Colaboraciones en prensa

Me fatigan las personas de misa ideológica diaria, y no defiendo ninguna pureza en el uso de los idiomas. El problema surge cuando la inexactitud frecuente de las expresiones limita y a veces impide el entendimiento. Hace pocas semanas estuve en España y dediqué unas horas a ver los programas televisivos. Al cabo de tres días tuve la impresión de que los buenos modales y la corrección lingüística eran el camino más corto para ser un extravagante. Según deduje, la última moda consiste en exhibir ramplonería en las pasarelas de la fama. Por descontado que dejo al margen las minucias. Olvidemos la queja de los exquisitos al comprobar que el leísmo es un monarca absolutista contra el que lucha un pequeño grupo de escritores. En la mayoría de las emisiones escuché la expresión “a día de hoy”. Como un juguete musical desafinado que los hablantes se pasaban en los relevos. Tampoco faltaron abundantes dosis de “poner en valor” (mal copiado del francés “mettre en valeur”, que tarda tres vocablos en conseguir la eficacia de nuestro “resaltar”). A continuación, en los mítines electorales, caía la granizada de palabras prescindibles de los políticos que no distinguen entre el género gramatical y el sexo. Todo bien fundido en una salsa hecha con anacolutos y otros hierbajos que dificultan el diálogo claro. Empiezo a intuirlo: cualquier español que cuide su idioma y, por motivos favorables, viva en el extranjero terminará siendo un exiliado.

Artículo aparecido en El Cultural.

En el frontis de muchos ayuntamientos de Francia figura el lema Liberté-Egalité-Fraternité. No sé si la gente que pasa por delante o que entra en esos edificios se fija en la inscripción, ignoro también el grado de adhesión o de confianza activa que ésta les inspira. Pero estoy convencida de que si mañana alguien decidiera quitar esas palabras de ahí, se encontraría con una oposición firme, insuperable. Porque ese lema y su visibilidad al frente de la casa común constituyen un símbolo que, incluso interpretado a mínimos, tiene un extraordinario valor. El valor de un principio fundamental, fundacional que le pone al trajín de la vida social, que tantas veces es un equilibrismo de altura, una red de protección por debajo; una red que garantiza que ciertas fronteras de desamparo no se van nunca a traspasar, que nadie va a caer nunca al vacío y estrellarse.

No voy a detenerme hoy en que, a lo largo de estos años terribles, hemos visto en las fachadas o cercanías de algunos de nuestros ayuntamientos mensajes que constituían una contradicción y un desafío brutales a cualquier noción de libertad, igualdad y desde luego fraternidad cívicas. No voy a detenerme en esa oscuridad para centrarme en la claridad con la que desde la fachada, por ejemplo, del ayuntamiento de San Sebastián se ha dicho "ETA NO", en un cartel que si no es el original francés, puede verse como un resumen de esencia y emergencia del mismo. Decir no al terrorismo desde la casa común es afirmarse colectivamente a favor de la fraternidad, la libertad y la igualdad de todos; o lo que es lo mismo, condenar cualquier agresión que contra ellas se dirija.

Ha sido noticia estos días que, en una de sus primeras intervenciones oficiales, el nuevo alcalde de San Sebastián había acudido en moto a unas jornadas sobre transporte urbano. No creo que lo más reseñable sea esa moto (supongo que la prensa ha querido subrayar la ironía que supone la representación motorizada de la sostenibilidad); lo más noticiable me parece el hecho de que Juan Karlos Izagirre ha podido desplazarse hasta allí sin escoltas, como lamentablemente no pueden hacer aún muchos de los cargos electos de Euskadi. Mientras ETA no desaparezca no habrá aquí igualdad entre los representantes políticos de los ciudadanos, esto es, entre los ciudadanos mismos. Que remediar esa desigualdad debe ser el primer objetivo de nuestra convivencia y la primera responsabilidad de los dirigentes políticos de nuestra democracia me parece evidente.

Por eso espero que el cartel de "ETA NO" no desaparezca de la fachada del ayuntamiento de San Sebastián —ciudad en la que la banda terrorista ha asesinado a cien personas— hasta que la propia ETA haya desaparecido. Y si, como se ha anunciado, el nuevo gobierno donostiarra decide finalmente retirarlo de allí, que su gesto encuentre una oposición ciudadana firme e infatigable; una apretada red social de protección contra ese vacío de principio.

Artículo aparecido en la edición para Euskadi de El País.

