Colaboraciones en prensa

Lo sucedido estos días en Bilbao en torno al desalojo y derribo del gaztetxe Kukutza es uno de esos asuntos que contienen, reunidos y a escala, muchos de los retos que aún tiene que enfrentar Euskadi para alcanzar una línea de flotación democrática sostenible y creíble. De lo allí visto se deduce que no la hemos alcanzado, que seguimos sumergidos en actitudes y retóricas de pasado. Los incidentes se han saldado, en lo material, con daños valorados en 140.000 euros, lo que nunca es desdeñable, y mucho menos todavía en estos tiempos de crisis y recortes drásticos. Ya sabemos que ahora mismo gastar en una cosa supone desgastar otras, es decir, que lo que haya que invertir en reponer el mobiliario o los contenedores quemados impedirá otras inversiones imaginablemente más fértiles. Pero es en lo inmaterial donde los destrozos parecen más significativos, porque los jóvenes autores de los incidentes de Rekalde no van a salir de estos sucesos liberados de su dependencia de las "soluciones" violentas, sino reforzados en ellas, entre otras razones, porque el rechazo político de sus actos no ha sido unánime. Bildu ha encontrado la manera de no condenar lo obviamente condenable y de concederle así legitimación. Siempre he pensado que la prueba del algodón de la reconversión de la izquierda abertzale a la vida democrática tenía que estar en la convicción y la determinación con que asumía la tarea de sembrar pedagogías cívicas allí donde había sembrado, durante tantos años, lo contrario, y de manera muy especial entre esos jóvenes vascos que aún justifican o aceptan la violencia. La reacción de Bildu a los lamentables sucesos de estos días muestra que esa convicción y determinación no existen aún; que esa formación prefiere acogerse a las retóricas más tradicionales y mantener así a muchos jóvenes en sus encierros. Porque hay sin duda mucho encierro en la intransigencia, la ira, la sustitución de los argumentos por los destrozos.

Afirmamos mucho, quizá porque lo deseamos enormemente, que nos encontramos en el umbral de un nuevo ciclo político y social. Bildu se está encargando con sus gestos -como el de no acudir a la inauguración del Basque Culinary Center- de que a lo político todavía le falte. En cuanto a lo social, creo que este nuevo ciclo no se cumplirá plenamente sin el concurso de esos jóvenes; sin su independencia radical de la intolerancia o el "fuego" fácil; sin su emancipación de quienes de un modo u otro los amparan.

Kukutza se presenta como una iniciativa cultural. Estoy dispuesta a aceptarlo, así como la afirmación de que su movimiento no debe ser reducido a lo visto estos días en Rekalde. Estoy dispuesta a admitirlo, pero habría que aprovechar lo sucedido para insistir, y para que ese colectivo insistiera, en que es una falsa noción de cultura la que convive con pastillas incendiarias; que la cultura reserva sus "incendios" para el exigente terreno de los argumentos.

Artículo de Luisa Etxenike aparecido en El País el 3 de octubre.

Si me decido a hablar de Strauss-Kahn es porque sus últimas declaraciones, tal y como las recoge la prensa, contienen algo que creo que trasciende los límites de su caso para situarse en lo que nos afecta a todos. Refiriéndose a Tristane Banon (que le ha demandado por intento de violación), habría reconocido que intentó besarla porque pensó que ella consentía, que estaba de acuerdo. Lo que siguió demuestra que ella no lo estaba. Entonces, ¿cómo pudo DSK pensarlo? ¿A partir de qué sistema de signos pudo detectar en esa mujer una aceptación o acuerdo que no existían? La respuesta me parece evidente. Una "confusión" semejante sólo puede derivar del código interpretativo que promueve el machismo más tradicional y dictatorial; ése que lleva siglos decidiendo que cuando una mujer dice no, es que sí. Cuando no hace el menor gesto es que provoca por omisión. O cuando se viste de una determinada manera u ocupa determinados espacios, significa que está pidiendo a gritos inaudibles que la aborden, la acosen o incluso la asalten sexualmente.

