Colaboraciones en prensa

En una maravillosa escena de Atrapa la vida de Nadine Gordimer, una mujer habla de su hijo que acaba de recibir contra el cáncer que padece un tratamiento que durante un tiempo va a volverle radioactivo, es decir, peligroso para las personas que se acerquen a él. Ella aborda esa situación más que delicada y piensa que "sólo los japoneses, quizá, serían capaces de comprenderla". He comenzado diciendo que me parecía una escena maravillosa, y es esencialmente porque conecta a ese personaje que sufre intensa, íntimamente, con los demás, con el resto mundo. Un mundo visto como una fuente de apoyo pero también de responsabilidad. Esa mujer piensa, cree, que en la otra punta de la tierra existe quien puede comprender su sufrimiento y de ese modo aliviarlo; o lo que es lo mismo, que un ser humano nunca está del todo solo en su dolor. Lo que nos obliga, incluso en las peores circunstancias, las que más invitan al ensimismamiento, a pensar en los demás, a responsabilizarse por la suerte de otro.

No están de moda las representaciones de confianza en lo humano, o si prefiere, las convicciones declaradas de humanismo. Al parecer resulta más rentable (habría que analizar con lupa, nanoprecisamente, para quién) retratar a la humanidad en ruinas: exhibir y jalear indiferencias, necedades, envidias o mezquindades varias (basta con ver, si se aguanta, algunas programaciones televisivas privadas y públicas). Y sin embargo, si algo ha demostrado el ser humano a lo largo de su tormentosa historia es su capacidad de réplica. Su voluntad y su talento para poner un no frente a un sí intolerable; o al contrario, para afirmar allí donde toda invitaba a la negación.

Lo que está sucediendo en este momento en Japón tiene la envergadura para convertirse en una referencia de la Historia, en uno de esos hitos que son cambios de rumbo. El debate energético y el climático, por ejemplo, van a necesitar replantearse con una nueva, novísima, exigencia y transparencia en los términos. Pero creo que su impacto fundamental se marcará en la experiencia de lo humano. Las imágenes de las explosiones y de las olas negras van a pasar (ya se ha encargado el sensacionalismo mediático de hacer que en lo visual todo se gaste o banalice pronto), lo que quedará es la magnitud de la tragedia y de la enseñanza que encierra; la lección de humanidad, quiero decir, que están dando los japoneses. Les veo respetando las reglas, respetándose en medio de semejante espanto, y me digo que llevan merecidamente su nombre de "sol naciente". Que no están en un ocaso, a pesar de los indicadores, sino en un alba. Porque cuando a lo humano se le mueve el terreno pero no la sustancia, siempre sale adelante. Nadine Gordimer nos dice que cualquier habitante del mundo es en todo momento un japonés. Lo creo y lo deseo. Espero que su lección solar se eleve sobre la infinidad de ruinas de lo humano que nuestras sociedades representan complacidas o resignadas.

Artículo de Luisa Etxenike aparecido ayer en la edición vasca de El País.

Big surOtra opción es salirse de la urbe y migrar al campo. El tópico es clásico, pero la factura puede ser contemporánea, como dejó constancia Henry Miller en Big Sur y las naranjas del Bosco. El hombre que no se adapta hace las maletas y alquila una cabaña. Cuelga su ropa barata, coloca sus pocos libros y vive con lo indispensable. Ajeno a los sueños de la urbe loca, descubre la música del firmamento en la noche (o la luz de la aurora ante un nuevo mar).

De cosas así habla Miller en ese libro. Místico, austero y optimista, recuerda París, diserta sobre el destino, dios o el carácter o traza una semblanza inolvidable de Conrad Moricand, un astrólogo suizo tan bohemio y decadente como los inadaptados de Baroja, por ejemplo.

Dan ganas de vivir tras leer este libro. Dan ganas de comprarse una cabaña y vivir con poco, como en el famoso poema. Puede leerse como un libro de anticipación y pensar, por ejemplo, cómo seremos dentro de treinta años. De la opulencia capitalista a la contracultura subsidiaria y de ésta a la cabaña. La civilización traza círculos que se averiguan en el pasado.

Pedro Tellería para Espacio Luke.

