‘Ironwoman’
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- Escrito por María Eugenia Salaverri
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Lo que son las cosas. Tiene que llegar la Semana Grande para que una incultaza como yo en materias deportivas sepa qué es una triatleta y quién es Virginia Berasategui. Porque la ves por la calle y simplente parece una chica monísima a la que le queda bien hasta el traje de pregonera, que mira que es difícil. Pero es que luego te enteras de que esa rubita es una especialista en Ironman, o sea, que la tía se hace 3,8 kilómetros nadando, 180 en bici y 42,195 corriendo, y se queda tan contenta.
Para esta ironwoman, un día de descanso consiste en correr sólo media hora y nadar sólo 2.000 metros. A mí sólo pensarlo me dan vahídos y para recuperarme tengo que tumbarme en el sofá y comerme una tableta entera de chocolate. Pero es que yo no soy muy de triatletismo. Soy más de trivago. O trivaga, para ser más exactas. Y luego pasa lo que pasa: que el espejo no miente. En este cochino mundo, lleno de mentiras, tenía que ser el espejo, precisamente, quien se empeñara en decir siempre la verdad. Con lo sobrevalorada que está la sinceridad.
Una amiga me contaba ayer, tomando un katxi en Mamiki, que había descubierto por qué tenía un cuerpo porno: por no ir al gimnasio, por no dejar las cervecitas, por no cortarse con las chuches… La pobre ha ideado un sistema para pesarse sin llevarse disgustos: se tumba en el suelo, levanta las piernas y sostiene la báscula en alto, con los pies. Así pesa poquísimo y cada mañana se lleva un alegrón.
Dice también que un buen sistema para adelgazar es ponerse desnuda y comer delante de un espejo. El método funciona, porque en seguida te echan del restaurante. Yo le dije que no se obsesionara tanto con el peso. Que hubo un actor, Archibald Leach, que fue rechazado por su delgadez, pero años después Hollywood le repescó por 450 dólares a la semana y le cambió su nombre. Y así fue como nació Cary Grant. Esta conversación nos dio tanta hambre que al grito de un día es un día, nos pedimos unos bocatas de lomo con pimientos, bocatas txosneros donde los haya, que sabían a gloria. En cuanto acaben las fiestas, nos apuntamos al gimnasio. Palabra de trivaga.
Artículo aparecido el 24 de agosto en El País.
Tana y la reencarnación
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- Escrito por María Eugenia Salaverri
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Algo malo, malísimo, debí de hacer yo en otra vida, para que en ésta me caigan los marrones que me caen. Y me explico. La otra tarde me telefonea Tana, mi amiga pija, y me dice que me sigue a diario. La imagino con gabardina, parapetada tras un periódico, y vigilándome de soslayo. “¿Pero estás en Bilbao?”, pregunto alarmada. “No, en Madrid”, contesta, “pero leo tus crónicas en la Red”.
Respiro aliviada. ¡Tana está lejos, qué tranquilidad! Pero justo cuando empiezo a relajarme, suelta la noticia bomba: viene a las fiestas y trae con ella a un amigo “espectacular”. Es su adjetivo favorito. Para ella, todo es espectacular. Bueno, resumiendo: Tana y Bosco han llegado. Los tengo en casa. Y Bosco, efectivamente, es espectacular. Tiene treinta y pico años y cierto parecido con Mario Vaquerizo, pero con los pelos color fucsia-cereza. Además es borde como él solo, y todas sus frases acaban en un “oyessss” que me enferma.
Tana, en cambio, está divina. Se ha quitado diez años de encima —los mismos que he cogido yo al verla— y dice que es porque ha hecho la dieta Duncan Dhu y porque la compañía de Bosco le sienta genial. “¿Pero tú estás liada con eso?”, le he preguntado escandalizada. Me ha respondido con cara torva que los hombres de su edad son como los váteres en Aste Nagusia: o están ocupados o están hechos un asco, y que Bosco al menos es joven. Así que sus relaciones siguen siendo para mí todo un misterio.
