Colaboraciones en prensa
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- Escrito por Luisa Etxenike
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Hace unas pocas semanas nos llegó la noticia de que dos niños habían dañado, de manera accidental, una de las obras de la colección Daskalopoulos que actualmente se expone en el Guggenheim-Bilbao. Se trata, en concreto, de la titulada Me invadió un momento de pánico al pensar que podía tener razón, del artista libanés Walid Raad, compuesta por una serie de elementos luminosos colocados en el suelo y que esos niños, que habían ido al museo en una visita escolar, pisaron sin darse cuenta.
Creo que la noticia tiene sustancia para varios debates o interrogaciones fundamentales. Sobre las condiciones mismas del arte contemporáneo, por ejemplo. Porque no es la primera vez que en un museo o galería sucede algo parecido, que a alguien se le confunden las fronteras del arte, que no distingue dónde empieza la obra y acaba el mobiliario, o viceversa. También sobre el comportamiento de los niños en los espacios públicos; sobre lo que hoy hacen, pueden llegar a hacer porque desconocen los límites o sobre lo que les consienten esos adultos que les acompañan, tan presentes y, sin embargo, tan desaparecidos. No hablo por lo sucedido en el Guggenheim, cuyas circunstancias desconozco, pero de una manera general se ha vuelto muy difícil distinguir, en las relaciones de los más jóvenes con el "mobiliario" de lo público y lo común, dónde está o en qué consiste la obra educativa.
Pero quisiera detenerme hoy en otra cuestión íntimamente relacionada con las dos anteriores. Y es la de un déficit de información o contextualización educativas que, en mi opinión, afecta a muchos de los eventos culturales que se presentan en Euskadi y, de manera muy especial, a las exposiciones. Bien por ausencia o escasez de materiales de apoyo -folletos, paneles, rotulación, audio-guías-, bien por la confusión, inadaptación o limitada ambición de éstos, la visita a muchas exposiciones deja la impresión general de un pobre o descuidado acompañamiento pedagógico o, lo que es lo mismo, de una (otra) oportunidad perdida u ocasión desaprovechada de elevar la capacidad crítica, el diálogo activo de los ciudadanos con las obras de arte y de cultura.
Y ese déficit pedagógico y esa impresión de oportunidades desaprovechadas resultan especialmente llamativos, esto es, alarmantes, cuando se trata de instituciones y medios cuyo potencial educativo es colosal. Y estoy convencida de que si nuestra televisión pública, por ejemplo, les hiciera un hueco a todas las figuras de la cultura y el pensamiento que pasan por Euskadi, en lugar de enredarse en inculturas o páramos intelectuales, si cubriera con anchura más exposiciones y conferencias (y menos "espectáculos" banales o peor), si se fijara como objetivo debatir sobre lo excepcional en lugar de promocionar lo ordinario, disminuirían sensiblemente nuestras posibilidades de entrar con los pies en una obra de arte o de cultura. Aumentarían, sin duda, las de meter, allí mismo y donde hiciera falta, la cabeza.
Artículo aparecido el 9 de mayo en El País.
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- Escrito por Luisa Etxenike
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Bélgica acaba de batir el récord de permanencia sin gobierno (no lo tiene desde el 13 de junio de 2010). El que el país, lejos de sumirse en el caos en estos meses, pueda seguir su vida normalmente ha multiplicado los pretextos para el chiste de mayor o menor envergadura, la descalificación populista - digamos que a la sátira y a la demagogia el asunto se lo está poniendo fácil- e incluso para "celebraciones" como la que supondría la pretendida inclusión del hecho en un libro de récords. Pero considerado desde un punto de vista eminentemente político y el contexto actual de Europa, me parece que el asunto deja poco margen para la distracción o la broma. Que suscita, por el contrario, interrogaciones muy graves y urgidas de respuesta sobre la responsabilidad que se reconocen o asumen - en ese o en cualquier otro país- los dirigentes políticos, y sobre el alcance de la representatividad que ahora mismo les conceden sus ciudadanos.
Hace unas semanas se celebraron en Francia unas elecciones cantonales que también han incorporado un récord: el de una abstención del 54%. Se ha tratado de restar importancia a esa escasísima participación, restándosela a las elecciones mismas, presentándolas como una cita electoral menor. Pero cuando se trata de cargos electos, es decir, sujetos al voto ciudadano, ¿puede hablarse de elecciones mayores o menores? ¿Puede jerarquizarse la importancia del voto? ¿No plantea, de nuevo, esa impresionante abstención una alerta máxima sobre el alcance de la representatividad que los ciudadanos reconocen, ahora mismo, a sus clases dirigentes?
