Más aire
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- Escrito por Luisa Etxenike
- Categoría de nivel principal o raíz: Colaboraciones
Acaba de triunfar en los Premios Goya No habrá paz para los malvados, de Enrique Urbizu, una película a la que creo que hay que reconocerle, como mínimo, el mérito de tener relieve en la representación estética y empuje de una reflexión ética, es decir, de introducirnos en un contexto y un debate artísticos. Si esta es una de las caras de la moneda de nuestra actualidad cinematográfica, una de las cruces está para mí en el hecho de que Torrente IV haya arrasado de nuevo en las taquillas el año pasado. Confieso haber visto sólo la primera entrega de la serie, pero sé que esta última contiene el mismo tipo de visión del mundo que las anteriores; que promociona unos “valores” que están —por ponerlo suave— en el vecindario de las bajas pasiones; que alardea de incorrección política y de demolición ético-estética. Lo que cada uno hace con su tiempo libre es asunto privado, pero el perfil de la película más taquillera de un país creo que entra dentro del ámbito de lo público, por lo que tiene de revelador de un retrato o un ambiente social.
Pensar que ese taquillazo y la película que lo provoca no merecen atención (y preocupación), que no significan nada equivaldría, a mi juicio, a negar el sentido de la labor creativa, y, por esa vía, la relevancia de las obras de arte y de cultura, la de su capacidad para con-movernos, transformarnos, conducirnos a través del impacto de la interrogación, hacia esa forma de libertad que es la lucidez y viceversa. Como no puedo colocarme en esa negación, creo que el éxito de Torrente significa mucho, dice mucho del ambiente de nuestro país, del aire social que respiramos. Y es un aire en cuya composición juega un gran papel el “cada uno a lo suyo”. Lo que puede apreciarse sin ninguna dificultad y a diversas escalas: desde los concursos televisivos donde lo que cuenta es ganar a los demás a cualquier precio; hasta los corralitos que nos dividen dentro y entre comunidades autónomas. Y citemos, por ejemplo, lo último en atención sanitaria: el “no atiendo a estos pacientes porque no son de los míos”, lo que en el seno de un mismo país no deja de ser simbólico, es decir, de tener un impacto en el modo en que la ciudadanía se forma o formatea con respecto al otro, al vecino. Citemos también la manera en que, en nombre de idilios del pasado, se legitiman desamores del presente: como el que determina que los ciudadanos de los tres territorios vascos no seamos iguales ante la fiscalidad… Y así infinidad de detalles, declaraciones y ejemplos públicos donde la exigencia del interés general se omite o se desdeña.
Y habla también de un aire de rendición frente a la zafiedad, el feísmo, la bobería, que llevan tanto tiempo y tan ufanamente circulando por nuestras pantallas grandes y pequeñas que no podemos esperar que no tengan consecuencias. Las tienen y serias, en la composición de un ambiente, de una atmósfera social cada vez más pesada. Necesitamos con urgencia aire fresco, más aire.
Luisa Etxenike en El País
Proyecto escritorio (Aramburu)
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- Escrito por Fernando Aramburu
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Jesús Ortega reúne en Proyecto Escritorio imágenes y reflexiones a propósito de los espacios de escritura de autores contemporáneos en lengua española. El texto y foto pertenecen a Fernando Aramburu:
«Durante un tiempo lo estuve llamando atril, hasta que me convencí de que cometía una inexactitud. Es un pupitre, vocablo que de costumbre asociamos a las mesas de los escolares. Rara vez compro muebles. La tarea, quizá el placer, de comprarlos compete a la costilla. Así y todo, el pupitre lo compré yo, para mí, y por eso y porque, cuando lo necesito, no me niega la ayuda me siento orgulloso de tenerlo por amigo. Se atribuye a Nietzsche la afirmación según la cual quien escribe sentado piensa con el culo. A mi juicio, no deberíamos menospreciar ninguna parte del cuerpo. Un culo perspicaz puede ser francamente útil, quizá más útil que un cerebro. El caso es que el pupitre está pensado para que uno trabaje de pie. Obliga también a escribir a mano. Al menos yo no he hecho todavía la prueba de colocar el ordenador sobre el tablero inclinado. Puede que al cabo de dos o tres horas se me fatiguen las piernas. A cambio, no me duele la espalda ni paso sueño, achaques de los que no siempre estoy libre cuando trabajo sentado. El pupitre lo reservo para las tareas de orfebrería literaria. Me refiero a las correcciones a mano sobre la versión impresa del libro en el que esté ocupado. También a la toma de apuntes, a los resúmenes, a los bosquejos y esquemas; en fin, a esas cosillas que piden un tipo de atención distinto del que pide el ordenador, que es más oficinesco y de venga y dale. El pupitre invita a ser cuidadoso y poeta.»
