Colaboraciones en prensa

La delegación donostiarra se ha desplazado a Madrid en tren para presentar el proyecto final de la candidatura de San Sebastián a la capitalidad cultural europea en 2016. Se ha elegido el tren como un símbolo del compromiso de la ciudad con un modelo de vida sostenible. Mientras ese tren viajaba hacia esa posibilidad ilusionante, otros trenes también eran noticia, pero de un orden y un tono muy distintos. Me refiero a los trenes que transportaban inmigrantes norteafricanos desde Italia y que en ese mismo momento permanecían retenidos por las autoridades francesas en la frontera. Creo que es útil considerar mezcladamente ambas noticias. Permite representarse las tensiones en las que vive Europa, y a partir de ahí las responsabilidades o las ambiciones que de un modo u otro pueden reconocerse en su cultura. O tal vez hay que decir "deben" reconocerse, porque ¿hasta qué punto una cultura digna de ese nombre puede dejar de plantearse los mismos retos que plantea la vida?

El proyecto de la candidatura de San Sebastián -Olas de energía ciudadana. Cultura para la convivencia- va en esa línea de proponer para la cultura un campo de acción donde lo estético y lo ético tengan la oportunidad de relacionarse, de reconocerse, de, podríamos decir, mirarse a la cara. Se trata de una ambición de calado que exige apuestas culturales decididas -cultura es creación mucho más que contemplación- y algunos deslindes. No insistiré en esta ocasión en que me parece imprescindible separar, en lo fundamental, la visión amateurista de la artista, y la cultura, del entretenimiento; incluso abordar la cultura (lo que hace pensar) como lo contrario del entretenimiento (lo que interrumpe o bloquea el pensamiento). No voy a insistir hoy en que presentar, como sucede demasiado a menudo, la cultura como una actividad de tiempo libre reduce seriamente las posibilidades de considerarla y convertirla en la actividad que nos hace libres todo el tiempo. No voy a detenerme ahora en ese punto, porque quisiera centrarme en los trenes.

La historia europea reciente está ligada a los trenes con una intimidad y una significación al límite. Las imágenes más estremecedoras, más demoledoras, de nuestro siglo XX tienen como escenario una estación. Los europeos tenemos la memoria y el imaginario -infinidad de obras de arte han contribuido a cimentarlo- llenos de estaciones, de andenes abarrotados de personas maltratadas, empujadas por la barbarie hacia la deportación y el exterminio. Los europeos tenemos la responsabilidad ética llena de andenes. Pienso que cualquier proyecto de cultura debe tenerlo presente. Y ahora mismo, en esta coincidencia de noticias, cruzar los itinerarios de todos los trenes: el de la capitalidad y el de los inmigrantes; el que lleva alegría y el que carga sufrimiento; el que aspira a más riqueza y el que escapa de la pobreza. Creo que sólo hay cultura, que sólo habrá Europa, en una convicción de vidas-vías cruzadas.

Artículo aparecido en la edición para el País Vasco de El País.

Gracias a un puesto callejero he llegado a Jarosław Iwaszkiewicz, un escritor polaco poco conocido en lengua castellana. Nacido en 1894 y fallecido en 1980, Iwaszkiewicz fue narrador, poeta, dramaturgo y político. Escribió, entre otras obras, Las señoritas de Wilko y El bosque de los abedules, que la extinta colección Narradores de Hoy (de la también desaparecida Bruguera) publicó en un solo volumen a comienzos de los años ochenta.

Ambas novelas cortas, llevadas al cine por Andrej Wajda, se ambientan a comienzos de siglo en medio del paisaje rural polaco. Las dos, además, tienen como protagonistas a dos personajes típicos de la novela europea de aquellos tiempos: seres decadentes y posrománticos incapaces de gobernar con arrojo sus vidas y tiernamente ambiguos en cada una de sus acciones y sentimientos. Así, si Wiktor es un tipo que rondando los cuarenta regresa a su pueblo de origen para revivir su juventud rodeado de las amables, hospitalarias y atrayentes hermanas Wilko, en El bosque… encontramos a un hombre desahuciado que resuelve compartir con su lúgubre hermano viudo y su sobrina las últimas semanas de vida.

En JI hay sicología, ambigüedad extrema en los motivos y un paisajismo que ya por entonces estaba en trance de desaparición ante el deslumbramiento que tantos escritores sintieron por la ciudad. En una y otra novelas hay todavía coches de caballos, bosques interminables y barro en las botas. Hay también casas de campo, aires de decadencia y frustraciones que se disfrazan. Quedan en estas novelas, como quedó en el arte de Zweig, Mann, Marai y otros centroeuropeos cuya estética burguesa se estiró hasta bien entrado el siglo XX, una mirada y unas voces prácticamente desterradas de la literatura. Búsquenlo, hasta donde sé, en librerías de viejo y rastrillos solidarios.

Aparecido en la revista Luke del mes de abril.

