Preguntas para un balcón
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- Escrito por Luisa Etxenike
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La intervención de Julian Assange desde el balcón de la Embajada de Ecuador en Londres y sus repercusiones en el debate político y diplomático internacional creo que merecen abordarse y analizarse interrogativamente. ¿A alguien que se encuentra en la situación de tener que comparecer ante la Justicia de un país democrático para responder, desde un estatuto reconocido de presunto inocente, de unos cargos de Derecho común que están recogidos en un Código Penal; a una persona en esa situación puede aplicársele propiamente la condición formal, o incluso verbal, de asilado político? ¿Qué término reservamos entonces para quienes tienen que escapar de regímenes probadamente totalitarios porque allí son perseguidos por actos o dichos que no figuran en los Códigos Penales de ninguna democracia (a diferencia de delitos como el abuso sexual o la violación, que sí están en todos)? ¿No supone poner en riesgo considerable la coherencia democrática y de las relaciones internacionales, el descolocar y desnaturalizar un concepto tan fundamental como el asilo político aplicándolo a casos como el primero citado?
¿No habría que aprovechar el enorme interés que está suscitando el caso Assange para centrar precisamente algunos debates. Entre ellos y de manera prioritaria, porque, aunque a estas alturas ya casi no lo parece, de eso se trata en este asunto, el de la violencia sexual contra las mujeres? ¿No habría que abordar la multiplicación de escándalos sexuales, abusos, violaciones contra mujeres que implican ahora mismo a hombres poderosos y/o famosos? ¿No es significativa la manera en que estos asuntos se presentan últimamente ante la opinión pública; ese situar enseguida en un segundo plano las agresiones sexuales en sí, para colocar en primerísimo otras consideraciones que diluyen o trastornan la lógica de las responsabilidades? O por preguntarlo de otro modo: ¿no se está convirtiendo en una tipología de defensa, en estos casos, el transformar al presunto autor de un delito de violencia sexual, en una víctima de otra cosa: persecución, conspiración, censura políticas? ¿No es acaso la libertad sexual de las mujeres un ingrediente básico de la libertad sin más, es decir, un fundamento de la condición democrática? Y entonces, ¿no constituye otra temeridad política y social relegarla al arcén o al trastero de los debates públicos, sobre todo cuando esos debates se implican, como ahora, en asuntos tan serios como la libertad de expresión?
¿Y no habría que aprovechar este momento para reparar el concepto mismo de libertad de expresión, que debe de estar bastante averiado cuando se utiliza para atacar o poner en duda las garantías y los tribunales de las democracias más consolidadas, y no para cuestionar Gobiernos o regímenes que dejan, en materia de derechos y libertades ciudadanas, mucho que desear? ¿Más que averiado cuando, en nombre de la transparencia, extiende las cortinas de humo?
Artículo aparecido en la edición vasca de El País.
El último brindis
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- Escrito por María Eugenia Salaverri
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Todo lo bueno acaba, y esta larguísima semana enloquecida y enloquecedora ha llegado a su fin. ¿Qué se hicieron las damas, sus tocados, sus vestidos, sus olores?, preguntaba Jorge Manrique. Que en versión bilbaína sería, ¿qué fue de los concursos gastronómicos, las cañas en las terrazas, los feriantes, los cómicos, los artistas, los comparseros, la pregonera y la txupinera? ¿Qué de los toreros con sus medias rosas y sus bailarinas a lo Carla Bruni, de los aperitivos en hoteles, de los políticos que se mueren por salir en las fotos, los fuegos artificiales y los vendedores de falsificaciones? “Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia”, diría Rutger Hauer en Blade Runner. Pero yo creo que no. Que en nuestra memoria quedarán los momentos felices que vivimos con nuestro pañuelito al cuello, mientras los mosquitos nos cosían a picotazos y hacíamos nuevos amigos o reencontrábamos a los viejos.
El suelo del Arenal a la noche. Eso sí que es realismo sucio y no lo de Carver —obsérvese la nota culta; si es que conmigo, si se me sabe leer, se aprende mucho—. ¡Pero cuánto hemos disfrutado chapoteando en esa mugre, con los pies cocidos como langostinos, porque si vas ahí en sandalias, fijo que pillas una septicemia! Cómo hemos cantado con La Otxoa, esa Niña de San Francisco, libre, alegre y generosa, que nos ha hecho partirnos la caja de tanto reír. ¡Que se quite Lady Gaga y viva esta Lady Gansa!