Lo único que sé es que a Bosco le están encantando Bilbao y sus fiestas. Ayer dijo que siempre había creído que la Gran Muralla China era la única estructura hecha por el hombre que resultaba visible desde la Luna, pero ahora empieza a pensar que también podrá avistarse la zona que va del Ayuntamiento al Arenal, oyessss. Supongo que lo dijo para hacerme la pelota, porque les invité a cenar y se zamparon un chuletón de aúpa con un reserva que quitaba el hipo. Y yo que pensaba que en la Duncan Dhu sólo tomaban salvado. Mientras ellos masticaban felices, yo intentaba recordar qué hice en otras vidas. Debió de ser algo terrible, porque hay que ver cómo lo estoy pagando.
Aparecido en El País.
Pergoleando
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- Escrito por María Eugenia Salaverri
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Me encuentro con Paz, una vecina jubilada, y me cuenta que viene de pergolear un poco. “Mi pandilla y yo pergoleamos todos los días”, explica, “a la mañana y a la noche. También nos gusta hotelear, txosnear, terracear y barraquear, pero donde esté la Pérgola, que se quite todo”.
A veces pienso que a Paz habría que nombrarla académica de la lengua, porque ella solita se hace un diccionario y se queda tan ancha. “Ay, hija, qué calor, qué soborno", dice; “me he tenido que tomar una aspirina fluorescente, porque con estos calores parece que a una le va a dar un simpósium al corazón. Yo es que no salgo de mi apoteosis. Claro que tampoco hay que rascarse las vestiduras. Peor sería que empezara a llover como el Danubio universal. Bueno, mona; te dejo que voy a mi casita, enderezo la ensalada, echo una siesta y me arreglo para el pergoleo nocturno. Tú a lo tuyo, ¿no?, a estrujarte las meninas para el artículo diario. Pues que haya suerte, guapa”.
Y se va. Mientras se aleja, la miro y pienso que bajo esa apariencia de viejecita afable late un monstruo que únicamente sale a la superficie cuando alguien intenta arrebatarle su derecho a pergolear tranquila.
Y es que la Pérgola, la catedral de las bilbainadas, engaña mucho. Ese público de la Tercera Edad parece indefenso y desvalido, pero de eso nada. Hay mucha energía entre esa gente. Yo lo vi hace unos días y me quedé estupefacta. Nos disponíamos a escuchar las bilbainadas de un grupo bochero, cuando un cuarentón intentó arrebatarle a Paz la silla de madera en un descuido. Qué fue aquello. Paz y su pandilla —una simpática colección de ancianitos en la que abundan canas, bastones, dentaduras postizas y prótesis varias— mutaron de pronto y se convirtieron en un grupo de fieras salvajes capaces de todo con tal de defender su territorio. “Antes tuerta que sin silla, ay que sin silla, ay que sin silla", dijo Paz mientras sacaba de su bolso unos nunchakus que ni Bruce Lee. El cuarentón chulito recibió su merecido. Y es que un público capaz de bregar con Mike Kennedy y Los Mustang, es un público capaz de todo. Un respeto para ellos.
Publicado el 22 de agosto en El País.
El Juli y yo
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- Escrito por María Eugenia Salaverri
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El Juli y yo no acabamos de entendernos. O, mejor dicho, soy yo quien no acaba de entenderle, porque lo que es él, no tiene ni pajolera idea de mi existencia. Así que desde ahora lo digo: El Juli no tiene culpa de nuestro malentendido, pero la verdad es que está ahí, existe y sería una tontería negarlo.
Todo viene a partir de su decisión de pagar la mitad de las entradas a los jóvenes en sus dos corridas de Vista Alegre, a la que se ha adherido la Junta de la plaza. Antes de eso yo ignoraba al Juli olímpicamente, como él a mí, y lo único que sabía era que había tenido no sé qué líos con su familia —o sea, como todo Dios—. Pero ahora se ha descolgado con esta iniciativa y, nos guste o no, nos ha hecho tomar partido. Y a mí me revienta tomar partido porque soy muy veleta desde pequeñita. A mí, si viene uno y me dice que arre, me convence volando. Pero en cuanto llega otro y dice que so, ahí que me apunto también encantada.
