Innumerables son las reescrituras literarias y cinematográficas que se han hecho de los cuentos de hadas. Y no me refiero a las simples versiones más o menos adaptadas al público infantil o el gusto de los tiempos, sino a las reescrituras verdaderamente críticas que se sirven de la parodia para clarear por debajo de esas tramas de princesas y príncipes azules, la estrategia mucho menos dulce e inofensiva que contienen esas historias y que consiste en perpetuar en las relaciones de pareja el sistema y el reparto de roles que dicta el sexismo más tradicional. Y para evidenciar también que esa estrategia se sustenta en un sofisticado entramado de símbolos, estereotipos y clichés de género.

Dice el escritor británico Martin Amis que un prejuicio es “un odio de segunda mano”. Me parece pertinente y valiosa esa definición que subraya todo el peligro que encierran los prejuicios, todos los destrozos que presagian. Y creo que conviene mantener los dos extremos juntos: la denuncia del cliché y la alerta máxima contra el prejuicio, porque a éste se llega o se empieza a menudo por aquel. O si se prefiere, los clichés, estereotipos, lugares comunes son umbrales o antesalas de los prejuicios porque contienen en germen aquello de lo que el prejuicio se alimenta en fruto: reduccionismo, desatención, anestesia de la curiosidad y la soltura de pensamiento.

Estamos en vísperas de San Valentín, es decir, sumidos ya en ese alarde de estereotipos amorosos, de romanticismo como de cuento de hadas, que acompaña cada año a esa celebración. Y aunque se observan algunas actualizaciones en la manera de abordar el asunto, éstas son mucho más de formato que de fondo. En fin, que la oferta de regalos, detalles y atenciones se adapta a las nuevas aplicaciones de tecnología y comunicación pero para transmitir mensajes de siempre, apoyados en construcciones de género convencionales, en repartos de roles tradicionales; en clichés de toda la vida. Y sin ningún cliché me parece fiable los de género me resultan los menos de fiar. Porque en un cliché no hay argumento para el cambio sólo alimento para que las cosas permanezcan como están.

Y ya sabemos cómo están las cosas para la condición femenina. Sabemos que bajo el enunciado formal de la igualdad de derechos circula, como en los cuentos de hadas, un segundo relato: el de la desigualdad (salarial, de reparto de las tareas domésticas y de cuotas de poder…) en la aplicación y disfrute de esos mismos derechos. Que la violencia contra las mujeres no cesa ni en intensidad —son nueve las asesinadas ya en lo que va de 2012, en uno de los peores arranques de año que se recuerdan— ni en alcance: se extiende significativamente a las nuevas generaciones. Que ni uno ni lo otro ocupan, como creo que deberían, el centro del debate democrático; sino una periferia de preocupaciones estereotipadas y de tratamientos cliché, definitivamente superados, caducados, por los acontecimientos.

Aparecido en la edición vasca de El País.