Me lo decía Paz, mi vecina jubilada: “Chica, qué asco; esto se acaba y ahora toca el latazo de las erecciones vascas. Los políticos, a pelear y a usar al ciudadano de cabeza de turno. Somos sus chivos respiratorios y esto es la pesadilla que se muerde la cola”. Y razón no le falta a la mujer. Así que armémonos de paciencia, y cuando nos den la murga, defendámonos recordando las dos mejores canciones de estas fiestas: Libérate y Resistiré.
Napoleón decía del champán que ante la victoria es merecido y ante la derrota es necesario. Yo hoy abriré la última botella que me queda de las fiestas y brindaré por todos nosotros. ¡A su salud y a la mía, y que haya mucha suerte!
Artículo aparecido el 27 de agosto en la edición vasca de El País.
La conjura de los precios
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- Escrito por María Eugenia Salaverri
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Los ricos son potros. Es así. El millonario rumboso es una figura irreal y anacrónica. En el siglo XIX, un tertuliano del Casino de Madrid perdió una moneda de cinco duros y empezó a buscarla por el suelo. El banquero y político José de Salamanca, que dio nombre al madrileño barrio de Salamanca, estaba presente. Sacó un billete de mil, le prendió fuego y con semejante antorcha se sumó a la búsqueda. Pero esos eran los ricos de antes. Los de ahora son más mirados que una óptica.
Tana y Bosco, los dos pijos que tengo en casa, han recorrido terrazas, hoteles y txosnas poniéndose morados de merluza, bacalao, jamón, bocatas, txakoli y agua de Bilbao, y a la hora de pagar empezaban a mirar el papel de la pared como si les hubiera hipnotizado, y no metían la mano al bolsillo ni para rascarse. “Resistiré”, pensaba yo, como el Dúo Dinámico. Porque tiene bemoles que al final paguemos siempre los pobretones. Pero al rato de verles haciendo la estatua me angustiaba y cuando el camarero traía la dolorosa, quien soltaba la Visa era esta menda. Así que estamos que echamos humo. La Visa y yo.
Además, todo es carísimo y tengo la impresión de que en fiestas suben los precios aprovechando que el calor y el kalimotxo atontan al personal. Una tarde, Red Bull me dio alas y le largué a Tana, en plan indirecta, la frase de Sacha Guitry: “Los talones sin fondos son delito, pero los fondos sin talones también deberían serlo”. Dijo que no entendía y le contesté que estaba muy clarito, que el que tiene tela debe moverla, caray, que todo el mundo tiene que vivir. “Qué razón tienes”, contestó con más morro que un oso hormiguero. “Sácate una racioncita de rabo de toro, que aquí la bordan, ¿eh, Bosco?” “Sí, oyessss”, respondió él. En fin, soy boba y la pedí. Para mí que era rabo de gato, porque estaba más esmirriado que mi cartera, pero me metieron una clavada que ni El Juli en Vista Alegre. Y yo, como el gran Woody Allen, tengo dinero para vivir muy bien hasta el fin de mis días, siempre que me muera mañana. Menos mal que por fin se acaban las fiestas, porque no puedo más. ¡Socorro!
Artículo aparecido en El País el 26 de agosto
¿Para qué? ¡Paraguayo!
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- Escrito por María Eugenia Salaverri
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Hace unos días, los vecinos de mi manzana apadrinamos a un paraguayo que vino por las fiestas y nos tenía desesperados. Se llamaba Darío y era uno de esos pelmas que llegan siempre en Aste Nagusia. Él decía que era artista. Y cantar cantaba, sí, pero hay que ver cómo cantaba el tío. Tenía poquita voz, pero fea, y suplía esa escasez con unos alaridos que ponían los pelos de punta. A las ocho de la mañana ya empezaba con “¡Nostalgiaaaaa, de sentir tu risa locaaaaa!” y así hasta las dos de la noche, cuando se despedía con El pájaro chogüí. No sé los demás vecinos, pero yo sí me encontré varias veces riéndome con una risa loca, fruto de la alteración nerviosa que me provocaba ese hombre. Porque además de cantar, también bailaba, animaba y dinamizaba. Sobre todo, dinamizaba. O sea, no callaba. Todo el día oyendo su “grasias, hermanos de otro continente, lindo Bilbao de mi corasón”. Agotador.
