Colaboraciones en prensa

Todos son conocidos: Jaime Stinus, Gabriel Sopeña, Luis Alberto de Cuenca y Loquillo. El proyecto llevaba años en la boca y en la cabeza del cantante, y desde este mes es una realidad. Se trata de diez poemas musicados. Como sucedió en los años noventa con La vida por delante (recientemente reeditado) o Con elegancia, rock y poesía para oídos avisados. La diferencia estriba en que, en esta ocasión, el disco es doblemente temático: un solo autor y diez textos sobre mujeres.

Siempre me he confesado fan del Loco. Desde los quince años me gusta todo lo que hace. En esta ocasión, le agradezco la selección de los textos, la ajustada interpretación de cada tema y, sobre todo, las ganas que pone en proyectos con los que, imagino, salvo ganar dinero y amigos, puede suceder de todo. De los diez temas me quedo con casi todos, especialmente con los cuatro primeros. El humor, la delicadeza, la elegancia, la ternura y la ambigüedad de Luis Alberto de Cuenca, pero también la mala uva como en Political Incorrecteness, son las pistas de lanzamiento para disfrutar de géneros como el country, el pop sesentero, la balada glam o los aires folkies. Todo cabe gracias a las siempre variadas composiciones de Sopeña y a la producción exquisita, pero nunca excesiva, de Stinus. Y la presentación, como libro-disco salpicado de la obra pictórica de Fernando Pereira (sucedió también en Balmoral) es otro valor añadido.

Gracias a los cuatro, sinceramente. Y gracias a Susana Koska por salir en la portada. Algunos detestarán el trabajo, otros no lo comprenderán, otros lo adoraremos. Da igual. Un poeta que escribe la letra de Viaje con nosotros, un compositor que convierte un soneto en un himno pop, un productor que viste cada frase con el traje adecuado a la ocasión y un cantante que interpreta siempre mejor Cadillac solitario, merecen mi respeto. Que la gira por teatros que se anuncia en la página web (www.loquillo.com) sea un éxito.

Aparecido en la revista digital Luke del mes de octubre.

El abuelo, pastor y panadero, circula en bicicleta por las calles de la isla donde vive. Lleva a su nieto dentro de la cesta del pan. En esa escuela de olores, insularidad y penuria se instruye el futuro pintor y poeta Manuel Padorno. En cuanto aprende a escribir versos, pide un día de veinticinco horas o canta a un afilador de tristezas. Son años de dictadura política y desdicha cultural. Contra esta doble pesadumbre el joven crea su arte. Como tiene un impulso natural de innovación, desestima el realismo de una sola capa. También disiente de los que en lugar de poemas componen jeroglíficos indescifrables. Para orientarse bien, elige la amistad de Martín Chirino y Manolo Millares. Cuando leemos los libros iniciales del tinerfeño Manuel Padorno, sentimos la certeza de que la geografía le proporciona una libertad sensorial que no es sólo europea; sus palabras transmiten música de África y América. Las obras posteriores reflejan la equidistancia cultural de Canarias. Más tarde, instalado en Madrid, funda una editorial que va a dirigir su esposa, Josefina Betancor, para acoger a nuevos talentos. En el refugio se cobija un muchacho alto de estatura e inventiva: Félix Francisco Casanova. Hasta los días finales, Manuel Padorno pinta y escribe desde una juventud de rumbo imprevisible. El artista muere en 2002. Con la edición de la antología La palabra iluminada (Cátedra), su nombre viaja ahora recogido en la cesta de los autores clásicos.

Aparecido en El Cultural de El Mundo.

Dice un micro-relato del genial Augusto Monterroso: "Erase una vez un hombre tan pequeño tan pequeño que no le cabía la menor duda". Creo que muchos de los comentarios expresados estos días, en torno a la concesión del Premio Euskadi de ensayo en euskera a una obra de Joseba Sarrionandia, sufren de esa pequeñez monterrosiana, por la vía de cerrarse a la interrogación. Me refiero esencialmente a aquellos que consideran incomprensible que la Consejería de Cultura haya decidido retener el pago del mismo hasta que el autor de la obra ganadora -ex miembro de ETA, fugado de la cárcel en 1985 y en la actualidad en paradero desconocido-regularice su situación con la justicia.

Creo que a esa decisión de Cultura hay que reconocerle, como mínimo, el mérito de haber sembrado en este caso la duda o de haber abierto el asunto a debate; y de haber evitado así que adquiriera el estatuto de "aquí no ha pasado nada" o la categoría de normalidad que de otra manera hubiese tenido. Demasiado tiempo hemos aceptado, o soportado, como normales, muchas anormalidades. Y lo normal en este caso es interrogarse, mostrar reservas, oponer objeciones a que, al margen de la concesión del galardón a la obra, el premio se haga efectivo a su autor.