Proyecto escritorio (Irazoki)
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- Escrito por Francisco Javier Irazoki
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Jesús Ortega reúne en Proyecto Escritorio "imágenes y reflexiones a propósito de los espacios de escritura de autores contemporáneos en lengua española. Narradores, poetas y ensayistas son invitados a participar en el proyecto con un texto breve y una fotografía". La última visita ha sido al escritorio del poeta Francisco Javier Irazoki. El texto y la foto son del autor:
«Cuando me instalé en París, hace diecinueve años, tuve un rincón íntimo en la parte alta de la vivienda. Bajo una claraboya grande y vieja que podía tocar con las manos, busqué las palabras para definirme. A las siete de la mañana, durante más de una década, me senté a la mesa de trabajo y mi nostalgia hizo más ruido que la ciudad adormecida a esa hora. En un ambiente matinal, sin otros sonidos exteriores que los de la lluvia esporádica sobre los cristales del tragaluz, nacieron tres libros aceptados y uno rechazado por el autor. Eran los tiempos del lápiz, la máquina de escribir y el ordenador fijo.
En los años recientes, gracias a los ordenadores portátiles, me he convertido en un escritor sin oficina estable. Generalmente elijo la planta baja del edificio. Cerca de la cocina, frente a una fachada acristalada que deja ver un patio de árboles de hoja perenne, glicinias y pájaros. Delante de mí viven los vecinos: el joven músico conversa con el pintor veterano, la redactora de una revista de moda escucha al tapicero. Lo principal de la estancia es la mesa. Larga, de madera exótica, compuesta de seis pies y dieciocho piezas encajadas en el tablero. Cada pieza puede sustraerse, entre risas de niños, del lugar que ocupa en el conjunto. Sobre ese mueble deposito la computadora, algún bolígrafo, escasos papeles. En la cabecera de enfrente, un frutero y la silla Hiperión, regalo de Jesús Munárriz.
La mesa fue fabricada por un pariente cercano. La hizo en un momento doloroso. Su esposa de veinticinco años se suicidó y él, para combatir una angustia invencible, quiso construir algo. Un objeto que reconstruyera la vida de su fabricante.
Más que un mueble, mi mesa es una enseñanza.»
Cuadernos Oxford (Febrero 2012)
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- Escrito por Pedro Tellería
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El gypsy jazz es uno de esos mágicos inventos de la cultura europea del siglo XX. En él confluyen tradiciones musicales de ambos lados del Atlántico que se amalgamaron gracias al inverosímil guitarrista Django Rinhard, un gitano de bigotito perfilado y pose de dandy a quien le faltaban varios dedos, pero no un deslumbrante virtuosismo y una capacidad innata para componer. La guinda la puso otro venerable músico, el violinista Stephan Grappelli. Ambos se encontraron en ese París prebélico de espías en blanco y negro y cafés sin hora de cierre, donde crearon su famoso quinteto en el Hot Club.
El género sobrevivió a sus mentores y se esparció por muchos rincones de Europa (hay grabaciones desde Estocolmo hasta Milán pasando por Bruselas) y Estados Unidos. Y continúa activo y fiel a sus cánones originarios. Hace unas semanas, por ejemplo, calló en mis manos Vino y pasteles, el disco que la primavera pasada publicó El síndrome de Stendhal, cuarteto afincado en Vitoria (Javier Antoñana, guitarra solista; Nika Bitchiashvili, violín; Pedro Salazar, contrabajo; y Enrique Loyola, guitarra).