Es famosa la "técnica del iceberg" que Hemingway aplicaba a su escritura. Se trataba de dejar asomar sólo una pequeña porción del relato, aquella capaz de condensar el sentido y de sugerir el resto, de clarearlo, de hacerlo avanzar, como sucede con esos colosales bloques de hielo, por debajo de la superficie de lo dicho, en ausencias.

Dos presuntos miembros de ETA disparan contra unos gendarmes franceses, hiriendo a uno de ellos, y Bildu califica el hecho de "incidente". Y esta calificación tiene, a mi juicio, la tracción expresiva de la punta de un iceberg que clarea por debajo un mundo democrático aún de hielo. Porque por poco hábito que se tenga de condenar la violencia terrorista (parece evidente que no son ni EA ni Alternatiba los inspiradores del concepto incidental), por poca soltura que se tenga en esa materia, llamar "incidente" a un tiroteo de carga mortal clarea un paisaje interior no precisamente de los más democráticos, de los más apegados a las reglas e instituciones del Estado de Derecho, y desde luego, nada compasivo.

Esa primera declaración de Bildu ha provocado, como es natural, la oposición del resto de las formaciones políticas y ha sido, por ello, seguida de nuevas declaraciones y recalificaciones del tiroteo por parte de la izquierda abertzale, hasta que su rechazo de lo sucedido ha alcanzado una especie de línea de flotación democrática o, si se prefiere, el nivel discursivo de lo democráticamente correcto. Pero estos malabarismos lingüísticos de la izquierda abertzale, este ir tanteando la fórmula de rechazo de la violencia más adaptada a las exigencias o circunstancias puntuales, este irle añadiendo a su oposición al terrorismo peso en gramos, como para no pasarse ni un pelo de lo necesario para cubrir el expediente del momento; estos malabarismos lingüísticos resultan, en mi opinión, otra expresiva punta de iceberg, que dice mucho de lo que aún queda por debajo, de lo que aún falta por dentro en términos de convicción democrática, de empatía social, de responsabilidad política con el pasado -con lo hecho hasta ahora- y con el futuro.

Con el futuro por ejemplo, y por ir más lejos, de todos esos jóvenes vascos (un 30%, de acuerdo con las encuestas realizadas) a los que durante decenios la izquierda abertzale ha convencido de la inevitabilidad, la pertinencia o la legitimidad de la violencia; y a los que ahora hay que "desconvencer", que recuperar para lo contrario, para una convivencia de tolerancia, empatía y alegría (no ha debido de haberla a toneladas en ese mundo de violencias, recelos y exclusiones; de locales oscuros, adoctrinados) democráticas. Se trata de una tarea colosal y primordial en Euskadi, y que va a exigir el esfuerzo y el apoyo de la sociedad en su conjunto. Y desde luego, de la izquierda abertzale -cuya responsabilidad en el asunto entiendo que es muy particular- mucho más que palabras incidental y oportunamente calculadas.

Artículo aparecido el 18 de abril en la edición vasca de El País.

Cuando San Agustín escribe La ciudad de Dios, en el siglo V, está preocupado porque hay quien dice que la caída de Roma en manos de los godos de Alarico se debe a la aceptación del cristianismo por parte del Imperio, que ha abandonado a los dioses. San Agustín quiere mostrar que el derrumbe de Roma se debe a su egoísmo y a su inmoralidad, afirma que ni los dioses ni la filosofía antigua han sido capaces de mantener el imperio y de traer la felicidad a sus habitantes. Uno duda si puede haber relación entre el mantenimiento de un imperio y la felicidad, pero la pregunta puede hacerse de igual forma hoy, en relación al sistema económico actual y la relaciones de poder en nuestro mundo. El añadido de la obra a la que nos referimos es que se trata de un texto de carácter teológico y místico según el cual la ciudad de Dios es la de los elegidos, y la ciudad del diablo la de los reprobados. En la interpretación de Gilson, la ciudad de Dios no puede identificarse con la ciudad en esta tierra, ni siquiera con la Iglesia, porque aun dentro de la Iglesia hay personas reprobadas y que no pertenecen a la ciudad de Dios. Las dos ciudades, la divina y la terrena, se hallan confundidas en esta tierra, donde la diferencia entre lo temporal y lo espiritual, lo político y lo ético, no se encuentra en campos distintos, aunque sí respecto a los designios de Dios, pues Agustín también habla de una sociedad de los santos, que no es algo exclusivamente inmanente.

Todos los esfuerzos por imaginar ciudades o mundos ideales y necesarios han de pasar por el trabajo diario en favor de la justicia y la paz, con planteamientos éticos, que son parte de los fundamentos de la felicidad y la transformación de la vida terrena. Más que hablar de dos ciudades, de dos tiempos, de dos semanas, semana de primavera para unas personas, semana santa para otras, podemos hablar de todo lo que implica hacer una revolución ético-espiritual en la tierra donde pueden ser cómplices personas que hablan ese lenguaje que no enfrenta dos maneras de pensar y que se encuentra acorde con una manera de vivir la justicia y los derechos humanos en el mundo.

