Colaboraciones en prensa

Cualquiera que me conozca sabe que no soy dada al chovinismo. Pero admitámoslo: a nuestras fiestas no las gana nadie a abiertas y acogedoras. Aquí todo el que viene es bien recibido. ¿Que igual se le recibe tirándole harina y huevos y poniéndole como un Ecce Homo? Pues sí, es cierto, pero no lo hacemos por maldad o desprecio, sino al contrario: en Bilbao rebozamos al extranjero con cariño, para que se sienta admitido como uno más. Como si le dijéramos: "Mira, últimamente hemos cogido la costumbre de reunirnos multitudinariamente, rebozarnos unos a otros como si fuéramos rabas o gambas en gabardina, y dejar todo el recinto festivo hecho una guarrada. Y como esto va camino de convertirse en una tradición, te vamos a poner perdido, para que te sientas integrado y participes". Y el extranjero lo agradece, se alegra un montón y tira también unos cuantos huevos para celebrarlo.

En otros sitios eso no pasa. Hay lugares en los que, si no conoces a los nativos, andas más perdido que Falete en Naturhouse. Los extranjeros vagan por las calles como pollos sin cabeza, sin saber dónde ir y, si tienen un familiar, quizá les lleve a alguna caseta, pero luego parecerá que le deben la vida. ¡En Bilbao no necesitamos familiares; aunque hayas nacido en un huevo Kinder te cuelas en cualquier lado!

Y con la ropa, igual. Hay ciudades superexquisitas y estás todo el día agobiada: "Que no sé qué ponerme; esto no va con esto otro..." Aquí eso no es problema. Las propias pintas de Marijaia ya dicen: vete como quieras, porque peor de lo que voy yo va a ser difícil. Y eso relaja mucho. Tanto que un amigo mío, Fito, se ha hecho un disfraz de galáctico con un protector solar de coche, de esos plateados. Se rodea el cuerpo con él, lo ata con un cinturón, ¡y a las txosnas, a bailar! Claro, a medida que baila, el disfraz se va cayendo, pero no es problema; vuelve a subírselo y dice que es un modelo "palabra de honor". En cualquier otro lugar le detendrían y se lo llevarían atado. Bien, pues en las txosnas está triunfando y todo el mundo quiere bailar con él y sacarse fotos. Y es que no es chovinismo, créanme; es que somos muy abiertos.

Aparecido en El País el miércoles 24 de agosto de 2011

A mí Kirmen Uribe me despierta mucha simpatía. Y no porque escriba estupendamente y haya hecho un pregón espléndido, que también, sino, sobre todo, por la paciencia y el estoicismo con que viste su traje de pregonero. El tío va por ahí sonriendo a todo el mundo como si le pareciera normal que durante nueve días (se dice pronto) le obliguen a pasearse día y noche con esas pintas. Que el trajecito se las trae. Y los bilbaínos, que estamos más cedidos que la goma de los calcetines Ejecutivos, ya no nos asustamos por nada, pero la gente de fuera se queda intrigadísima al ver al pregonero. El otro día, en el Arriaga, unas guiris miraban al escritor con los ojos a cuadros. "¿Por qué va disfrazado de plátano?", preguntó una de ellas. Su amiga le contestó: "Yo creo que no va de plátano, sino de domador de circo" La tercera sugirió que tal vez fuera de Pájaro Loco y la cuarta le corrigió: el Pájaro Loco es azul y tiene cresta roja.

Tenía razón, más que el Pájaro Loco, parece el pájaro Piolín. Y si fuera un actor, o un payaso -oficios respetabilísimos, pero que implican cierta inclinación por la comedia-, no resultaría tan chocante. Pero, ¿qué hace un escritor con esas fachas? ¿Se imaginan ustedes a Borges, a John Le Carré, a Houllebecq cargando con ese traje a todas horas?

Lo dicho: Kirmen porque es un santo, que otro, de qué. Dile a Donna Leon que vaya así nueve días. Te hace un corte de mangas que te espabila. Y yo, en mi afán de contribuir a la fiesta aportando mi granito de arena, propongo una idea: que el pregonero lea el pregón disfrazado con esas pintejas -o sea, como hasta ahora-, pero al acabar pueda vestirse de paisano y olvidarse ya del tema. Así el traje podría utilizarse para otros menesteres. Por ejemplo, para el cobro de morosos. Como el amarillo es tan vistoso y el traje pega un cante que no veas, seguro que las compañías de cobros se lo rifan. Sería como El Cobrador del Frac, pero en cobrador pregonero. Y así mataríamos dos pájaros de un tiro: el pregonero (pobre) podría respirar tranquilo, y además entraría un dinerillo extra en las arcas municipales. Que está la cosa muy achuchá y el consistorio lo sabe.

