir tramos de texto cuya función primordial consiste en cualquier cosa menos en relatar una historia.

Partiendo de dicha convicción, parece coherente postular que la novela no acepta más límites que los impuestos por la voluntad de quien la compone. De ahí a aseverar que una novela, aunque sólo contuviese una lista de recetas de cocina, es lo que su autor declara como tal hay poco trecho. Por la misma vía, es imaginable una narración con el siguiente arranque: «El profesor dijo:», seguido, como parlamento del mencionado profesor, de 'La fenomenología del espíritu' de Hegel al completo. Puesto que a fin de cuentas corresponde al lector activar en su entendimiento los signos que el autor le procura, sería sensato tomar asimismo en consideración su perspectiva a la hora de establecer un diagnóstico de la novela tal como hoy la concebimos.

Bien mirado, hay poca base teórica que confirme aquella suposición según la cual la novela es un saco donde cabe de todo. También es verdad que una obra literaria que no pretende sino la aplicación estricta de unos dictámenes previos, prefijados por los estudiosos, nacerá con pocas posibilidades de emitir significados dignos de atención, no digamos ya de suscitar emociones. Algo hay que romper, algo hay que alterar en el empleo e invención de los recursos para que el resultado último rebase la mera obediencia a las convenciones. Y, sin embargo, dicha ruptura o innovación, de la cual depende en no pequeña medida la densidad artística de la obra, al no poder consumarse sino a expensas de aquella situación previa alterada o rota, obliga a tener en cuenta a esta si deseamos poner al día una posible definición del género. Hay muchas variedades de paella, pero a ninguna le falta el arroz. La novela tiene asimismo desde sus inicios unas constantes y, por tanto, un núcleo invariable en torno al cual el novelista puede emplazar con mayor o menor talento los contenidos y las osadías formales que juzgue oportunos.

Quienes frecuentan la literatura saben que en el curso de los siglos pasados, y especialmente durante el apogeo del género novelesco, entre mediados del siglo XIX y mediados del XX, año arriba o abajo, el arte de narrar historias largas ha experimentado cambios tan sorprendentes como audaces. El resultado ha sido una ristra de obras maestras que no tenemos por qué considerar acabada. Tal vez parezca a primera vista que 'Los hermanos Karamázov' y 'Ulises', 'Tirano Banderas' y 'El sonido y la furia', por resaltar unos títulos notables, guardan pocas semejanzas entre sí. Las diferentes maneras de relatar que esas y otras numerosas novelas comportan, el manejo diverso en ellas de componentes de primer orden como el foco narrador, el tratamiento del tiempo, los niveles de realidad, etc., podrían inducirnos a pensar que los límites de la novela han sido reventados para siempre; que una tentativa de definición del género está condenada de antemano al fracaso; o que, abierto el saco, todo vale para llenarlo.

Sin negar la evidencia de que los límites de la novela han sido ensanchados, el elemento indispensable para que una novela sea percibida como tal continúa intacto. ¿Qué condimentos, tropezones, verduras y lo que se desee no admite una paella? Lo único que no admite es que los ingredientes no estén acompañados de arroz. El arroz de la novela son, por así decir, las figuras de ficción.

La historia del género prueba que no sólo lo que habitualmente se entiende por acciones humanas constituye la materia de la narración. También los pensamientos, las visiones, el diálogo, los incidentes del intelecto, pueden constituir suceso narrativo; pero para que tal cosa ocurra es imprescindible que el referido suceso sea interpretado, esto es, que ponga en movimiento físico o mental a unos trasuntos humanos. Que estos trasuntos sean animales, monstruos e incluso objetos dotados de conciencia y habla, en lugar de personas, no afecta al principio básico de que una narración sólo es posible cuando convoca personajes activos. Por supuesto que estos no actúan fuera del espacio y el tiempo, como tampoco el arroz blanco es suficiente para merecer el nombre de paella.

Desde dicho principio no parece tanto que la novela se colme de los procedimientos y contenidos que le proporcionan otros campos de la actividad intelectual humana como que ella, al mando de sus figuras de ficción, entre a saco en aquellos para lograr sus fines de costumbre, mientras que lo contrario, simplemente, no se da. Si el historiador o el científico acuden a la ficción durante el desarrollo de su trabajo, aquel matará la verdad histórica y este la verdad científica. En cambio, el novelista, para dar forma con palabras a un simulacro de realidad y, por tanto, sin dejar de hacer novela, puede y debe valerse de la historia, la ciencia y de cuantos materiales le sean útiles para representar la presencia humana en el mundo.

Los datos del historiador nos aportan descripciones razonadas de hechos y épocas. Su tarea radica en reunir y ordenar dichos datos susceptibles de comprobación y, de paso, interpretarlos. Su narración apenas dispone de espacio para sucesos que carezcan de una proyección colectiva. Le interesan, sí, algunos individuos (reyes, conquistadores, generales) en la medida en que dejaron huella en la historia de las naciones. Para el soldado humilde de Waterloo, con barba de tres días y ampollas en los pies, no hay sitio en su empeño.

Sin embargo, para el novelista los pormenores relativos a los individuos concretos son de importancia capital. Toda novela se nutre de la narración de aquellas existencias privadas de las que habló en su día Honoré de Balzac. La novela no entiende de privilegios de clase. En ella, al emperador no le corresponde ocupar mayor número de páginas porque sea emperador. Tal privilegio, si es que así puede llamársele, pertenece a los protagonistas, sea cual sea su procedencia social.

Si deseamos adquirir conocimientos sobre lo que ocurrió realmente el 18 de junio de 1815 en Waterloo, el historiador experto en la materia nos echará sin duda una mano. Con su ayuda accederemos a un relato informativo acerca del número de tropas de los bandos implicados, las diferentes estrategias, el armamento empleado, las características orográficas del terreno, etc. Recibir una impresión singularizada de lo que supuso haber estado allí en persona; figurarnos desde una perspectiva subjetiva el estruendo de los cañones, el peso del fusil, el olor de la pólvora, el vuelo de los pájaros sobre el campo sembrado de cadáveres; todo ese conjunto de percepciones suscitadas por una realidad que cada combatiente vivió a su manera, y que al lector actual le llega vicariamente, a través de las experiencias de un grupo selecto de personajes, sólo lo puede proporcionar la ficción novelesca.

Lo cual no significa que la novela haya de supeditarse por fuerza a la historia ni a la realidad común, en la que habitan también los lectores, sino que puede, si así lo determina quien la escribe, inventar sus propios mundos y su propia lógica interna. A lo que no puede renunciar la novela es a los personajes actuantes, del mismo modo que la paella no puede renunciar al arroz sin dejar de ser paella.