Hace muy poco también, la inmensa mayoría de los diputados del Parlamento europeo votó en contra de una propuesta que pretendía que viajaran, en el caso de vuelos inferiores a cuatro horas, en clase turista en lugar de preferente. El escándalo que suscitó su negativa empujó a algunos eurodiputados a rectificar después retóricamente, quiero decir, de palabra. ¿Pero no es su voto inicial, su actitud primera, un signo más o uno de los tantos indicadores de la fisura, del abismo que se ha abierto en nuestras sociedades entre las élites dirigentes y la ciudadanía de a pie (de a metro, autobús, tren de cercanías sin preferencias), entre la realidad de unos y la de los otros? ¿No hay que representarse esa fisura como una falla geológica en la base de la democracia representativa, una falla con capacidad para provocarle en cualquier momento un seísmo devastador?
Creo que se trata de cuestiones fundamentales, que deberían ser prioritarias en el contexto político actual. Y por eso ahora que estamos aquí en el umbral de una campaña electoral, no puedo sino aspirar a que el debate las atienda. A que se centre en el sentido y el valor de la representación pública, en las responsabilidades y compromisos firmes que exige, en las refundaciones de credibilidad y confianza que precisa. A que se hable en fin o verdaderamente de democracia y de política.
Artículo aparecido en la edición vasca de El País.
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- Escrito por Pedro Ugarte
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No siempre los extremos se tocan. A veces es al revés: a veces cosas que parecen cercanas se hallan separadas por un abismo insalvable. Es lo que ocurre con el sarcasmo y la ironía: pasan por ser primos hermanos, pero en realidad se desconocen.
Si algo procura la ironía es desentrañar un rincón escondido del alma. Y debido a eso, por internarse en territorios tan íntimos, tan intrincados, toma desprevenido al propietario y lo sorprende en alguna postura indecorosa: de ahí viene la sonrisa. En el fondo de la ironía siempre anida la compasión, alguna forma de compasión. Hay una fraternidad secreta entre el que ejecuta una ironía y el que la padece, quizás porque la verdadera legitimidad de la persona irónica para practicar su arte es que lo despliega, en primer lugar, sobre sí mismo y que se encuentra dispuesto a servir de inspiración a la ironía de los demás. En la ironía pervive, intacta, aquel famoso imperativo moral: no hagas a los otros lo que no quieras que te hagan a ti. Sólo que formulada en sentido positivo: si quieres reírte de los otros, empieza por reírte de ti mismo.
Frente a la ironía, que obra como una palmada sobre la espalda, el sarcasmo se mueve con la eficacia hiriente de una navaja. El sarcasmo es cruel y esencialmente perverso. Pero lo que más llama la atención en el sarcasmo es la paradójica naturaleza de aquel que lo practica: el sarcástico no tiene sentido del humor. El sarcástico es un patán mal encarado que disfruta ideando agudezas sobre los demás, pero que jamás permitirá la más mínima observación sobre sí mismo. Conocí un tipo que se creía bastante ingenioso y que no paraba de idear felices metáforas sobre paralíticos, ciegos, cojos o buenas personas (se reía, en fin, de toda clase de incapacidades) pero no toleraba en su presencia ninguna alusión a un rasgo de su rostro o su carácter. Los sarcásticos, que se precian de tener gran sentido del humor, saben del humor bastante poco.
Y es que la verdadera diferencia entre el sarcasmo y la ironía no se funda en presupuestos objetivos, sino en la diversa calidad moral de quien se pone manos a la obra. Algunas personas son irónicas y algunas son sarcásticas. Los irónicos se involucran en el juego y se someten también a la ironía, con ánimo deportivo, con imperial grandeza, mientras que los sarcásticos, y a pesar de considerarse paladines del ingenio, son imbéciles morales capaces de encontrar un rasgo divertido en una catástrofe que se lleve por delante a media humanidad pero que no tolerarían el más mínimo contratiempo en sus proyectos egoístas.
La ironía y el sarcasmo parece que comparten el mismo vecindario pero residen, al final, en distintos continentes. En el sarcasmo anida lo peor del ser humano, desde la crueldad más gratuita hasta el totalitarismo político. Y frente a eso, la ironía es una forma pudorosa e inteligente de piedad.
