Austin P. Shelby nació en Santa Mónica (California) en 1902 y murió en la misma Santa Mónica en 1989. Austin fue, ante todo, un buen hombre, que como dato biográfico no es baladí, por lo inusual; pero no es por esto por lo que se le recuerda sino por algo mucho más excepcional: en toda su vida sólo dijo tres frases. La primera cuando ya tenía 10 años. En la escuela, recreo, después de que el típico matón de frente huidiza y maxilar hipertrofiado –¡puto mudo de mierda!– le tirara al suelo de un empujón. Austin, levantándose lentamente del suelo, se sacude los pantalones, y tras lanzar al matón una mirada de advertencia cargada de peligro, le dice, con voz segura, profunda y clara: como me vuelvas a tocar, te mato. Nadie le volvió a molestar. Desempeñó trabajos de lo más variopinto: pintor de brocha gorda, actor de cine mudo (donde, dicho sea de paso, iba cosechando notables éxitos hasta la llegada del cine sonoro, que le obligó a dejarlo), funcionario de correos y, por último, farero. Se casó con una chica discreta, protestante y sorda. El prescriptivo sí quiero fue su segunda frase. Tuvo tres hijos parlanchines y bien educados: Ángela, Michael y Austin Jr. En abril de 1989 cayó gravemente enfermo. Estando en su lecho de muerte, rodeado de sus familiares y amigos, estos ven que Austin hace un gesto con la mano pidiendo que se acerquen a la cabecera de la cama. Así lo hacen, solícitos, solemnemente tristes, y (todo hay que decirlo) expectantes porque piensan que va a hablar. Y lo hace, efectivamente, y lo que dice, sólo un instante antes de morir, es lo que será su tercera y última frase: ¿por qué siempre tenéis que hacer tanto ruido, joder?