'La autoría intelectual'
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- Escrito por Mikel Apodaka
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Artílculo de Pedro Ugarte aparecido hoy en El País:
"Andan socialistas y populares tirándose los trastos a la cabeza, a cuenta del evanescente concepto de inducción a la violencia, eso que otros llaman autoría intelectual. La polémica surge cuando un tipo asesina en Tucson a seis personas y hiere gravemente a la congresista demócrata Giffords. En Estados Unidos, pero también aquí, se extiende una gaseosa imputación, señalando la telepática autoría del movimiento conservador Tea Party y de su rostro más conocido, Sarah Palin. La derecha americana, por algún conducto paranormal, se convierte en responsable de esa acción terrorista. A los pocos días el Partido Popular encuentra un oportuno contrapunto: la paliza que propinan unos tipos de ultraizquierda a Pedro Alberto Cruz, consejero de Cultura de Murcia. Los populares emprenden la revancha, una revancha estúpida e injusta, porque imputar al socialismo democrático que favoreciera ese atentado ni siquiera es verosímil, entra de lleno en el campo de la calumnia.
Habría que tomar ejemplo de la exquisita prudencia con que operan la prensa y los partidos cuando en Egipto, Irak o Nigeria mueren de un bombazo dos o tres docenas de cristianos. Ahí el personal se muestra cauto, ponderado, escrupuloso, y señala que bajo ningún concepto debe hacerse a nadie responsable moral de esas acciones y que la islamofobia es un hábito aún más pernicioso (si cabe) que el tabaco. Ojalá ese criterio, tan frecuente cuando caen cristianos como moscas, también lo apliquen nuestros políticos cuando se trata de víctimas, cercanas o remotas, que les importan algo más.
Tipos bien extraños
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- Escrito por Esther Zorrozua
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Enero salió a mi encuentro. Soy el encargado de conducirte al interior, me dijo. Era un tipo distinguido, en esa edad indefinible y perfecta que hace atractivos a los hombres. Todo en él invitaba a acompañarlo, pero algo en su físico presentaba una extraña peculiaridad. Al principio, creí que se trataba de un error mío de visión, de un desenfoque momentáneo, porque la mitad de su rostro miraba hacia el este, mientras la otra mitad lo hacía al oeste. Una facultad para mantener controladas las entradas y salidas, me dije. Una vez dentro y traspasado el gran vestíbulo de altos techos de los que colgaban hermosas arañas de cristal, me condujo al salón principal.
Había una pareja sentada en un confidente que parecía inmersa en una charla íntima. Ésta es Mayo y éste es Septiembre, me los presentó Enero. Ella era una dama esplendorosa y exuberante, con uno de esos cutis que sólo se consiguen durmiendo diez horas diarias y dedicando el resto del tiempo a mimarlo con mejunjes. Llevaba una guirnalda de flores en el pelo y transmitía mensajes cifrados con los aleteos de su abanico de encaje. Él era un robusto caballero, curtido por el deporte, sin duda, que vendía salud a raudales y por algún motivo que nadie me explicó, adornaba su fornido cuello con un pámpano de vid con la misma naturalidad que si llevase un pañuelo de seda. Fueron muy amables conmigo durante un momento, pero luego volvieron a sus asuntos.
Al fondo, de pie junto a la chimenea en la que chisporroteaban unos troncos de encina, hacían conciliábulo dos ancianos, uno de cabellos de nieve pero gesto vigoroso y otro de canas plateadas y bastante más achacoso; razón por la que, seguramente, se apoyaba en un bastón. Ambos tenían sendas copas de brandy en la mano. Estaban serios, circunspectos, como si el destino del mundo dependiera de sus decisiones. En ese momento hablaban sobre los vaivenes de la Bolsa. Enero me los presentó como Febrero y Diciembre, respectivamente. En otro lateral, junto a la ventana con visillos de organza, una joven etérea vestida de tul gris del que asomaban unos brazos de nácar, tocaba el arpa con tal virtuosismo que, al cerrar los ojos, se podía adivinar un surtidor de agua cristalina en el centro mismo de la habitación. Tal era la naturaleza de su música transparente. No podía ser otra que Abril.