En ese sentido, la citada declaración de DSK nos concierne a todos; porque la interpretación sexista del mundo que denota sigue en activo y causando estragos. Y resulta desolador constatar que aún sigue siendo necesario, políticamente necesario, insistir en lo más básico: que entre las dos letras de un "no" no queda espacio para versiones contradictorias. Que las mujeres no necesitan ser interpretadas, porque saben expresarse por su cuenta y con absoluta claridad. Y que el respeto de su libertad es un pilar fundamental, una obligación prioritaria de la democracia.

Insistiré en este último punto, recordando un magnífico dibujo del humorista gráfico francés Plantu, publicado en plena efervescencia del affaire SDK. En él aparece una figura masculina imponente y cuya disponibilidad sexual no plantea dudas, entrando en la habitación donde ha tenido que refugiarse una mujer. Esa figura femenina acosada, fragilizada, obligada a esconderse detrás de la puerta es Marianne, el símbolo de la República francesa. Creo que acierta Plantu cuando sitúa el color de su dibujo, y con él su sentido, no en la representación masculina (que recuerda más que vagamente a SDK) sino en la femenina, dejando claro así que la violencia contra las mujeres no es una cuestión privada sino de las más públicas. Que constituye un atentado contra los principios y valores más esenciales de la democracia. Que es, por ello, un asunto de Estado.

Estamos en vísperas de unas elecciones generales. Espero que en esta campaña no suceda como en 2008, cuando tuvieron que morir cuatro mujeres asesinadas en un solo día para que la lucha contra violencia de género encontrara sitio o acomodo en la agenda. Esperemos que ahora se sitúe en un lugar preferente, no detrás sino delante de la puerta electoral.

Artículo de Luisa Etxenike en El País el lunes 26 de septiembre

UNO no entiende que exista debate ante un tema como éste: ¿Todas las personas tenemos la obligación moral de pagar nuestros impuestos? ¿Quienes tienen más dinero deben pagar más impuestos que quienes menos tienen? ¿Los ricos, que por tanto tienen más dinero, deben pagar más impuestos para facilitar la convivencia social? Parecen preguntas de Perogrullo, pues se adivinan las respuestas, pero la realidad no es así. Y si todavía se hacen estas preguntas es porque en la situación actual muchas personas no pagan sus impuestos y están blindadas las cuentas de quienes más pueden y más tienen, mientras se realiza una guerra fiscal y social contra las contrataciones actuales de muchas personas que ven cómo su nómina se congela o disminuye, las que se encuentran en paro y las personas que trabajan en una situación de precariedad. ¿Es esto justicia? ¿Es justicia fiscal?

Todos los programas políticos hablan de defender el sistema social y de bienestar actual para reducir el paro y aumentar el consumo, pero acto seguido se achaca a las personas más desfavorecidas que se aprovechan de este sistema social, aunque se admite que la función del sistema social es proteger a las personas más desfavorecidas. Nos convencen las palabras, pero nos confunden los hechos. En realidad, si las rentas pequeñas y medianas, en proporción, pagan más que las más altas, ya podemos deducir quiénes se están aprovechando del sistema. ¿Es eso justicia fiscal? Aceptamos que no es el único problema, pues el fraude fiscal se encuentra por todas partes. Cuando hacemos determinadas compras y nos preguntan si nos hacen la factura con IVA o sin IVA, y respondemos que sin IVA, estamos contribuyendo al fraude fiscal, a que no exista justicia fiscal. O cuando la principal tarea de muchos despachos de abogados consiste en facilitar a las empresas y a sus mismos despachos evadir impuestos, utilizando el mínimo resquicio legal o ilegal para conseguirlo… O cuando las inspecciones miran hacia otro lado en sectores en los que se conoce que hay fraude…

Si el secreto bancario se mantiene, nada más y nada menos, como uno de los derechos humanos, o como un dogma de fe para que funcione el dios mercado, pues estamos ocultando el fraude. Y cuando grandes fortunas, además de alguna gente famosa y conocida que alardea de patriotismo, tienen su residencia a muchos kilómetros de distancia a efectos fiscales, cada vez se hace más difícil la justicia fiscal. Y esos paraísos fiscales que aún existen y cuyo montante es incalculable, como un agujero negro de la economía… mientras se rebajan presupuestos para educación, sanidad, jubilaciones… O cuando no existe un impuesto que grave progresivamente las fortunas más grandes, pues se comete injusticia fiscal.