Y es lo que me pasa con El Juli: que no acabo de tener claro lo que opino de él. Porque tú lees el titular de la noticia y lo primero que piensas es: “Hombre, qué majo El Juli, qué enrollao”. Pero luego llega un antitaurino y te dice que lo que quiere el Juli es enviciar a la juventud en eso de asesinar animales indefensos, y ya empiezas a mirarle de otra manera, como diciendo “que sí, Juli, que te he pillado, que mucho traje de luces y mucha coletita, pero en el fondo tú no eres más que un camello a la puerta de un colegio, vaya pájaro estás hecho”.
Y es un incordio andar así, con reticencias y dobleces. Porque yo seré veleta, pero voy de frente. Y así, de frente, lo digo: Juli, no creo que tú y yo tuviéramos muchas posibilidades de llegar a algo, pero las pocas que teníamos te las has cargado, bonito. A ver si aprendes que no hay que poner a la gente en un brete. La próxima vez te lo piensas antes. Eso sí, te deseo mucha suerte en la plaza. O, mejor dicho, os la deseo a ambos, a ti y al toro. Comprenderás que a estas alturas del curso no voy a cambiar por ti. Sigo siendo una veleta. Qué le vamos a hacer.
Aparecido el 21 de agosto en El País.
Marijaialyn
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- Escrito por María Eugenia Salaverri
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No sé qué pensar del cartel de fiestas. No tengo palabras. Y eso es raro en mí, porque normalmente las palabras me sobran, lo que me falta es pasta. Pero a veces pasan estas cosas, te pones a pensar en los grandes hitos del arte y no sé, como que te amilanas, y andas ahí dubitativa, en plan “no sabe, no contesta”, hecha una sosa.
Yo, cuando noto que no tengo una opinión firme sobre algo, suelo preguntarme qué opinará del tema doña Letizia. E inmediatamente pienso lo contrario. Para mí doña Letizia es casi un faro en la oscuridad. Y creo sinceramente que este cartel no le gustaría nada, porque doña Letizia va de “soy más fina que el coral y con qué estilazo luzco los modelitos que pagáis con vuestros impuestos” y la Marijaia del cartel es una ordinaria de cuidado, una camioneraza que da hasta miedo. Yo me encuentro con esta Marijaia en una noche oscura y echo a correr que no paro hasta Burgos. Cosa que no me pasaba con las de otros años, mira. Porque hasta ahora siempre había pensado que Marijaia era una gemela de la Duquesa de Alba, como ella misma se encargó de demostrar cuando se casó y salió a bailar con los bracitos en alto. “¡Mira, Marijaia!”, dije yo, mientras todo el mundo la ponía verde por hacer el indio así. Pero a mí me hizo gracia y desde luego, no me provocó ningún miedo. Debo admitirlo, a mí la Duquesa me provoca muchísimas cosas, pero miedo, lo que se dice miedo, no. Y en cambio esta Marijaia, con esas piernorras llenas de pelos que para sí quisiera el propio Muniain o cualquier otro chico de Bielsa, y esa cara tan extraña, que no se parece a nadie y menos a Marilyn, y esas bragas o calzoncillos o lo que sean, me da un yuyu que para qué. Pero ha creado polémica, ya ves, y eso tiene mérito, porque no hay nada peor en esta vida que pasar por ella sin que nadie se fije en ti, en tus patorras y en tus pelos. Y además, qué sería de la depilación láser si nadie reparara en las selvas capilares ajenas.
Fíjate lo que son las cosas, al final ha resultado que sí tenía una opinión, qué alivio. Y es que doña Letizia es mano de santo. Lo que vale esa mujer.
Aparecido el 20 de agosto en El País.