Colaboraciones en prensa

Artículo de Fernando Aramburu aparecido hoy en el suplemento cultural Babelia y titulado 'Tobillo de España'.

"No recuerdo haber solicitado nacer español, pero reconozco que hay cosas peores. Las hay también mejores y el hecho fácilmente verificable de que haya escasa o ninguna voluntad de aprender de ellas es lo que duele. No considero a España un problema metafísico. Basta permanecer diez minutos en una de sus calles para comprobar que el país alberga más ruido que esencias.

Se dice que los españoles duermen poco. La hipótesis parece plausible, a menos que sean connaturales en ellos la impaciencia, el mal humor y las ojeras. Hoy por hoy el español arquetípico consiste en un espécimen humano que, encabronado hasta las orejas, aporrea en medio de un atasco, de forma compulsiva, el claxon de su coche.

El caso es no pertenecer a una élite. No incurrir en el lenguaje refinado, en las maneras sensuales y delicadas, en el cultivo de la elegancia irónica. Menos mal que andamos sobrados de antídotos: las palabrotas, el tuteo agresivo, tus muertos y otros fangos léxicos que eximen al usuario del trabajoso, del inútil empeño de desembalar la perspicacia. No hay más que encender el televisor para darse cuenta de la baja calidad humana que se fomenta y se estila en el país.

El español actual, me corrigen, es inconcebible sin su móvil pegado a la oreja, hablando con desatada indiscreción y abundancia de errores gramaticales en los vagones de los trenes, en los consultorios médicos o dondequiera que le suene el chisme. En el cine, me dicen, no tanto, ya que cada vez son más los que se quedan en casa disfrutando gratis, ante las pantallas de sus ordenadores, del trabajo, el talento y las inversiones económicas de otros.

La gente ¿qué culpa tiene? Los ciudadanos se adaptan, imitan y quieras que no se dejan moldear. Miran y escuchan los noticieros de televisión y, entre dos catástrofes, les meten publicidad. Todos los días reciben su ración de imágenes de homicidas de vecindario, de motoristas inertes, de felpudos ensangrentados y, para postre, del Real Madrid y el Barcelona, también en las cadenas públicas, desfavoreciendo sin tapujos a los demás equipos. Lo usual es que se conceda mayor relevancia informativa al tobillo de un deportista millonario o a las palabras defectuosas de un entrenador portugués que a cuestiones educativas, culturales, financieras...

Han mejorado muchas cosas desde que ha entrado en vigor la ley que prohíbe fumar en lugares públicos. Sin duda hemos ganado en salud. También, a pesar de los estragos que se nos anunciaban, ha crecido el empleo en hostelería (los datos de febrero hablan de 21.443 afiliados más). Lo que parece confirmar la impresión visual de que la gente no ha desertado los bares o restaurantes ahora sin humo. Y afianzar, de paso, la réplica a esos argumentos tan poco apetecibles cuyo principal ingrediente es el temor, y que inducen a no cambiar nada por si acaso, y además a desconfiar del buen juicio de los ciudadanos.

Yo confío en ese buen juicio y por eso nunca he creído que la prohibición de fumar fuera a alterar nuestros hábitos de ocio (otra cosa es la crisis y las apreturas que provoca). Pensando por ejemplo en el buen juicio gastronómico me pregunto quién prefiere pagar (bastante) por un pintxo exquisito, sofisticado, testimonio a escala de altísima cocina, para luego comérselo al lado de alguien que fuma, es decir, que destruye con el humazo la mitad del sabor y tres cuartos del aroma del plato. O quién prefiere pagar un precio consecuente por un vino de autor, para luego tener que bebérselo en una atmósfera que hace indistinguible su singularidad, su firma. Creo que nadie lo prefiere; o que cualquier aspira a la plenitud de los sabores y de los aromas, esto es, a la excelencia. Y por eso, que la prohibición de fumar no va a sacar a la gente de los bares sino a meterla (y más en cuanto amaine la crisis); que hay que ver en la limpieza del aire de los locales un aliado de nuestra gastronomía, el único contexto a la altura de su creatividad, digno de ella.