Llegas a la puerta del ascensor, encuentras a dos tipos que aguardan la arribada del artefacto, y como no hay razón para que sigan dándote la espalda, te dices a ti mismo que el hombre es ser social, que ha ideado a lo largo de la historia innumerables formas de cooperación y que intenta, mal que bien, extirpar la violencia mediante vínculos de confianza recíproca. Con lo cual, y más allá de lo que puedan decir o no decir, y escribir o no escribir, antropólogos, psicólogos, sociólogos y juristas, y aunque los miembros de tu especie que esperan el ascensor siguen dándote la espalda, aclaras la garganta y, con tono animoso y solidario, profieres lo siguiente: ¡hola!

De pronto todo enmudece, las leyes físicas y químicas que gobiernan el planeta se suspenden un momento y acaso, como en el célebre cuento de Borges, el tiempo se detiene y Jaromir Hladík, el condenado a muerte, comprueba cómo el vuelo de una mosca se detiene en el aire. Porque, en efecto, nadie ha respondido a tu saludo. Estás en Euskal Herria: dices hola a un desconocido y a este no se le ocurre otra cosa que reproducir la bíblica estampa de la mujer de Lot, a modo de estatua de sal. Sientes un horrible sentimiento de vergüenza, y te dices: Dios mío, ¿y ahora qué? ¿Cuál debe ser la siguiente acción que emprenda? ¿Cuál la siguiente palabra que pronuncie en el ascensor ante estos, mis congéneres, que me han dejado con la palabra en la boca? Parece que aquí no se saluda si no te han presentado, y como tampoco se presenta aquí a cualquiera, la urbe vasca es una colección de rostros inhóspitos y hostiles, que pasan poseídos por un inenarrable complejo de vergüenza, complejo que les impide, ora saludar en la escalera, ora entrar en trato carnal.

De nada han servido dos siglos de intenso mestizaje, toneladas cúbicas de sangre española trasladada a nuestras venas, mediante la motobomba de la historia. El pueblo castellano tiene fama de estricto, poco dado a las efusiones mediterráneas, de modo que la trasfusión sólo ha servido para apuntalar nuestra rudeza, esa que se descubre también en cualquier cafetería cuando entras diciendo ¡hola!, y el tipo de la barra se te queda mirando como si meditara asesinarte o sólo partirte la cara. Sí, de hoscos que somos, basta que una chica latinoamericana te diga "Hooola, mi amooor", para que pienses, entre ofendido y esperanzado: "Me está buscando, me está buscando y... maldita sea, me va a encontrar". Absurda elucubración porque ella, sencillamente, sólo quería agradar, pulsión que nosotros desconocemos.

Este artículo es antropología propia del National Geographic: te acercas al ascensor, y hay dos vascos, y dices ¡hola!, y nadie dice nada, por si acaso. Suerte que casi no nos reproducimos. Heredará esta tierra otra gente. Y aunque no hay razones para conjeturar que sean mejores que nosotros, sí podemos asegurar otra cosa: serán mucho más amables.

Artículo aparecido en El País el 11 de junio.

Dante puso a las puertas de su Infierno un cartel que invitaba a perder la esperanza. Y precisamente un infierno describió el jueves en San Sebastián, durante una conferencia, Godelieve Mukasarasi, responsable de SEVOTA, una organización que se ocupa en Ruanda de las mujeres que, durante el genocidio que asoló ese país, fueron víctimas de violaciones y agresiones sexuales. No reproduciré aquí los pormenores del tormento que esas mujeres padecieron -sus testimonios recogidos en un video merecen difundirse a través de los medios de comunicación e incluirse en nuestros programas educativos-, sólo las marcas que las agresiones dejaron en ellas: mutilaciones, enfermedades (la mayoría fueron infectadas con el VIH), traumas psíquicos, estigmas sociales, y la abrumadora realidad que suponen los hijos nacidos de aquellas violaciones y que hoy, además, nadie quiere "socializar", que son rechazados en sus comunidades como "portadores de desgracia" o "hijos del odio".

Dante invitaba a perder cualquier forma de esperanza porque lo propio de aquel infierno era durar eternamente. El mismo día en que Godelieve Mukasarasi presentaba su ponencia, se publicaba que el fiscal de la Corte Penal Internacional de La Haya acusa a Gadafi de ordenar violaciones en masa de mujeres y de haber distribuido entre sus tropas medicinas similares al Viagra para fomentar esas agresiones sexuales. Ambos sucesos son en sí mismos y por separado espeluznantes. Pero juntos, unidos en esa coincidencia, resultan todavía más brutales, porque expresan la "eternidad" que afecta a la violencia contra las mujeres, una violencia que no sólo se produce sin cesar, sino que lo hace con una infernal identidad en los términos.

