Para conocer la valoración que los donostiarras hacían del nuevo Gobierno municipal, Bildu organizó hace pocos meses —al cumplirse 100 días de su llegada al poder— una encuesta ciudadana. No voy a detenerme en sus resultados —que no contienen sorpresas pero sí paradojas como la de que los concejales menos conocidos se encuentren entre los más valorados—, para centrarme en su forma. Porque el texto propuesto a los ciudadanos estaba lleno de faltas de ortografía: universo con b: el verbo haber sin hache varias veces; por no hablar de tantos acentos desaparecidos y de algunas erratas. Ese desastre ortográfico me pareció de tal calibre, que dudé de la autenticidad del documento que me había llegado por correo electrónico. En fin, que no me lo podía ni creer. Pero tuve que rendirme a la evidencia y a la desolación, al acceder a una copia del mismo, desde la página del Ayuntamiento.
Esa incompetencia o descuido ortográficos es, a mi juicio, otro signo iceberg; otra punta emergente de un hielo lingüístico mucho más extenso y profundo, con el que convivimos con excesiva tolerancia y/o resignación, o sin inquietarnos o rebelarnos lo suficiente. Porque aceptamos sin mayor escándalo, como si fuera un fatalismo de los tiempos, la pérdida de léxico, de competencia ortográfica, de ambición sintáctica, no sólo en los más jóvenes, sino en cualquier ámbito relacional y profesional. Y tengo, debajo de los ojos, un reportaje periodístico recientemente publicado, escalofriante para mí no por señalar lo ya sabido: que muchos alumnos vascos tienen mala ortografía, sino por evidenciar lo intuido: que a muchos educadores esa mala escritura no les preocupa mayormente. “La ortografía tiene su peso pero es mucho más importante que el texto sea coherente”, podía leerse en ese reportaje o “lo más importante no es la ortografía sino la expresión (...)”.
Confieso que no comprendo cómo puede ser un texto coherente cuando las palabras no lo son consigo mismas. Ni cómo puede desvincularse el alma de la expresión de su cuerpo. Lo que sí comprendo perfectamente es la relación que la libertad tiene con la lengua; que a mayor vocabulario más matiz, esto es, más singularidad, profundidad y horizonte; y mucho menos encierro en los cuartos sin ventana del trazo grueso, la generalización, el cliché reductores y manipuladores. Que a mayor competencia sintáctica más y mejor capacidad crítica, es decir, más titularidad ciudadana: porque la política, la economía, las dinámicas sociales son también arquitecturas de(l) discurso. Y que la ortografía, porque es el soporte más visible de la lengua, constituye el cimiento de la capacidad y el respeto lingüísticos, sobre el que se construyen más capacidades y respetos personales y ciudadanos. Quitarle a haber la hache es mucho quitar: es aceptar para el presente y sembrar para el futuro mucho menos haber: un patrimonio amputado, encogido, de libertad, capacidad creativa, ambición crítica.
Artículo de Luisa Etxenike en El País