Colaboraciones en prensa

Esto "no tiene nombre" decimos y también que "no tenemos palabras" cuando algo nos parece particularmente atroz o abyecto. Y ahora cuesta encontrar enunciados para dar cuenta justa de lo que acaba de suceder en Noruega: decenas de jóvenes asesinados por un fanático; y del impacto que provoca el hecho de que esa matanza ha tenido un escenario "impensable", se ha producido en un país que, en muchos aspectos, tenemos por modelo de sociedad avanzada. La conmoción que está causando lo sucedido en la isla de Utoya tiene que ver, en primer lugar, con su atrocidad y sus dimensiones. Pero, también, con el hecho de que su autor se inserta en un brutal ideario de intolerancia identitaria que lleva tiempo apuntando signos en Europa. De este suceso espanta, desde luego, la tragedia misma; pero, además, la posibilidad de que tenga algo de punta de iceberg; de indicador de que un monstruo helado de totalitarismo pueda estar avanzando en Europa, por debajo del agua de sus apariencias.

Señales hay -y también sensaciones- suficientes que invitan a no tomarse el asunto a la ligera, sino, por el contrario, a considerar muy en serio el estado moral de Europa. Que indican que hay que hacerle a ese estado un diagnóstico minucioso, como el que, ante la sospecha de una dolencia grave, permiten los escáneres. Creo que Europa necesita pasarse una forma de escáner por sus principios y valores; darse así la oportunidad de remediar, en tiempo real, las posibles, probables, patologías. Las posibles, probables, inmunodeficiencias democráticas, las bajadas de defensas morales por donde puede colarse la infección de los extremismos. Cómo es Europa de vulnerable, en este momento, frente a los radicalismos excluyentes, a las xenofobias brutales, a las intolerancias totalitarias, debe evaluarse a conciencia, analizarse al detalle. Y analizar también, la forma que en cada país y en cada sociedad, adopta esa vulnerabilidad; cuáles son las fragilidades de cada cual, los resquicios por donde puede colarse con más facilidad la enfermedad.

Yo no puedo dejar de pensar que la máxima vulnerabilidad de la sociedad vasca se contiene en esos estudios que indican que un número importante (casi un tercio) de nuestros jóvenes o bien justifica la violencia o bien se muestra indiferente ante ella. Y en los datos que señalan que la xenofobia está calando también en un sector nada desdeñable de nuestra juventud. Insisto en que creo que en esto se concentra nuestra máxima vulnerabilidad. Y que no podemos desatenderla en ninguno de sus signos, por muy puntuales, insignificantes o deslocalizados que parezcan. Que debemos considerar esta vulnerabilidad con la agudeza y la ambición diagnóstica de un escáner. Conocer al detalle donde están los tejidos más frágiles, más permeables a la intolerancia; los virus más feroces contra la convivencia democrática; los argumentos más tóxicos contra un futuro social de pluralidad y respeto asumidos, convencidos.

Aparecido el 1 de agosto en la edicion vasca de 'El País'.

Breivik, el energúmeno que acaba de asesinar a casi ochenta personas, ha conmocionado la vida de un país como Noruega, poco acostumbrado a la violencia común y nada a la violencia política. Y conmociona aún más la imprecisión de lo que hay tras su demencia. Se han vertido explicaciones de orden ideológico, pero resultan pintorescas. Al parecer, el tipo es islamófobo, cristiano, aunque en las fotos aparece vestido de masón, ultraderechista y admirador de un héroe noruego que luchó contra los nazis. Todo esto remite a un ideario pasado por la túrmix. A pesar de tanta confusión, resucita la polémica sobre la libertad de expresión, y el debate de si existen ideas intolerables, cuya manifestación debería estar prohibida.

Las ideas de ultraderecha no deben ser prohibidas por mucho que sostengan ideológicamente a ciertos asesinos. Presiento que el enunciado ya está moviendo a escándalo. A riesgo de ser antipático, lo creo firmemente. Las ideas, per se, no deben ser proscritas. Una idea puede ser criticada, rebatida o ridiculizada. Una idea, por despreciable, puede ser despreciada, pero una idea no debe ser prohibida. Lo que debería mover a escándalo es otra cosa: que un tipo como Breivik, tras haber asesinado a ochenta jóvenes, va a acabar, en vez de recluido en la cárcel, residiendo en un apartotel con duchas individuales, instalaciones deportivas y biblioteca, y que dentro de 21 años estará cenando en cualquier restaurante de Oslo. Eso sí debería mover a escándalo: la horrenda confusión entre el buenismo penitenciario y la verdadera justicia (Y aún así, las ideas buenistas no deben ser prohibidas).

Hay que perseguir todos los delitos penalmente, pero ni una sola idea. Por esa razón algunos estuvimos en contra de la ilegalización de la izquierda abertzale, aún sabiendo que ochocientos asesinatos e infinidad de otros delitos se inspiraban en su depravada ideología. La sociedad moderna, en aras a la corrección política, quiere resucitar, bajo parámetros laicos, el delito de blasfemia, y eso es contrario a la democracia y la libertad.

Pero es que además, en este ámbito, algunos de los que se consideran más íntegros resultan ser escandalosamente incoherentes. En terrorismo, junto a los modelos islámico, abertzale o ultraderechista, también existe el ultraizquierdista. Al margen de los regímenes del socialismo real, la sanguinaria acción de la banda Baader Meinhoff, las Brigadas Rojas, el Grapo o el Ejército Rojo Japonés supuso el asesinato de varios cientos de personas. Sin embargo, ello de ningún modo puede suponer la prohibición de las ideas comunistas. Las ideas comunistas no deben ser prohibidas. Y sé que esta afirmación, a pesar de su dureza, es consecuente con las antecedentes, porque no quiero pensar que, con relación al asesinato por razones políticas, la mentalidad reinante maneje diversas varas de medir...