Y sin embargo hay quien sigue oponiéndose a esta ley, esgrimiendo contra ella la ironía, incluso el sarcasmo. Por lo general encuentro sus argumentos sólo decepcionantes: se suelen limitar a contraponer intereses particulares al interés general, o intereses a principios. Pero llega un momento en que de decepcionantes pasan a inaceptables, y es cuando buscan apropiarse de la noción de libertad, cuando pretenden que la regulación del consumo de tabaco equivale a un liberticidio. Esa argumentación pretendidamente "libertaria" carece, en mi opinión, no sólo de fundamento sino incluso de legitimidad; y ello por dos razones. La primera, porque tiende a invertir descarada y hasta cínicamente la relación entre agresor y agredido del tabaco, convirtiendo al que echa el humo en una víctima del que lo recibe; y negándose así a reconocer que la Ley no prohíbe fumar sino fumarle a otro y que por ello no es pérdida de libertad lo que propone sino ganancia. La segunda razón se apoya en el hecho innegable de que el tabaco es una adicción. ¿Qué sentido tiene entonces asociarlo con la libertad? ¿Por qué tendríamos que ser más libres en un mundo de dependencias? No creo que la libertad esté del lado de los adeptos sino de los independientes del humo.

Artículo aparecido ayer en El País.

Por desgracia, no escasean los intelectuales abúlicos. Sus mentes tienen la forma de un sillón de pereza mullida. Hace poco escuché a uno de ellos definir el rock como simpleza musical con la que los jóvenes sacuden sus cuerpos para espulgarse. Voy a responder mediante un ejemplo hispano. En la segunda mitad de los años setenta, dejando atrás el entusiasmo de la Transición democrática española, un joven llega a París. Aunque posee el título de licenciado en Filosofía, cumple los horarios de un obrero de la palabra. Santiago Auserón se levanta a las cuatro de la mañana y se encamina hacia la Universidad de Vincennes, donde aprende inconformismo gracias a los discursos provocadores de Gilles Deleuze. En el aula, un cartel fija el humor de la época: “Cuidado con los carteristas del concepto”. De vuelta en España, Auserón lidera el grupo Radio Futura y demuestra lo infundado del tópico que afirma la ineptitud de nuestro idioma en las canciones modernas. Las letras de los discos “La ley del desierto / La ley del mar” y “De un país en llamas” contienen agudezas y misterio. Con su hermano Luis las encaja bien en un rock al que agrega gotas del son cubano. Después Auserón inventa el sobrenombre de Juan Perro, trabaja con una orquesta de jazz, participa en talleres de sonido, publica seis álbumes compuestos en solitario. Todas sus obras transmiten talento. Incluyen suficiente energía para que caigan las pulgas de los cerebros apáticos.

Radio París es una sección que publica 'El Cultural' de El Mundo y que firma Francisco Javier Irazoki.

Lo bueno de los comunicados de ETA es que aquel que los escribe no puede al mismo tiempo amartillar el arma. Eso que salimos ganando. La literatura, incluso la aburrida literatura política, comporta ventajas colaterales en el vertedero de la historia. Bien es cierto que escribir, en sí mismo, tampoco garantiza un futuro con violines como música de fondo: la memoria del mundo está llena de escritores que han alentado, impulsado o justificado la violencia. La historia está llena de perros que dieron lustre a causas imposibles; la historia está llena de equivocaciones literarias, de catástrofes morales, de rimadores orgánicos, de bardos que corrigieron la sintaxis de ciertos asesinos, mientras lamentaban que su pluma machadiana no valiera tanto como la pistola del otro.

Pero además de los intelectuales (cuya ofuscación da pena, a lo largo de la historia) también los profesionales de la política, en especial los megalómanos, encuentran tiempo para poner sus hazañas por escrito. Hitler escribió poco, pero su solitario mamotreto fue un best-seller en la Alemania de los treinta. A Franco se le atribuye el guión de la película emblemática del régimen de Franco (¿quién podría haberlo hecho mejor?). Con las obras de Stalin sería posible, qué sé yo, forrar de libros el gaztetxe. Los dirigentes comunistas escribieron tanto que hay serias sospechas de que realmente no escribieron nada. Se dice que las obras completas de Ceaucescu superan en tamaño a las de Stalin. Falta en la teoría marxista una reflexión sobre la plusvalía aplicada al negro literario.