Y me parece importante distinguir los dos ámbitos. No tengo nada que objetar a la decisión del jurado -le supongo la profesionalidad y el criterio crítico adecuados- de premiar Moroak gara behelaino artean? Tampoco creo que haya que insistir en que muchas veces la estatura de una obra no coincide, ni en alto ni en bajo, con la de su autor; y en que la historia literaria nos ha dado ejemplos de ese desfase en sus dos sentidos. Lo que creo que puede y debe sostenerse es la negativa pública a pagar el dinero de ese premio hasta que determinadas cuestiones se aborden y se regularicen, y ello sobre la base de dos tipos de argumentos.

El primero, de orden eminentemente formal. Cualquier ciudadano vasco que se relacione con la Administración y sus dineros -es decir, con el dinero de todos- está sometido a diferentes trámites de transparencia de vecindad, fiscalidad, estatuto laboral...A Sarrionandia deben aplicársele las mismas exigencias de claridad y actualidad administrativas que al resto de la ciudadanía. El segundo y fundamental, de orden ético, de moral civil. ¿Puede alguien que ha desafiado de modo tan radical los principios democráticos y a la sociedad que los sustenta, recibir de ésta un premio? ¿Puede ser premiado en nombre de lo público quien ha atacado de una manera tan radical la convivencia de todos, la existencia de lo común? Personalmente creo que no. Que la sociedad vasca puede exigirle a Sarrionandia, antes de hacerle efectivo el premio que ha obtenido su obra, una actualización de su estado de pertenencia a la misma, esto es, de respeto a sus instituciones (también judiciales) y de adhesión a sus fundamentos democráticos. Una regularización cívica definida y definitiva.

Artículo aparecido el pasado 10 de octubre en El País.

Un texto redactado con voluntad literaria constituye un acto de comunicación con aditivos. Uno expresa algo de cierta manera que aspira a ser tenida en cuenta como tal manera. El escritor que favorezca lo primero, lo que tradicionalmente ha venido llamándose el contenido, adoptará un tipo de escritura escueto, sobrio, de baja densidad ornamental. El que, por el contrario, resalte las propiedades estéticas preferirá las estructuras complejas y los modos expresivos alejados de la lengua estándar.

Entre ambos extremos se alarga una variada gradación de estilos, todos matizables, ninguno ilegítimo. Cualquier novedad que se incorpore a los usos literarios orienta el texto en la dirección de la sencillez o de la dificultad. La sencillez no tiene por qué dar forzosamente frutos populares. La dificultad nunca es popular.

No es insólito (ni apenas beneficioso para el progreso de la cultura) que algunos escritores menosprecien a otros en voz alta por ocupar una posición distante de la suya en la escala general de las tendencias literarias. Por lo visto ignoran que el estilo por sí solo es un criterio insuficiente para determinar la calidad de una obra. Un escritor no ejerce mal su oficio porque nos disguste su manera de escribir. Sería absurdo criticar a un cocinero experto en platos chinos por la simple razón de que nuestro paladar deteste el arroz. El escritor no flojea porque practique el realismo, la poesía barroca o la escritura vanguardista, sino porque, dentro de su tendencia particular, carece de unas cualidades determinadas.

De poco sirve ejercitar dichas cualidades, cualesquiera que sean si los lectores no disponen de antenas intelectuales para captarlas, en cuyo caso el escritor deberá resignarse a la suerte del pianista que pulsa las teclas de su instrumento ante un público sordo. Una situación de este tipo es por desgracia frecuente en España, nación donde el plebeyismo y la zafiedad en sus sucesivas variantes (pensemos, a modo de ejemplo, en los programas actuales de televisión de mayor audiencia) han encontrado, incluso en las capas cultas de la sociedad, terreno propicio desde hace varios siglos. El ambiente populachero, de vulgaridad asumida, perjudica no menos el arraigo social de las formas artísticas de alto rumbo que a las personas privadas de conocerlas y disfrutarlas. Vocablos como intelectual, estilista, lírica, retórica, bellas letras, se han impregnado en la lengua española de nuestros días de connotaciones peyorativas. Se dijera, en conclusión, que un tío que escribe inspira más confianza que un literato.

Raro será que a una obra rica en pensamientos complejos, en datos históricos, en aciertos formales y hondura humana no la preceda un sostenido esfuerzo que fácilmente pudo prolongarse por espacio de varios años. Se comprende que al autor, durante el largo y a menudo penoso proceso de creación, lo haya animado la esperanza de ser algún día entendido, de dejar acaso una impronta positiva en esta y aquella conciencia y, si las cosas vienen bien dadas, de merecer aplauso, cuestión en absoluto desdeñable puesto que puede dar de comer.

