Han mejorado muchas cosas desde que ha entrado en vigor la ley que prohíbe fumar en lugares públicos. Sin duda hemos ganado en salud. También, a pesar de los estragos que se nos anunciaban, ha crecido el empleo en hostelería (los datos de febrero hablan de 21.443 afiliados más). Lo que parece confirmar la impresión visual de que la gente no ha desertado los bares o restaurantes ahora sin humo. Y afianzar, de paso, la réplica a esos argumentos tan poco apetecibles cuyo principal ingrediente es el temor, y que inducen a no cambiar nada por si acaso, y además a desconfiar del buen juicio de los ciudadanos.
Yo confío en ese buen juicio y por eso nunca he creído que la prohibición de fumar fuera a alterar nuestros hábitos de ocio (otra cosa es la crisis y las apreturas que provoca). Pensando por ejemplo en el buen juicio gastronómico me pregunto quién prefiere pagar (bastante) por un pintxo exquisito, sofisticado, testimonio a escala de altísima cocina, para luego comérselo al lado de alguien que fuma, es decir, que destruye con el humazo la mitad del sabor y tres cuartos del aroma del plato. O quién prefiere pagar un precio consecuente por un vino de autor, para luego tener que bebérselo en una atmósfera que hace indistinguible su singularidad, su firma. Creo que nadie lo prefiere; o que cualquier aspira a la plenitud de los sabores y de los aromas, esto es, a la excelencia. Y por eso, que la prohibición de fumar no va a sacar a la gente de los bares sino a meterla (y más en cuanto amaine la crisis); que hay que ver en la limpieza del aire de los locales un aliado de nuestra gastronomía, el único contexto a la altura de su creatividad, digno de ella.
Y sin embargo hay quien sigue oponiéndose a esta ley, esgrimiendo contra ella la ironía, incluso el sarcasmo. Por lo general encuentro sus argumentos sólo decepcionantes: se suelen limitar a contraponer intereses particulares al interés general, o intereses a principios. Pero llega un momento en que de decepcionantes pasan a inaceptables, y es cuando buscan apropiarse de la noción de libertad, cuando pretenden que la regulación del consumo de tabaco equivale a un liberticidio. Esa argumentación pretendidamente "libertaria" carece, en mi opinión, no sólo de fundamento sino incluso de legitimidad; y ello por dos razones. La primera, porque tiende a invertir descarada y hasta cínicamente la relación entre agresor y agredido del tabaco, convirtiendo al que echa el humo en una víctima del que lo recibe; y negándose así a reconocer que la Ley no prohíbe fumar sino fumarle a otro y que por ello no es pérdida de libertad lo que propone sino ganancia. La segunda razón se apoya en el hecho innegable de que el tabaco es una adicción. ¿Qué sentido tiene entonces asociarlo con la libertad? ¿Por qué tendríamos que ser más libres en un mundo de dependencias? No creo que la libertad esté del lado de los adeptos sino de los independientes del humo.
Artículo aparecido ayer en El País.