A pesar de que el voluntarismo de muchos discursos dibuja la lucha contra los crímenes de género como una línea recta, como una progresión que va dejando atrás lo peor, la realidad es que la figura que estos crímenes componen se parece más a la de un círculo donde los avances y los retrocesos giran juntos, o lo que es lo mismo, donde los retrocesos se sitúan también por delante. En el terreno del sexismo, de la violencia contra las mujeres no vamos aquí a mejor. No indican que vayamos a mejor ni las estadísticas anuales de asesinatos, ni las que señalan que un tercio de las víctimas y de los verdugos de género son jóvenes. Ni el que nuestra sociedad siga manteniendo en este asunto una postura desapegada, indiferente, cuando no tolerante: a pesar de las decenas de muertas cada año, sólo un 3% de los españoles considera que la violencia de género es un problema social grave. Esta cifra estremece por sí sola, pero unida a otras, al 1,9% que considera que la violencia machista es aceptable en algunas circunstancias, al 5,9% que ve aceptables las agresiones si tienen lugar en una separación en que el hombre es abandonado por la mujer, unida a otras esa cifra dice más: dibuja con más precisión el círculo y el infierno.

Artículo aparecido en El País.

De tiempos como los actuales marcados mayormente por las incertidumbres y la dificultad se acostumbra a decir que "son malos para la lírica", una expresión que me resulta desconcertante, porque si de algo tenemos innumerables pruebas es de que la creación poética se crece con la adversidad. Y sobre todo de que es en los momentos de crisis cuando más apetece la belleza del lenguaje poético. La belleza y la lealtad. E insisto en este último concepto, porque la buena poesía está hecha de palabras aún repletas del sentido para cuya expresión fiable se inventaron. Palabras que piensan lo que dicen y dicen lo que piensan. Buenos tiempos pues para la lírica en esta época en que cualquiera sabe lo que están diciendo o callando, bajo su superficie retórica, la mayoría de los discursos públicos.

Recojo estos versos de Hijos de la época de la poeta polaca -premio Nobel en 1996- Wyslawa Szymborska : "Adquirir significado político ni siquiera requiere ser humano. Basta ser petróleo, pienso compuesto o materia reciclada. O la mesa de debates de diseño largamente discutido: ¿redonda?, ¿cuadrada?, ¿qué mesa es mejor para deliberar de la vida y de la muerte?". Y los elijo porque recuerdan, o mejor, porque se oponen al olvido de que las decisiones políticas afectan a la vida de los ciudadanos de un modo muchas veces radical. Que los gestos e incluso los objetos del poder tienen la capacidad de cambiar en un momento el rumbo de la vida de la gente. Que la política es, en definitiva, un asunto cuyas repercusiones son de tal magnitud que necesita ser constantemente revisada, interrogada.

Y podría detenerme en la precipitación de las autoridades alemanas a la hora de condenar al pepino español, para ilustrar cómo una decisión que se toma alrededor o detrás de una mesa política puede suponer para la gente (en este caso nuestros productores agrícolas) un tsunami devastador. Pero quisiera centrarme en otras mesas cuyas repercusiones nos tocan aún más de cerca, afectan al corazón mismo de la vida política y social en Euskadi. Y me refiero a las mesas en torno a las que los partidos vascos están debatiendo ahora mismo la presencia de Bildu al frente de las instituciones guipuzcoanas, o lo que es lo mismo, la asunción por parte de Bildu de competencias en materias como Educación o Juventud o Cultura, que resultan fundamentales para cimentar nuestra convivencia democrática presente y futura.

No creo exagerado decir que se trata de un "deliberar de la vida y de la muerte", en el sentido más descarnadamente literal, considerando lo sucedido aquí durante más de treinta años. Y entonces ¿se puede eludir en esas mesas un debate de previos? o ¿se puede abordar allí otro asunto que no sea el de exigir a Bildu que se posicione inequívocamente contra el terrorismo; y que fije su postura también con respecto al pasado, a lo hecho y no hecho en el pasado? ¿Puede hablarse de otra cosa en esas mesas hasta que Bildu hable de eso?

Artículo aparecido en la edición vasca de El País.