Un relato actual de De Civitate Dei, aunque parezca que el lenguaje de ambos se encuentra en las antípodas, está a nuestro alcance en la novela de Pablo Lins, Cidade Deus, adaptada a la película del mismo nombre dirigida por Fernando Meirelles y Kátia Lund. Ciudad de Dios puede considerarse una parábola sobre nuestro mundo. La favela de Río de Janeiro llamada Ciudad de Dios está protegida por dos bandas de narcotraficantes que disponen de la vida y de los bienes de los demás. Cuando la policía interviene causa tantos daños colaterales que resulta difícil presentar su función como una OTAN, perdón, como una fuerza detentadora del monopolio de la violencia al servicio del bien. Quienes financian las operaciones, detrás, muy detrás de las bambalinas, ni siquiera se ven, porque las escenas son violentas cuando se filma la grosería y la capacidad de asesinar de los pobres, pero queda invisible a los focos y a las cámaras la gran ciudad en la que se refugian los medios de comunicación que ni siquiera se atreven a entrar en la favela, en el mundo de la pobreza extrema. Y cuando lo consiguen, aun con el protagonismo de un fotógrafo surgido de la misma favela, solo se publicarán las fotos de los delincuentes violentos, ya muertos o encarcelados, pero no será posible publicar las fotos -¿Wikileaks al fondo?- de los policías corruptos porque el protagonista sabe que los riesgos para su futuro son demasiado letales. Y el mensaje final no es de esperanza, porque los raterillos, las nuevas generaciones, se han limitado a esperar a que se destruyan entre sí las anteriores -los imperios basados en la violencia-, y tratan de reorganizar su nuevo dominio con los restos de armas, de odio, y de falta de valores que les quedan.

Los relatos proféticos denuncian la realidad, la simplifican, e incluso la exageran, porque quieren hacer una llamada a la conciencia, al cambio de vida, a la proyección de nuevas alternativas, a la llamada a unos tiempos, a unas tierras, santas religiosas, o santas laicas, que también las hay, cuyo denominador común sea una tierra nueva, otro mundo posible, donde las estructuras económicas, la organización de los pueblos, y la conciencia ética, no se encuentren enfrentados en compartimentos estancos, sino perfectamente engranados.

Artículo aparecido el 12 de abril en Deia.

Francia ha homenajeado estos días a Aimé Césaire, el admirable escritor martiniqués al que le debo reflexiones estéticas y posiciones morales que no dejan de servirme de guía. Como cuando dice en Retorno a mi país natal: "Sobre todo, cuidado con asumir, incluso de pensamiento, la actitud estéril del espectador, ya que la vida no es un espectáculo, un mar de penas no es un proscenio, un ser humano que gime no es un oso danzante". Creo que estas palabras encierran un mensaje y una alerta que valen para cualquiera o que nos conciernen a todos, pero que se dirigen de manera muy especial a los artistas y creadores y difusores de imágenes y de representaciones de la realidad y la experiencia humanas.

Aimé Cesaire nos pone en la vía de una interrogación moral esencial: ¿cómo hay que representar el sufrimiento de otro? ¿Cómo hay que decirlo y mostrarlo para que del otro lado de la mirada no haya un espectador desactivado, sino un interlocutor crítico, es decir, conmocionado y conmovido? ¿Cómo hay que representar el dolor humano para que no se vuelva, ni un milímetro ni un segundo, un objeto, un producto, una obra para ser mirada o admirada, para que ese sufrimiento no sea en ningún caso ni espectacular ni estético? Y llevo mi interrogación a imágenes como la que acaba de ganar el premio internacional de la prensa: la de la joven afgana a la que su marido ha dejado sin orejas ni nariz. ¿No contiene esa fotografía, como de posado, una representación estilizada, estetizada del drama de esa joven? ¿No nos vuelve así meros espectadores de su dolor? Comprendo la importancia de denunciar ese tipo de agresiones, pero no acabo de conformarme con esa forma reposada, armónica, de hacerlo.

Y no me conformo, desde luego, con el tratamiento que está recibiendo estos días el caso del joven que (presuntamente) ha asesinado a su novia embarazada y luego ha trasmitido las imágenes de la muerta, a su familia, vía internet. El que se esté hablando de él y no de ella, el que la noticia la constituya más el acto de usar la webcam que el de matar brutalmente ilustra el mundo en que vivimos. Un mundo donde ya se confunden las sensaciones con los sensacionalismos; donde el entretenimiento se defiende como si fuera un valor, o donde la distracción se coloca a la altura de la comprensión.

Me indigna la muerte de esa joven y me escalofría. Y naturalmente el gesto -me refiero al estrangulamiento- de su asesino. Pero también me indigna y me horroriza el tratamiento que se le está dando al asunto de la webcam; el protagonismo mediático que está adquiriendo no el acto primero, el de asesinar, sino el segundo, el de retransmitir por Internet la infamia. Un protagonismo que invita a la sociedad a entretenerse con el espectáculo (y con su autor de paso), con la novedad, con la "gracia" macabra del caso, que la incita a fijar los ojos en ese número de osos danzantes mientras el crimen se deja sin mirar. Se queda sin mirar de cerca.

Artículo aparecido el 11 de abril de 2011 en la edición vasca de El País.