En Sidney, un monumento recuerda la hambruna que asoló Irlanda a mediados del siglo XIX. Murieron entonces cientos de miles de personas y otras tantas tuvieron que emigrar a distintos países, entre ellos, Australia. El monumento consta de dos mesas de bronce, pegadas a ambos lados de una ancha pared. Sobre una de las mesas está colocado un plato que no tiene fondo; sobre la otra, un plato completo y una cuchara. Frente a esa mesa hay también un taburete. De un lado por lo tanto, el hambre; del otro, una representación minimalista, esencial, del acto de comer. El monumento se completa con un plano de un material transparente, como una gran ventana, sobre el que están inscritos los nombres de cuatrocientas jóvenes huérfanas irlandesas que consiguieron emigrar a Australia y allí rehacer sus vidas. Erigir un monumento al recuerdo del hambre, supongo que expresa el deseo de convertir esa miseria en pasado y al mismo tiempo de tenerla siempre presente; de mantener actualizadas la atención capaz de detectarla y la responsabilidad de combatirla. Y cuando ese monumento es, además, como en este caso, una obra artística, el deseo de representar también una forma de confianza en la cultura; en la idea de que la cultura es réplica, constante, obstinada, contra el sufrimiento.

En cualquier caso, no bastan la alerta y la responsabilidad social y política que aplicamos al hambre; no bastan las denuncias culturales. El hambre sigue matando por el mundo: en un goteo constante en muchos países, y ahora a chorros, a raudales en Somalia. Ninguna ideología, ninguna religión, ninguna manifestación cultural, ninguna expresión artística han conseguido aún impedir que haya gente en el mundo que se muera de hambre; que eso tan simple de un plato lleno se cumpla para todos, todos los días, en todas partes. Entiendo que ese fracaso brutal, monumental, debería sembrar de dudas radicales, de humildad o modestia extrema cualquier ideología, religión o poética del arte y la cultura; que eso es lo mínimo, la más básica de las aportaciones morales contra el hambre. Y, sin embargo, vivimos tiempos de lo contrario; asistimos a manifestaciones religiosas, ideológicas o culturales cada vez más arrogantes, más impermeables a la duda y la interrogación, menos proclives a la auto-exigencia y la autocrítica.

Las noticias se hacen eco estos días de los incidentes que está provocando la visita del Papa, de las confrontaciones entre jóvenes partidarios de la laicidad por un lado, y católicos por otro. No puedo evitar pensarlos, habida cuenta de la que está cayendo en el mundo, como subidos a algún tipo de escenario o como integrados en alguna forma de ficción. Ajenos a la realidad que está definitivamente en otra parte. En los muertos de hambre en Somalia, por ejemplo. Creo que la visita papal y el debate que está generando ganarían, en autenticidad y en utilidad, si incluyeran, si visibilizaran a Somalia en su recorrido.

En esta vida todo se paga. Escribes con todo cariño tu crónica de la Semana Grande, y de pronto: ¡hala, estalla la tragedia! Para mí la tragedia estalló cuando sonó el móvil y oí una profunda voz de mujer gritando: "¡Oye, que sí, que me has convencido, que voy!" "Creo que se ha confundido", dije yo, aunque empezaba a sospechar que no, que esa voz me resultaba familiar. "¡Calla, boba!", dijo la voz profunda, "¡que soy Tana y llego mañana, búscame un hotelito majo! ¡Chao!" Y cortó la llamada, dejándome estupefacta.

Tana -de nombre completo Cayetana- era amiga de una amiga, coincidí con ella en el sur un par de veranos y era tan insufriblemente snob que me resultó divertidísima y en un momento de ofuscación le di mi teléfono. Y ahora se ha presentado aquí. "Es que yo te sigo mucho", me dijo nada más llegar, "y chica, al ver que estas fiestas son tan estupendas, me dije: Tana, mona, tú lo de Bilbao no te lo pierdes. Y aquí me tienes". Pues sí, ahí la tengo, en el cuarto de invitados, porque los hoteles están hasta arriba y no cabe ni una pija más.