Artículo aparecido hoy en la edición vasca de El País.
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- Escrito por Francisco Javier Irazoki
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Tiene un apellido ideal para dormir a la intemperie. Sin embargo, nacido en Kiev, descendiente de inmigrantes polacos, Sigismund Krzyzanowski pasó la mayor parte de su vida recluido en una habitación de Moscú. En el espacio de apenas ocho metros cuadrados concentró mayor libertad que la dispersada en todo su país sometido a la dictadura. No le permitieron editar más que una obra dramática y algunos artículos menores. Para silenciar definitivamente al creador insumiso, sólo faltaba la intervención de Gorki, que entonces era el padre sin coraje de la propaganda soviética. Por supuesto, Gorki no tardó en anularlo socialmente con varias frases de infamia sutil, y a Krzyzanowski le bastaron treinta palabras para resumir la tiranía: “Era como si todos nosotros, los que nos habíamos quedado aquí, nos hubiéramos instalado en un enorme edificio de gruesos muros, decorado por fuera con hileras de falsas ventanas ciegas”. Los críticos literarios franceses lo consideran el eslabón perdido entre Kafka y Borges, y en España la editorial Siruela ha publicado, con análisis exactos de Jesús García Gabaldón, el conjunto de relatos La nieve roja. Sigismund Krzyzanowski murió en 1950. Fue enterrado bajo una nieve densa que borraba los caminos y nadie sabe ahora dónde se encuentra su tumba. Opino que existe una búsqueda prioritaria: ningún amante de la mejor narrativa debería ignorar el placer de las páginas escritas por un artista desobediente.
Artículo aparecido en El Cultural de El Mundo.
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- Escrito por Mila Beldarrain
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Hoy es innegable que, en el mundo occidental, cualquier mujer con una preparación puede aspirar a ocupar un puesto de responsabilidad y alcanzar igualmente las metas que se proponga. En este sentido, podemos decir que el siglo XX consolidó de algún modo la puesta de largo de la mujer en sociedad, poniendo así punto final a siglos y siglos en los que nuestro destino era únicamente la procreación o el convento. Sin embargo un acontecimiento cultural me ha hecho reflexionar sobre este tema. Desde el 8 de marzo hasta el 5 de junio, el museo Thyssen-Bornemisza, en colaboración con la Fundación Caja Madrid, acoge una exposición, que bajo el título de 'Heroínas', muestra una colección de pintura que quiere representar a la mujer fuerte, creadora, en definitiva, activa y desafiante, de diferentes épocas de la historia, aunque ciertamente no fuese esa la intención de sus autores. Las obras expuestas son muy bellas y fueron creadas en su mayoría por pintores varones, que, como es lógico, muestran a la mujer desde su particular visión y posición, es decir, eternizan la delicadeza o la fuerza o el erotismo de unas señoras a las que contemplan con curiosidad y pasión, a sabiendas de que constituyen un mundo aparte y mágico, a sabiendas de que son las florecillas que adornan la sociedad con letras mayúsculas regida por ellos. La exposición, aparte de su calidad, es actual y necesaria, lo que, paradójicamente y a mi entender, significa que todavía, a día de hoy, pesa la historia que queremos dejar atrás. Y reflexionando y reflexionando, he llegado a la conclusión de que las mujeres hemos pasado de ser sumisas esposas y madres a tener como único modelo vital el éxito personal. Y otra vez estamos atrapadas en una sutil tela de araña. Y es que, aunque nosotras sabemos que ambos objetivos, trabajo y maternidad, no son excluyentes, al menos no lo son para nuestros compañeros varones, sí lo son para nosotras. Así, cuando optamos por la realización profesional nos sentimos culpables por descuidar nuestras obligaciones familiares, que siguen siendo solo nuestras; cuando decidimos olvidarnos de lo que queremos y centrarnos en el hogar, nos sentimos vacías, explotadas por la familia, seres invisibles. ¿Qué está pasando? Pues algo muy sencillo, que nosotras hemos salido de casa pero nuestros maridos, compañeros o como les quieran llamar, todavía no han entrado. Nuestros hombres es verdad que ponen pañales y hasta pueden preparar la cena, pero el sentimiento profundo de que la atención a la familia es solo nuestra no ha desaparecido. Y las cosas así se nos ponen muy difíciles.
Artículo aparecido el 29 de abril en El Correo.