He testado el disco entre varias personas de confianza y todas han exclamado lo mismo: ¡qué bonito! Guitarras, violín, contrabajo y algunos instrumentos adicionales son el soporte para las composiciones de Antoñana, que abarcan todos los registros del género. Los temas vertiginosos tocados a velocidad endiablada se combinan con los evocadores pasajes del violín de Bitchiashvili, quien sube y baja, entra y sale de los oídos, busca las revueltas de la melodía para llevarnos a través de esa Europa nómada, de carromato y verde planicie, que ya no existe. Es hermosa esta música: sensual y melancólica, alegre y acogedora… Música de nómadas y desplazados que se afincó en las grandes ciudades para deleite de bohemios en las noches estrelladas.
Aparecido en la revista Luke.
¿Pacificación?
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- Escrito por Luisa Etxenike
- Categoría de nivel principal o raíz: Colaboraciones
Durante el juicio, celebrado estos días, por el atentado del que fue víctima en 2001, el periodista Gorka Landaburu ha dirigido a sus presuntos agresores estas significativas palabras: “Soy periodista. Me habéis destrozado las manos, me habéis dejado ciego del ojo izquierdo, cicatrices por todo el cuerpo, pero os habéis equivocado: no me habéis cortado la lengua”. Considero que es una declaración además de emocionante —siempre lo es la réplica que la libertad le opone a la barbarie— valiosa porque ilustra también a la perfección lo que el terrorismo de ETA ha representado para nuestra sociedad, lo que ha intentado hacer con nuestra democracia: impedirla y amordazarla; acallar la libertad de expresión, la libertad de cátedra y de prensa; condicionar la vida económica y empresarial, y el ejercicio de la justicia, y la libre y múltiple elección política de los vascos; todo ello mediante la amenaza, la extorsión y, desde luego, el asesinato. La representación real de lo que ETA ha supuesto y pretendido en nuestras vidas es la de una banda armada contra una ciudadanía en democracia. Y no la de un conflicto armado entre dos bandos equivalentes, como pretenden hacer creer, dentro y fuera de nuestras fronteras, quienes han ejercido esa violencia antidemocrática, y quienes, de un modo u otro, la han amparado y acompañado.
Este tiempo post-ETA es y va a ser muchos tiempos, muchos procesos juntos. El de consolidación y transmisión de la memoria. El de expansión de la libertad personal y colectiva —el despliegue de muchos gestos de libertad, privados y públicos, encogidos o inhibidos tantas veces—. Y el proceso además de la necesaria reconversión democrática de una parte de la sociedad vasca. En el juicio citado, Gorka Landaburu recordaba también que, años antes de su atentado, su casa ya había sido atacada; que les tiraron basura, piedras, cócteles molotov y pasquines invitándole a marcharse del país, “que pintaron dianas, corbatas negras y nos llamaban a las dos o tres de la mañana sólo para reírse”. Este tiempo post-ETA debe ser el de la asunción de responsabilidades y principios democráticos de quienes, como los agresores de Landaburu, durante decenios los han ignorado y despreciado.
Estamos frente a muchos procesos, pero, desde luego, no ante un proceso de paz o de pacificación. No estamos al cabo de un conflicto armado, sino ante una culminación de la democracia, de la voluntad democrática de los vascos. Por eso creo que estos términos —pacificación o proceso de paz— no deberían aplicarse a ninguna de las fases ni supuestos de esta nueva etapa. Durante cincuenta años ETA ha querido imponernos, dictarnos la agenda personal, social, política, intelectual. Y también la léxica. ETA ha querido siempre imponernos su vocabulario. Un vocabulario que no considero de recibo democrático. La democracia tiene sus propias palabras, como tan bien nos recordaba Gorka Landaburu, su propia lengua, suelta, desatada.
Artículo aparecido el 20 de febrero en El País.