Lleva dos días y ya me tiene harta. Cargo con ella a todas horas y como quiere disfrutar la Aste Nagusia a tope, no hay quien la meta en casa. Estamos todo el día de la ceca a la meca por el Bilbao fino: que si toros, teatro, terrazas, hoteles... La tía le ha cogido una afición al rabo de toro que da hasta miedo. Es que es ver un rabo y pierde el sentido. Y me va a salir un pico, porque va de divina, pero sopla más que Nati Abascal y Ernesto de Hannover juntos, y no mete la mano al bolsillo ni de broma. Es lo que tienen los ricos: que a la hora de pagar son muy austeros.

Ayer la llevé a las txosnas y no le gustaron nada porque iba con sus taconazos y se esmorró varias veces. Le sugerí que usara chancletas. "¡Sí, hombre, con este barrillo!", contestó con impertinencia. "¡Pues cómprate unas katiuskas, coño!", le dije en un momento de ira. Pero no ha sido buena idea, porque me ha tomado la palabra y ahora quiere ir de compras. Y con lo potra que es, ¿a que no saben quién va a acabar palmando con la Dolorosa? Exacto. ¡Quién me mandará a mí dar el móvil!

Artículo aparecido en la edición vasca de El País.

Hay una vertiente amable del verano, pero hay otra fúnebre y sangrienta, y de ella los medios dan cumplida cuenta: son jóvenes que se dejan la vida en una carretera comarcal, a primera hora de la mañana, cuando vuelven a sus casas tras una noche de furiosa diversión en un pueblo cercano, o esa sucesión de cuerpos empitonados en los festejos taurinos, donde toda clase de individuos, desde ancianos dementes hasta adolescentes ebrios, encaran el desafío de esquivar a golpe de cadera la embestida de un morlaco de quinientos kilos.

La muerte transita por toda clase de senderos, pero nuestra insensatez se empeña en abrirle aún nuevos caminos, caminos como vastas autopistas gratuitas. Una verbena de pueblo o un encierro de tercera pueden ser la excusa perfecta para que la muerte adelante en años, o en décadas, su visita a un ser humano, esa criatura delicada, vulnerable, cuya frágil existencia siempre pende de un hilo. Y todas estas desgracias absurdas, totalmente evitables si la gente fuera más prudente, imponen explicaciones complicadas, ya que se evita por decreto la más sencilla: que la conducta humana desciende a veces a la mayor estupidez. Como estamos persuadidos de que los seres humanos no somos responsables de nada, toda desgracia, todo infortunio, se remite necesariamente a algún incumplimiento legal.

En una de las tragedias de este verano, un encierro que costó la vida a un hombre, el alcalde se apresuró a declarar ante los medios que el espectáculo "cumplía toda la normativa". Uno comprende la diligencia con que los responsables de los festejos taurinos salvaguardan su gestión, sobre todo cuando cuentan con un fetiche que alcanza, a la postre, proporciones metafísicas: si uno cumple la normativa se convierte en no imputable. Y si aún así asoma la tragedia, siempre hay explicación: la normativa era insuficiente y exige modificaciones.

El poder público nos preserva de la tribulación debido a su condición omnipotente. Toda adversidad es fruto de una normativa imperfecta o de un vacío reglamentario. Por tanto, una adecuación de la normativa es la mejor garantía para que cualquier calamidad no vuelva a ocurrir. Cuando la normativa sea lo suficientemente detallada, no habrá chicos muertos al amanecer en las carreteras, ni borrachos traspasados por las astas de los toros, ni niños mutilados por la explosión accidental de petardos festivos, ni bebés ahogados en las piscinas municipales. Cuando la normativa mejore, la muerte estará proscrita. De hecho, pienso que, con una normativa adecuada, la inmortalidad podría ser un derecho subjetivo, exigible ante los tribunales de justicia. Y si, a pesar de todo, algún irresponsable vuelve a morir por culpa de una conducta absurda, los medios correrán a tranquilizarnos: ya se habrá emprendido el análisis de la normativa aplicable, así que nada malo volverá a ocurrir jamás.

Artículo aparecido el 20 de agosto en El País.