Siempre he pensado que con lo visto y oído por un taxista en sus años de profesión podría escribirse un best seller. Son nuestro primer contacto con una nueva ciudad, una nueva cultura y responden con ganas a todas nuestras preguntas, a pesar de haberlas contestado miles de veces, haciendo más confortable nuestra adaptación. Resultan familiares cuando aterrizamos en casa y nos van poniendo al día entre semáforos. Son a menudo nuestros confidentes, con quienes compartimos íntimos secretos, amparados por el anonimato que caracteriza estos encuentros fugaces. Y por su proverbial discreción. Expertos en mecánica llevada a la práctica, nadie mejor que ellos para asesorar a un cliente con dudas  que quiera adquirir un coche. Guías turísticos impagables, conocen al dedillo cada rincón de la ciudad y su particular historia, a la que añaden su peculiar puesta en escena, conocen cada bar, cada antro y el camino más corto a los altos y lo bajos fondos. No suelen hablar idiomas pero poseen una habilidad única para entender y hacerse entender. Curtidos en  todos los vicios, miserias, rarezas y demonios que pueblan la noche. En una época en la que no nos hemos dado aún cuenta de que tenemos dos oídos y una sola boca, son grandes escuchadores y buenos consejeros, al punto que podrían cobrar por la absolución velada que, sin querer, muchos encuentran.