Escribió Kafka que un buen relato tenía que ser como un hacha contra el mar de hielo que hay en nuestro corazón. Si llevamos esta cita al corazón de la sociedad y al estado de la condición femenina, vemos que el hielo persiste y que no hay relato que haya conseguido partirlo aún. Convivimos con él la mayor parte del tiempo como si fuera una materia perfectamente transparente, esto es, invisible. Sólo en ocasiones, por ejemplo cada ocho de marzo, el hielo se tinta de datos, estadísticas, sombrías constataciones varias, y revela su auténtica naturaleza. Este año no ha sido una excepción. Hemos vuelto a poner al día los mismos contadores y a recordar que las mujeres por un trabajo igual cobran, entre nosotros, de media un 28% menos que los hombres; que las tareas domésticas y de cuidado siguen siendo esencialmente cosa suya; o que la violencia de género no sólo no retrocede sino que se enquista y hasta va a más.

Apagados los focos del ocho de marzo, los dichos y los hechos van a volver a su rutina; y el hielo, el cascote polar de las discriminaciones de género a su ser. Y entiendo que, por ello, también forma parte del hielo la afirmación, mecánica y retórica ya a estas alturas, de que "hemos avanzado mucho" en el terreno de la igualdad de las mujeres. Esa afirmación es un contrarrelato en el sentido más kafkiano del término; es todo lo contrario de un hacha capaz de girar el rumbo social, de conmoverlo. Porque, ¿desde cuándo o desde dónde hay que empezar a contar para apreciar que efectivamente hemos avanzado? Si es desde la Edad Media, sin duda (aunque haya mujeres en el mundo reducidas aún a esa época). Si es desde los años en que todavía no votábamos, desde luego (aunque hay infinidad de mujeres en el mundo sin posibilidad de voz y voto). Si es desde antes de la invención de la píldora o el acceso a la universidad o la incorporación masiva, significativa al mercado laboral, ciertamente (aunque a un número escalofriante de mujeres de este mundo global se les niegue aún el derecho a educarse, a trabajar en consecuencia o a decidir sobre su cuerpo). Y podríamos seguir marcando hitos que, de todas maneras, quedan ya bastante atrás.

Hace tiempo que ya no se puede hablar, en nuestras sociedades, de avances significativos. Basta con comparar los datos del último ocho de marzo con los publicados el año pasado o el anterior, o con los de hace cinco años o diez o quince. Hace tiempo que contra el hielo de las discriminaciones de género no chocan instrumentos o convicciones con verdadero filo, auténticas hachas kafkianas. Hace tiempo que esa dura cubierta sólo recibe, como si se tratara de una puerta cualquiera, golpecitos, tamborileos. Y a veces ni siquiera eso. Lo que explica que no haya avances rotundos, definitivos; que, incluso, se pierda terreno y además a ojos vista. Y estoy pensando en el creciente desparpajo con el que sexismo se exhibe en los multimedios de mayor (ellos sí) impacto.

Artículo publicado por Luisa Etxenike en la edición para el País Vasco de El País.

Me siento menos que una colilla, no, menos que la lluvia de ceniza que salpicaba el traje de don Antonio Machado cuando componía versos mientras sacudía el cigarro sobre su hombro, mucho menos que un cenicero sucio y muchísimo menos que el cigarrillo olvidado con restos de carmín, sugerente y voluptuoso.

Y es que, a cuenta de la Ley Antitabaco, el Ministerio de Sanidad y la Consejería de Sanidad del Gobierno vasco se están haciendo un lío en su afán de prohibir fumar en las sociedades gastronómicas. Y ¿saben qué pasa?, pues que soy mujer y jamás vi en nuestras autoridades un talante así de empeñadito para prohibir la exclusión de las mujeres en esas mismas sociedades, y, la verdad, esta constatación me ha resultado muy inquietante. Y es que aún recuerdo a Pilar Miró, que al recibir el Tambor de Oro, máximo galardón donostiarra, no pudo celebrar el evento, como era tradición, en la Sociedad Gaztelubide, porque tenía prohibida la entrada.

