En el país de los ladrones
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- Escrito por Luis A. Bañeres
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El pasado viernes un programa de investigación mostraba cómo diferentes profesionales ofrecían a un falso cliente que solicitaba un presupuesto, la posibilidad de pagar sin factura, sin IVA. Incluso alguno había que incluso incitaba a hacerlo.
Muchos de ellos lo hacían por teléfono, sin el mínimo pudor.
Y así ocurría con autónomos de varios gremios, letrados que incluso orientan al defraudador para ocultar el delito, agentes inmobiliarios que sugieren poner la propiedad a nombre de una empresa en Gibraltar, particulares en la compra-venta de un piso...
Había incluso quien confesaba estar de baja y por tanto no podía emitir factura.
Por otro lado, muchas de las cosas que pagamos, una copa de vino, el pan, las chuches, un corte de pelo, el lavado del coche... y miles más, llevan gravado el IVA, que pagamos. Como no pedimos factura, ni siquiera un ticket, la declaración de ese IVA que hemos pagado queda en manos de la profesionalidad y honestidad de quien lo percibe. Pero cuando éste no lo declara, va a engrosar la bolsa de economía sumergida.
El ciudadano medio, en general, es receptivo cuando se le ofrece la posibilidad de ahorrarse una parte del importe a cambio de no recibir una factura.
Es decir, que los mismos que salimos a protestar contra nuestros políticos por la desastrosa gestión y el mangoneo generalizado, también defraudamos aunque a una escala muy inferior.
Tenemos los políticos que nos merecemos: en el país de los ladrones, el golfo es rey.
Aparecido en el diario El Correo.
'Radio París' (20 de julio 2012)
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Todavía persiste el eco de unas tesis controvertidas de Mario Vargas Llosa. Del análisis que el novelista hizo acerca de la cultura contemporánea ha pasado inadvertida una flecha en el centro de la diana: la crítica a la oscuridad con que se expresan ciertos ensayistas franceses. Se refería sin misterios a Jacques Derrida, a quien acusó de haber usado una jerga laberíntica para hinchar pensamientos triviales. Según Vargas Llosa, el filósofo Derrida y el psicoanalista Jacques Lacan se perdieron en un “vacío destructor”. Personalmente he comprobado que el fraude empieza en la enseñanza secundaria de Francia. Los estudiantes de filosofía aprenden insinceridad cuando desean conseguir buenas notas en los exámenes. El joven alumno se ve confrontado con unos textos de escritura opaca y pronto domina las técnicas del pícaro: echa paletadas de niebla verbal a sus páginas y así disimula la ausencia de ideas. Sin embargo, el país cuenta con otro modelo de intelectuales. Yves Lacoste o Béatrice Giblin representan la nitidez comunicativa. Gracias al trabajo durante décadas, tienen una larga lista de discípulos instruidos en la claridad. Para ellos, las palabras deben ser un vehículo transparente que traslade los razonamientos y sus debilidades. Al escucharlos o leerlos sentimos que nos alejamos de cualquier trampa de la retórica. Todo sin la arrogancia moral de los sectarismos. La duda constante y un verso de Jorge Luis Borges (“por el lenguaje, que puede simular la sabiduría”) vigilan sus reflexiones.
Aparecido en "El Cultural" de El Mundo.
Taxistas
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- Escrito por Luis A. Bañeres
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Siempre he pensado que con lo visto y oído por un taxista en sus años de profesión podría escribirse un best seller. Son nuestro primer contacto con una nueva ciudad, una nueva cultura y responden con ganas a todas nuestras preguntas, a pesar de haberlas contestado miles de veces, haciendo más confortable nuestra adaptación. Resultan familiares cuando aterrizamos en casa y nos van poniendo al día entre semáforos. Son a menudo nuestros confidentes, con quienes compartimos íntimos secretos, amparados por el anonimato que caracteriza estos encuentros fugaces. Y por su proverbial discreción. Expertos en mecánica llevada a la práctica, nadie mejor que ellos para asesorar a un cliente con dudas que quiera adquirir un coche. Guías turísticos impagables, conocen al dedillo cada rincón de la ciudad y su particular historia, a la que añaden su peculiar puesta en escena, conocen cada bar, cada antro y el camino más corto a los altos y lo bajos fondos. No suelen hablar idiomas pero poseen una habilidad única para entender y hacerse entender. Curtidos en todos los vicios, miserias, rarezas y demonios que pueblan la noche. En una época en la que no nos hemos dado aún cuenta de que tenemos dos oídos y una sola boca, son grandes escuchadores y buenos consejeros, al punto que podrían cobrar por la absolución velada que, sin querer, muchos encuentran.
Crítica a 'Mamá ha muerto', de Javier Otaola
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- Escrito por Saki Kekonen
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Mamá ha muerto, de Javier Otaola, exige varias niveles de lectura que se superponen sin contradecirse.
