Pienso en las reflexiones con que Félix de Azúa analiza varias liviandades de la cultura contemporánea. Las palabras del escritor aportan un bálsamo: la queja sin fatiga. No es confortable mantener su contundencia frente a la superficialidad. En momentos de desánimo, el mundo parece una esfera donde viajan siete mil millones de miradores de zapatos. En mi rincón, Francia, abundan los hombres que son presidiarios de sus espejos. Algunos parisinos se repeinan ante las lunas de los escaparates mientras evalúan, con la barrida de una sola mirada, las recientes marcas comerciales. Intoxicados por la fachada impoluta, no les importa mancharse alegremente con la vulgaridad expresiva. Va cayendo sobre sus pecheras la mugre del idioma mal usado, pero las manchas mayores las produce el consumismo. Yonquis de la obediencia, necesitan inyectarse la dosis diaria de sumisión a la moda. Las consecuencias no pueden ser más funestas: conseguimos que las nuevas generaciones esperen con docilidad las decisiones de una cultura de supermercado. Militan en la resignación mercantil. Incluso les transmitimos un recetario limitado y para el postre nunca les falta la homofobia recién aprendida en los chistes escolares. Les hemos dicho que la imagen es la capital del universo y ellos se lo han creído con disciplina. En resumen, observan e imitan nuestra egolatría hueca. Deben aprender de unos predecesores -nosotros- drogados con la comodidad de la apariencia.

Aparecido en El Cultural.