La silenciosa vida de Austin P. Shelby
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- Escrito por Juan Manuel Uría
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Austin P. Shelby nació en Santa Mónica (California) en 1902 y murió en la misma Santa Mónica en 1989. Austin fue, ante todo, un buen hombre, que como dato biográfico no es baladí, por lo inusual; pero no es por esto por lo que se le recuerda sino por algo mucho más excepcional: en toda su vida sólo dijo tres frases. La primera cuando ya tenía 10 años. En la escuela, recreo, después de que el típico matón de frente huidiza y maxilar hipertrofiado –¡puto mudo de mierda!– le tirara al suelo de un empujón. Austin, levantándose lentamente del suelo, se sacude los pantalones, y tras lanzar al matón una mirada de advertencia cargada de peligro, le dice, con voz segura, profunda y clara: como me vuelvas a tocar, te mato. Nadie le volvió a molestar. Desempeñó trabajos de lo más variopinto: pintor de brocha gorda, actor de cine mudo (donde, dicho sea de paso, iba cosechando notables éxitos hasta la llegada del cine sonoro, que le obligó a dejarlo), funcionario de correos y, por último, farero. Se casó con una chica discreta, protestante y sorda. El prescriptivo sí quiero fue su segunda frase. Tuvo tres hijos parlanchines y bien educados: Ángela, Michael y Austin Jr. En abril de 1989 cayó gravemente enfermo. Estando en su lecho de muerte, rodeado de sus familiares y amigos, estos ven que Austin hace un gesto con la mano pidiendo que se acerquen a la cabecera de la cama. Así lo hacen, solícitos, solemnemente tristes, y (todo hay que decirlo) expectantes porque piensan que va a hablar. Y lo hace, efectivamente, y lo que dice, sólo un instante antes de morir, es lo que será su tercera y última frase: ¿por qué siempre tenéis que hacer tanto ruido, joder?
Un recuerdo de Labordeta
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- Escrito por Iñigo García Ureta
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"Hola, soy Labordeta..." decía el mensaje en el contestador de su móvil. Sus hijas, al referirse a él, también le llamaban Labordeta, al igual que sus amigos. Labordeta era también el nombre de su personaje público, el que aparecía en el periódico o el televisor. Lo asombroso, por inusual, era que entre persona y personaje no mediara distancia alguna. En ambos casos uno se las había con un ciudadano de a pie, atento y ecuánime, que gustaba definirse como un socialdemócrata tímido. La última vez que lo vi fue en su casa, a mediados de mayo, el día en que presentábamos Regular, gracias a dios, su último libro, escrito a pesar de los contratiempos y en el que además tuvo la ayuda puntual de una maravillosa escritora, su hija Ángela. Labordeta llevaba entonces varios meses sin salir de casa, pues las piernas le fallaban y precisaba la ayuda de un andador al que llamaba, sin mayor reparo, el “Lamborghini”.
La noticia de la aparición del libro no se hizo esperar. Como tantas veces sucede, lo que más trascendió de la rueda de prensa fue también lo más anecdótico, un comentario sobre el modo en que el gobierno estaba gestionando la crisis económica como respuesta a una pregunta hecha sin más por un periodista que no había leído el libro que presentábamos, y lo que debería haber sido una celebración de las memorias de Labordeta quedó así oculto tras un titular soso, que meramente lo mostraba “desolado por la falta de soluciones ante la crisis”. (Ésta es la verdad de las noticias, su urgencia por imponerse a una realidad mucho más rica, y así las leemos y leemos el mundo.
De qué hablamos cuando hablamos de edición
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- Escrito por Iñigo García Ureta
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En 1992, Marco Cassini (nacido en 1970) y Daniele di Gennaro, veinteañeros con ganas, fundan minimum fax, una primera revista literaria que se enviaba por fax y que levantó cierto revuelo en Italia. Dos años más tarde, minimum fax pasa a convertirse en una editorial. Como el mismo Cassini admite en su libro, "Imaginaba largas jornadas leyendo manuscritos que iban a cambiar la historia de la literatura, conversaciones en figones llenos de humo con escritores legendarios, (…) repetir fácilmente la experiencia del New Yorker de William Shawn, de la Shakespeare & Co. de Sylvia Beach, del Grupo Bloomsbury de Virginia Woolf o de la Einaudi del trío Vittorini-Calvino-Pavese.
Esto, como se verá, no es así. Cuando Marco Cassini escribe Erratas, minimum fax ya publica varias decenas de libros de ficción y no ficción al año: su autor estrella es Raymond Carver; y tiene un catálogo que reúne a Foster Wallace con Bukowski; Lennon con las entrevistas de The Paris Review, los ensayos de Auster con la teoría cinematográfica de Lars von Triers o Ginsberg con un bestseller sobre cómo la Iglesia Católica inventó el marketing titulado 'Jesús lava más blanco'. Tanta actividad le acaba ocasionando lo que él denomina el “síndrome de la Cenicienta”, que se manifiesta invariablemente a medianoche y que lleva acompañada una multitud de granitos “rojos y pruriginosos” que se le extienden por todo el cuerpo y que cuatro especialistas diagnostican como estrés.