Pero a lo que iba, el hecho es que, a día de hoy, ejercer el mando hasta el absurdo en el tema del tabaco se ha convertido en el asunto estrella del Gobierno, muy por encima de los grandes males que padecemos. Y así, como si no tuviéramos bastante con el deprimente espectáculo que nos ofrece, un día sí y otro también, la clase política, como si las noticias de robos y tropelías de nuestros dirigentes no fueran suficientes para quitar las ganas de votar al más entusiasta de los votantes, como si el aumento del índice del paro no fuera de tal enjundia que llevase a convocar un gabinete de crisis que no se levantase de la silla hasta dar con la solución, va y ahora nos enteramos de que la respuesta del Gobierno a la escalada del precio del petróleo, tras la situación que atraviesa Libia, va a ser rebajar el límite de velocidad en las autopistas, como ven una medida de gran calado que incide en el corazón del problema.

Pues miren, yo, y que me perdonen porque puedo resultar faltona, no sé si esos señores y señoras que nos gobiernan son tontos de remate o están afectados por algún síndrome extraño que gusta de hacer sus nidos en la clase política. Sin entrar en la bondad o no de la Ley Antitabaco, el tema chirría bastante teniendo en cuenta que el producto, que prohíben consumir en establecimientos públicos de titularidad privada, es un producto legal del que el propio Gobierno obtiene pingües beneficios. Por otro lado, en mi humilde opinión, el 'parche Sor Virginia' recetado para el ahorro de gasolina se presta al chiste fácil, mofa, befa y cuchufleta. Está claro que vamos a ahorrar en la comida del canario y que la medida no ahonda en absoluto en la realización de un proyecto que efectivamente resuelva el problema energético a largo plazo. En fin, que, entre unas cosas y otras, nos tienen contentos, al menos a mí.

Artículo de Mila Beldarrain aparecido hoy en la sección de Opinión de El Correo.

"Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo"; así comienza Cien años de soledad de García Márquez. Y el que en ese trance (del que finalmente se libra) Buendía se acuerde de aquella escena de cuando era niño habla de las imágenes que en la vida son fundacionales, que presenciamos una vez y luego nos acompañan siempre. Y muchas de esas imágenes o impresiones están conectadas con la infancia. Lo pensé el otro día, al pasar por delante de la exposición Human Bodies que ha recorrido distintos lugares del mundo y que en este momento se presenta en Irún. En ella se exhiben varios cuerpos y órganos humanos reales, tratados con una técnica de plastificación. Pasé por ahí y me acordé de Cien años de soledad, imaginando el efecto que una visita a esa exposición tendría en un niño de hoy, un niño que supiera o entendiera que lo que allí se expone como una obra o como una figura de plástico de tamaño natural es, en realidad, una persona. Iba a poner "fue" pero, ¿se puede poner "fue una persona"?

Imaginé distintos efectos, desde un temor cercano (el temor siempre lo es) hasta una distanciadora indiferencia, la misma que producen las creaciones animadas de los dibujos o los videojuegos, pasando por la incredulidad o la confusión entre la vida y la muerte. Ninguno de esos efectos me pareció apetecible, la verdad. En ninguno de ellos pude ver o recoger la noción de un "hielo" extraordinario, feliz, liberador como el de la novela de García Márquez; sólo se me representó la sensación de lo helador.

Los organizadores de la exposición insisten en subrayar su carácter exclusivamente didáctico, en verla como un excelente instrumento para conocer a fondo el cuerpo humano. No sé si realmente, con los medios pedagógicos y tecnológicos hoy a nuestro alcance, necesitamos unas momias plastificadas para hacernos una idea cabal de dónde residen, por ejemplo, el cerebro y el corazón humanos. Pienso más bien que ese estatismo en la postura y esa plastificación pueden reforzar o completar la "pedagogía" que ya difunden muchos productos multimedia destinados a los jóvenes, y que consiste en representar personas como cosas, como muñecos, como pretextos para un juego o trama, mayormente de batalla.

En cualquier caso, y por reconocerle una dimensión didáctica a Human Bodies, creo que nos enseña que nuestra reactividad social anda también algo o bastante plastificada. Porque en otros países donde se ha presentado la exposición ha venido acompañada, como mínimo, de un debate; se ha hablado y discutido de su cómo, su porqué y su para qué. Entre nosotros este debate social no se ha producido, y me parece deseable que se produzca: que esas imágenes plastificadas de lo humano se sometan a la materia viva, pensante, de un contraste.

Artículo de Luisa Etxenike aparecido ayer en la edición vasca de El País.