Las malas noticias relacionadas con la cultura nunca consiguen alcanzar, ni de lejos, ese grado de atención y alarma sociales que provocan, por ejemplo, las económicas. Se debe, sin duda, a que la materia cultural no se considera verdaderamente importante, esto es, capaz de ejercer una influencia decisiva sobre la realidad inmediata de las sociedades y las personas; que no se le reconoce a la cultura el estatuto de parte integrante o de ingrediente imprescindible del Estado/estado del bienestar. Y esa idea de que la cultura es un bien de segunda categoría hace que, cuando los recursos que se le destinan sufren recortes, como se acaba de anunciar desde nuestra y otras consejerías, esta pérdida se asuma como un mal menor. Me parece más que un error. Considero que la cultura es un artículo de primera necesidad y, por ello, un mal mayor cualquier encogimiento que pueda afectarla.

Porque, ¿en qué otro ámbito de la actividad humana se generan más debate ético que en las obras de arte y de cultura? ¿En cuál está la libertad más ambiciosamente recogida y alentada? ¿En qué terreno hay mayor curiosidad o apertura hacia el otro y lo otro? ¿En cuál vuela el pensamiento con menos temor, complejo o freno? ¿En cuál se le opone a la infamia una denuncia más constante o una réplica más decidida? ¿En qué otra dimensión de lo público las razones y condiciones de la felicidad se analizan con más detenimiento o reciben mayor protagonismo? Yo creo que en ninguno. Y que, por eso, invertir en cultura significa siempre ganar, ahorrar presupuesto.

Estoy convencida de que invertir en cultura es aligerar la tarea y el peso de otros departamentos: de Educación, sin duda, pero también de Sanidad, por ejemplo, e incluso de Interior. He visto, y veo, infinidad de veces representado que existe una relación proporcional directa entre cultura y capacidad crítica, entre cultura y conciencia; que a mayor cultura, mayor responsabilidad sobre la vida propia y la ajena. Y veo además que las invenciones, exigencias, interrogaciones, valentías de la cultura son ahora más necesarias que nunca, porque no son precisamente ideas ni conciencia del otro ni aliento de la libertad lo que le sobra a nuestro mundo en crisis.

Entiendo que esos recortes anunciados son una rendición, no una respuesta a estos tiempos difíciles. Que la respuesta es más cultura. Pero, ¿cómo obtener los recursos necesarios? En mi opinión, revisando las partidas presupuestarias actuales -¿todo lo que hoy se subvenciona merece la consideración de cultura?- y promoviendo un mestizaje de gestión y financiación entre lo público y lo privado. Un mestizaje que permita liberar a la cultura de su sobredependencia de la política; que avance en la profesionalización de las decisiones culturales y que anime sinergias más imaginativas y fértiles que las que hoy propone el marco institucional. No es el momento de recortar nociones ni acciones culturales, sino de transformarlas.

Artículo aparecido el 19 de septiembre en la edición vasca de El País.

La amistad de Goethe y Schiller representa, dentro de la cultura alemana, un acontecimiento de carácter simbólico. Por su significado y sus repercusiones rebasa la mera relación afortunada entre dos inteligencias excepcionales que supieron congeniar. Supuso, por decirlo con el lenguaje de la época, un encuentro productivo entre dos espíritus francos de rivalidad y de envidia, que se fecundaron mutuamente. Quizá el vocablo amistad designe de manera insuficiente algo de mayor alcance que abarcaría, junto a los coloquios de alto rumbo, la colaboración y el debate, el afecto compartido por dos seres de temperamentos harto disímiles. Bienaventurado el escritor que no está solo con los frutos frecuentemente defectuosos de su inventiva; que tiene quien se los juzgue en privado, sin pelos en la lengua, cuando aún hay tiempo de mejorarlos mediante la sugerencia de rectificaciones y cambios; un cómplice que es, además, la otra parte de un abrazo.

Aparecido el 16 de septiembre en El Cultural.