En París hay un público que exige calidad a nuestros músicos de flamenco. Aficionados minuciosos, escuchan como si fuesen taurinos del compás sentados en el tendido siete de la plaza de Las Ventas. A ellos se enfrenta, con su traje musical más clásico -tiene otros de corte galáctico-, un veterano de veintisiete años: Francisco Contreras, Niño de Elche. Sale al ruedo en compañía del buen guitarrista Francisco Vinuesa, a quien jalea con una consigna insólita: “¡Sensibilidad!”. Se entiende por qué el cantaor, de gestos sobrios y bellos, rechaza los micrófonos. Lo primero que nos impresiona es la voz. Ha aprendido limpieza vocal al lado de Calixto Sánchez y le añade unos filamentos trágicos de Camarón de la Isla. Ya pueden embestirlo los cantes grandes o chicos. Se atreve con todas las faenas y hace su lidia de soleás, tientos-tangos, una bulería para que las palabras de Rafael Alberti reencuentren a Federico García Lorca. Como animal que prepara alguna acometida, sus pies escarban la superficie de los ritmos y, de repente, en los momentos de mayor desgarro, la sangre se le agolpa en el rostro. Las pausas son un calambre entre los espectadores. Bromista culto, Francisco Contreras rememora a un poeta que buscaba el toro de ojos verdes, y después da la puntilla a cualquier arte alejado de lo humano: “No quiero cantar a un montón de sal”. Al final del concierto, en París se dice que con Niño de Elche ha nacido una seriedad artística. “Especialmente un maestro del matiz”, susurro en el callejón.

Artículo aparecido en El Cultural.