Pero nos hemos distraído: estábamos con el comunicado. El cambio en la vanguardia del MLNV (¿aún se dice MLNV?) reconforta: ETA escribe y no dispara. Siquiera sea por eso, deberíamos prestar atención a sus escritos. Es como a los niños o a los tontos: se les da la razón para que no den guerra. Por eso el Conflicto, el célebre Conflicto, ha parido a uno y otro lado infinidad de profesionales de la cosa: escritores, escribanos, escribidores, escritorzuelos. Un puré lingüístico cocinado por un ejército de escribas que nada saben de la intrínseca honradez de las palabras: catetos del lenguaje, palurdos del artículo y del comunicado.

La lengua siempre ha sido arma política. La izquierda revolucionaria de los años setenta, a la que ETA tanto debe, hizo de la manipulación del lenguaje una forma de lucha. Toda mutación del lenguaje comporta una mutación del pensamiento. Pero nuestros revolucionarios faltaron ese día al cursillo. En las imágenes difundidas esta semana, Arkaitz Goikoetxea explicaba al juez lo que iba a hacerle a un concejal socialista: "secuestrar y ejecutar".

Pero, vamos a ver, ¿secuestrar? Eso suena demasiado delictivo. El eufemismo correcto habría sido "detener". Primero "detener" y luego "ejecutar". Así se altera la realidad. Así se maquillan las conciencias.

Artículo de Pedro Ugarte aparecido hoy en El País.

Dice un crítico francés al hablar del estilo literario de Proust que éste no contiene nunca "frases de partida, sino de llegada", lo que creo que puede verse como un indicador de ambición estética, pero además como un signo de respeto para con lector. Y es que es de agradecer que se nos propongan frases meditadas, trabajadas, colocadas con absoluta pertinencia en su justo contexto. No me parece que sea falta de generosidad o exageración críticas considerar que buena parte de las frases que nos propone, en nuestro país, el intercambio político pertenecen a categorías de partida y no de llegada. Que se trata de enunciados que denotan menos meditación que boteprontismo, más sumisión a la lógica del oportunismo que a la de la oportunidad. Lo que hace que, a menudo, sus autores tengan que replantear lo dicho, aclararlo, modificarlo o incluso ponerle radical remedio.

Y lo que alimenta, además, infinidad de debates que son, como mínimo, improductivos y que pueden llegar a ser también tóxicos para la vida democrática. Como éste que consiste, ahora mismo, mientras la legalización de Sortu sigue aún pendiente de resolución judicial, en pronunciarse políticamente al respecto, o en intercambiar intervenciones y mensajes políticos sobre la materia que sólo pueden sembrar tensión o discordia o incluso sospecha en el ámbito de la separación de poderes y/o en el de la independencia de los tribunales. Improductividad pues -no le corresponde a lo político decidir en este caso- y además fuerte amenaza de contaminación para la democracia en la medida en que la confianza en el buen criterio y la libertad de la Justicia constituye uno de sus pilares fundamentales, por no decir la reserva más natural de sus principios.

Voy a insistir en la improductividad de ese debate y en que la considero además doble, porque mientras los políticos hablan de lo que no deben, dejan de hablar de lo que entiendo que sí deberían: de lo que pasará, de lo que harán, de las consideraciones y convicciones que defenderán el día, cercano o lejano, en que la izquierda abertzale sea legalizada. Creo que es importante abordar desde ahora mismo cuestiones como la de qué partidos consideran o están dispuestos a considerar que la legalización sería para Sortu un argumento de llegada, suficiente para que esa formación pudiera integrarse con total normalidad en la dinámica de las alianzas o los pactos políticos.

De qué partidos entienden, por el contrario, que la legalidad sería sólo una frase de partida, que para su llegada, para su incorporación a la actividad "corriente" del juego democrático, a la izquierda abertzale le quedaría mucho por hacer: todos los tramos, de pronunciamiento y evidencia, hasta la credibilidad y la legitimidad. Me inclino por esta segunda opción. En muchas democracias maduras hay partidos perfectamente legales que no representan para el resto de los agentes políticos una interlocución compartible. Al menos aún.

Artículo de Luisa Etxenike aparecido ayer en El País.