Total, que por culpa de Darío estábamos tan dinamizados que el tráfico de Trankimazin por los portales era ya preocupante. Así que nos reunimos unos cuantos y decidimos que lo que había que hacer era becarle, darle una especie de Erasmus local. Que era como decirle finamente que le ofrecíamos un dinerillo para que dinamizara otras zonas. O sea, para que se fuera al carajo de una santa vez. La negociación fue delicada, según algunos porque Darío era suspicaz, según otros porque era un chantajista de tomo y lomo. Pero finalmente se llegó a un acuerdo. El tío sacó su tajadita, pero nosotros nos lo ahorramos en ansiolíticos, que también salen por una pasta.
Unos dijeron que se había ido a Santutxu, otros que a Ercilla. Y daba gloria acostarte sin oír que “¡Cuenta la leyenda que en un árbol se encontraba encaramado un indiesito guaraníííí…!” Pero claro, ni los de Santutxu ni los de Ercilla se chupan el dedo. Ellos también aflojaron la mosca. Y ahí tenemos a Darío de vuelta. Ahora nos lo vamos rotando. Pero lo peor no es eso. Lo peor es que el loro de nuestra calle se ha aprendido sus lindas cansiones y ahora le hace a Darío el dueto en Recuerdos de Ypacaraí. Nosotros hemos vuelto al Trankimazin.
Artículo aparecido en El País el 25 de agosto de 2012
Tratado de adhesión
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- Escrito por Luisa Etxenike
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Se está hablando bastante, y presumiblemente se hablará mucho más cuando la difusión de la obra se extienda, de la película Femme de la rue (Mujer de la calle) que en Bruselas y con cámara oculta ha rodado Sophie Peeters. Para su proyecto de fin de carrera esta joven belga, estudiante de cinematografía, ha decido contar lo que, por el simple hecho de ser mujer, tiene que soportar cotidianamente en las calles de su barrio; los insultos, comentarios obscenos y acosos varios a los que la someten, un día sí y otro también, hombres que no soportan que vaya sola por la calle, que se vista como le apetece; que ejerza, en definitiva, con naturalidad sus prerrogativas y sus derechos de persona y ciudadana libre. Para el machismo esa libertad no existe, las mujeres no pueden vivir como les place, y cuando lo intentan hay que hacerles, como a Sophie Peeters, la vida imposible. La película es, en este sentido, extremadamente elocuente e impactante. Tanto, que las autoridades de Bruselas ya han reaccionado, anunciando medidas como la de imponer multas a los acosadores.
Que el molestar, insultar o agredir verbalmente a una mujer por la calle forme parte de las conductas incívicas sancionadas por una ordenanza municipal, me parece una medida necesaria. Y al mismo tiempo, precisamente por su condición de necesaria, resulta desoladora y deprimente. Que haya que multar el machismo en la calle da la medida de la magnitud del problema; del aún precario estado de la condición femenina en nuestras sociedades; de los niveles de discriminación que las mujeres todavía padecen; y de la estruendosa insuficiencia del empuje social y político aplicado a consolidar una auténtica igualdad de género.
Ese machismo desatado, explícito, que recoge la película de Sophie Peters, constituye un indicador más de que, desde luego, no mejoramos en esta materia. Una evidencia más de que ni la violencia ni las discriminaciones contra las mujeres retroceden, de que en muchos ámbitos no van a menos sino a más (la mayoría de los agresores filmados en Femme de la rue son jóvenes) y aprovechan cualquier debilidad del momento o del tejido social para extender y enraizar su nefasta influencia (la crisis parece estar frenando las denuncias de malos tratos).
La experiencia de Sophie Peeters no es única; la comparten infinidad de mujeres de todas partes. Pero creo que resulta particularmente significativo que esa película y los hechos que la motivan se desarrollen en la capital de Europa. Ese escenario es otro indicador de la escala del problema y, por ello, del marco desde donde hay que abordar su solución.
En pleno debate sobre el proyecto europeo, el crudo testimonio de Sophie Peeters nos recuerda oportunamente que la igualdad real —de situación y de experiencia— de las mujeres sigue estando pendiente en los países de la Unión; es decir, que aún está pendiente una adhesión auténtica de Europa al tratado de sus propios principios.
Artículo aparecido el 19 de agosto en El País.