Aurelio Torres, el protagonista, igual que el Quijote perturbado por la lectura de novelas de caballería, es víctima de la lectura mal asimilada de la obra filosófica de Nietzsche —El anticristo, Más allá del bien y del mal, Así habló Zaratustra…— lo que combinado con la crisis que le produce la muerte de Mamá le lleva a romper con la vida felizmente convencional que lleva en Madrid: repudia a su mujer y a su hijo, se separa de sus socios, se aparta de los hermanos masones de su Logia —Argüelles—, se distancia de sus amigos…
Esa ruptura total con su vieja identidad da paso a un extraño viaje en busca de una felicidad que se supone habita en el Gran Norte, en Estocolmo, donde reside un antiguo amor de juventud…, Britt.
El viaje será una peripecia jalonada de extraños personajes y de encuentros sexuales, de una lubricidad maníaca que le colocaran en comprometidas situaciones, todo ello conforma una especie de contra-iniciación en la que Aurelio Torres, que se ve como un discípulo del Viejo de la montaña, cambia de identidad y se va convirtiendo en la peor versión de sí mismo, un hiperbóreo que desprecia toda compasión y aspira a una soledad helada y aristocrática.
El Destino tiene la última palabra y pone a prueba a Aurelio Torres, y su orgullo hiperbóreo.
La aventura de Aurelio Torres puede leerse, simplemente como una historia de humor negro, en la que el protagonista es una especie de Torrente, castizo y rijoso, con ínfulas filosóficas, o bien como una reflexión filosófica enmascarada en una peripecia de humor negro.
Mamá ha muerto suscita cuestiones radicalmente filosóficas como “el ser para la muerte” de Heidegger, la “voluntad de poder” o la “subversión de los valores” de Nietzsche, y juega también con la idea masónica del viaje como símbolo de transformación.
El discurso de Aurelio Torres es blasfemo, provocador, nihilista pero en realidad sucede en Mamá ha muerto como en la novela de Houellebecq —Las partículas elementales— todo ese discurso se hace paródico y viene a ensalzar por oposición los valores contrarios: la lealtad, el valor y la bondad, la ley, la piedad, el vínculo entre sexualidad y amor…
Mamá ha muerto, hablando de la angustia, de la violencia, del crudo sexo, de la muerte y del odio...deja ver su apuesta explícita por una antropología que podríamos llamar en un sentido simbólico –cristiana- de ahí el valor enigmático de la frase Frid vare eder.
Todos los personajes de Mamá ha muerto vagan en busca de amor, aunque son también víctimas de las patologías del amor: dominación, dependencia, obsesión...
A pesar de sus riesgos, sólo el amor puede otorgarnos la felicidad; la libertad sexual puede ser divertida, gratificante, pero no nos colma; una libertad siempre descomprometida es como un tesoro enterrado, no se invierte en nada, nos deja en el aire, rompe nuestra condición de “seres en red” y nos convierte en meras partículas elementales, acorazadas en su soledad, flotantes, desarraigadas, perdidas…
El amor —el ideal tras el que enloquecidamente va Aurelio— es redentor porque tiene capacidad para estructurar nuestra vida, para darle una arquitectura, un esqueleto…un sentido.
El amor en todas sus formas —amistad, afectos consuetudinarios, simpatías, eros, ágape, filiación, maternidad/paternidad, familiaridad,…— nos vincula a otros, nos permite “ser en red”, nos hace compartir: compartir sentimientos, actividades, palabras y recursos.
Mamá ha muerto. Viva Mamá.
La novela de Javier Otaola se presenta el 4 de julio en la Casa del Libro de Vitoria a las 19:00 horas con la presencia del autor y del escritor Kepa Murua.
'Radio París' (29 de junio 2012)
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- Escrito por Francisco Javier Irazoki
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En París hay un público que exige calidad a nuestros músicos de flamenco. Aficionados minuciosos, escuchan como si fuesen taurinos del compás sentados en el tendido siete de la plaza de Las Ventas. A ellos se enfrenta, con su traje musical más clásico -tiene otros de corte galáctico-, un veterano de veintisiete años: Francisco Contreras, Niño de Elche. Sale al ruedo en compañía del buen guitarrista Francisco Vinuesa, a quien jalea con una consigna insólita: “¡Sensibilidad!”. Se entiende por qué el cantaor, de gestos sobrios y bellos, rechaza los micrófonos. Lo primero que nos impresiona es la voz. Ha aprendido limpieza vocal al lado de Calixto Sánchez y le añade unos filamentos trágicos de Camarón de la Isla. Ya pueden embestirlo los cantes grandes o chicos. Se atreve con todas las faenas y hace su lidia de soleás, tientos-tangos, una bulería para que las palabras de Rafael Alberti reencuentren a Federico García Lorca. Como animal que prepara alguna acometida, sus pies escarban la superficie de los ritmos y, de repente, en los momentos de mayor desgarro, la sangre se le agolpa en el rostro. Las pausas son un calambre entre los espectadores. Bromista culto, Francisco Contreras rememora a un poeta que buscaba el toro de ojos verdes, y después da la puntilla a cualquier arte alejado de lo humano: “No quiero cantar a un montón de sal”. Al final del concierto, en París se dice que con Niño de Elche ha nacido una seriedad artística. “Especialmente un maestro del matiz”, susurro en el callejón.
Artículo aparecido en El Cultural.