Artículo aparecido el 30 de julio en El País.

Me gusta hablar de arte con el poeta José Ángel Hernández porque no pretendemos transmitirnos verdades divinas. Al contrario, nos ofrecemos dudas para que el amigo siga completando su repertorio de incertidumbres. El diálogo más reciente fue sobre los nuevos focos de rebeldía sonora y literaria. Ciertas creaciones artísticas del siglo XX quisieron terminar en el silencio, la poesía cibernética, el cuadro completamente blanco. Desde entonces han llovido partituras, lienzos, libros, y conviene desinflar el orgullo moderno. Si escuchamos los madrigales y motetes del príncipe Carlo Gesualdo u otros compositores renacentistas, encontraremos combinaciones armónicas menos predecibles que en la mayoría de los autores actuales.

Parece que los inconformismos mejor ideados están en la fusión entre la música contemporánea y el jazz libre. Llegan a borrar sus identidades en una plaza común. Es un terreno donde, a principios de los años noventa, Frank Zappa, rodeado de ordenadores y medicinas que le atenuaban los dolores de la enfermedad, ya dejó unidas varias vías paralelas. ¿Y qué ocurre en la literatura? Las páginas de Jorge Luis Borges, escritas con palabras tersas, clásicas y de una profundidad que no acaba en sucesivas lecturas, condensan buena parte de los misterios. De la lectura de sus textos, creados con una lucidez nunca distraída por la anécdota innovadora, nace la pregunta: ¿no es conservador insistir en una revolución agotada?

Artículo aparecido en el suplemento 'El Cultural'.

Recuerdo la primera presentación, en el Teatro Victoria Eugenia de San Sebastián, de la candidatura de la ciudad a la capitalidad cultural europea. Estábamos aún en la fase previa y lo que allí se nos presentó fue poco más que un esbozo del procedimiento a seguir y algunas consideraciones de principio. Entre estas últimas se encontraba una por la que aquella primera exposición pasó, la verdad, sin detenerse. Tenía que ver con el papel que en el desarrollo y la gestión de los proyectos debían jugar las instancias políticas. Y lo que desde Europa se propugnaba era que su intervención fuera más bien discreta. En fin, que en este asunto las decisiones debían competer a agentes culturales independientes, o si se prefiere, que había que mantener a los dirigentes políticos a distancia, a la política a raya.

Ya he dicho que aquella primera presentación no se detuvo a considerar esta cuestión. Lo que, sin duda, tiene que ver con el hecho de que en nuestro país es muy difícil separar la cultura de la política, sencillamente porque no existen entre nosotros, como sucede en otros lugares de nuestro entorno, instancias de decisión cultural que, aunque vinculadas a lo público (en el sentido no sólo de la financiación sino esencialmente de la noción de servicio y responsabilidad para con la sociedad) actúan con independencia, o cuyas decisiones no vienen dictadas ni por la puntualidad de la agenda política ni por la voluntad de sus dirigentes.

Aquí, la Cultura está en gran parte decidida y dirigida por la política. Lo que personalmente no dejo de lamentar por muchas razones. Es evidente que la dependencia de la Cultura de la decisión política incrementa su vulnerabilidad, sus posibilidades, por un lado, de ser instrumentalizada, y despojada de su sustancia interrogadora y crítica. Por otro, de estancarse, de oxidarse, de perder mucho de su sentido y su valor por la vía de apartarse de las exigencias ético-estéticas más contemporáneas, de no debatir su sustancia. Y es que la Cultura reducida a/por la política no habla de sí y por sí, sólo es hablada, traducida a los titulares que van necesitando el interés y el juego del poder.

Y así, los ciudadanos seguimos sin saber gran cosa del proyecto de Tabakalera, pero conocemos al detalle las tensiones entre los partidos políticos a la hora de constituir su Consejo rector. Y así los ciudadanos tenemos que ver, con estupor y alarma, cómo de la dirección del Consejo Municipal donostiarra para el 2016 quedan excluidos quienes mejor conocen el proyecto de Capitalidad Cultural, por haberlo encabezado desde el principio. ¿Qué gana la Cultura con esa exclusión? Es obvio que nada, al contrario. Gana sólo la política de y para algunos. En el horizonte de una capitalidad europea, homologarse con los países de nuestro entorno, creando órganos de decisión cultural independientes, es decir, manteniendo en esta materia a la política a raya, parece más necesario, y urgente que nunca.

Artículo aparecido en 25 de julio en El País.

Quienes apreciamos la calma y leemos el mensaje del polvo en el camino, escuchamos de vez en cuando a JJ Cale. Va bien para tardes apacibles en el silencio de julio, cuando los campos son por fin amarillos y el paisaje se debate entre el cansancio y la esperanza.

En 2009, el veterano e influyente músico de Tulsa –autor de hits con Cocaine–, publicó "Roll On", un nueva joya de su visión relajada de la composición y la interpretación. Economía de medios, clasicismo en las formas, sosiego en el resultado. Guitarras blandas, voz íntima, el piano que arpegia y el banjo que salta, una caja para sostener el ritmo y colaboraciones de lujo en temas puntuales, como la guitarra de Eric Clapton o la batería de David Teegarden.

Póngase cómodos. Escojan su sombrero preferido y saquen la silla de madera más vieja y olvidada que conserven en el trastero. Recuerden las viejas lecciones sobre el olor de la maleza seca y el tacto del alambre roñosa. Y viajen por el folk, el blues, el rock o el swing de la mano del artista esquivo que añora a sus amigos, que resiste pese a las curvas de la vida y que oculta su hogar tras la colina dormida.

Aparecido en la revista Espacio Luke de julio-agosto