La expectativa de una recompensa a la labor llevada a término es propia del hombre libre. El esclavo, pobrecillo, ¿qué va a esperar? Existen desde luego recompensas de muchas clases. Se cuenta que en 1928 Bertolt Brecht recibió un automóvil a cambio de un poema. La remuneración en dinero o en especie no significa que el escritor haya despachado la tarea con mérito ni que dicho mérito, de haber existido, sea cuantificable, aunque no falten en el gremio literario quienes crean que valen lo que se les paga. En rigor, no hay recompensa más digna que la de comprobar que no se ha trabajado en vano, que lo que uno hizo con perseverancia y esmero en su soledad laboriosa resulta útil, significativo, quizá deleitoso, para los demás.

Esta expectativa no tiene por qué estar morbosamente ligada a la vanidad, reproche común allí donde los gustos populares, elevados a norma, toleran a regañadientes la excelencia. Al profano le sale más fácil admirar a quien emplea para fines estéticos instrumentos o materiales costosos cuyo manejo requiere, por añadidura, un arduo aprendizaje. Pienso en el caballete y los trebejos de pintar, en los mármoles del escultor, en el arpa, en la cámara cinematográfica. Sin embargo, ni el lector más cerrado de mollera duda en juzgar, tasar y aun corregir las obras de quienes se propusieron hacer arte con esa cosa vulgar, cotidiana y sin dueño que hasta los niños llevan a la boca: la palabra.

Por unas monedas pueden adquirirse hoy día ediciones de bolsillo del Quijote, de la Ilíada, de Poeta en Nueva York. No piden más en una librería por la suma de hojas impresas que denominamos libro. Uno paga el papel, la tinta, el transporte, la distribución, esas cosas. Los logros verbales, en cambio, son a tal punto irreductibles a un precio que los afortunados que nos instruimos y complacemos con ellos propendemos a considerarlos dones de la naturaleza, a la manera de los tigres, las amapolas o los atardeceres.

¿Cómo agradecer a los autores lo que hicieron por nosotros, aunque hayan muerto, aunque jamás nos crucemos con ellos por la calle? En el fondo, sin necesidad de proponérnoslo, les estamos mostrando nuestro reconocimiento y, de paso, la gratitud que nadie nos exige, que surge acaso de una emoción personal, de un incidente privado, de una simple reacción subjetiva, cuando nos adentramos en sus escritos con aplicación. Y no por nada, sino que la literatura presupone la participación de inteligencias curiosas y sensibles sobre las que ella pueda ejercer sus efectos innumerables, de la misma manera que la música logra su consumación, no en el aire que atraviesa, sino en los oídos que la escuchan. Ni siquiera quien está persuadido de escribir sólo para sí está exento de esta ley de la comunicación. Quien escribe para sí se dirige por fuerza a la sombra del lector que va a su lado. Serán uno y otro la misma persona, pero en modo alguno la misma perspectiva.

El autor cocina, el lector degusta. Si aquel no evitó que se le quemara la comida, si se propasó con la sal, si retiró la cazuela demasiado pronto del fuego, habrá fallado. No menos inútil habrá sido su empeño si el comensal destinado a deleitarse con la maravilla culinaria tiene un paladar de granito. De autores con talento y de lectores avezados se hace la literatura digna de tal nombre. De lectores exigentes con aquello que se les ofrece, pero también consigo mismos. Lo cual implica disposición por su parte a afinar el gusto, a superar dificultades de lectura, a enfrentarse con textos cuyos secretos no se dejan desentrañar así como así, antes bien con ayuda de una carga notable de dedicación y paciencia.

Hoy día abundan los escritores que aprovechan cualquier oportunidad para cubrir de requiebros a los aficionados a los libros. Obviamente los adulan llevados de la certera intuición de que sin ellos no son nada. Por lo mismo podrían injuriarlos a fin de golpear su atención. Buscan público sin distinción de intereses y calidades, al modo de una flor que saliera volando en pos de cuantos insectos pululan por la zona, sean polinizadores o no.

Abandonan entonces su lugar natural, el escritorio; emprenden campañas de promoción que con frecuencia los obligan a ir de ciudad en ciudad convertidos en viajantes de comercio de sus propios libros, procurando generar noticia y diseminar su retrato y su nombre en los medios de comunicación. Alguna escritora incluso ha salido despojada de ropa en las revistas. Otros justifican su participación en competiciones literarias, de dudosa honradez en ocasiones, con el socorrido argumento de que desean incrementar el número de sus lectores, si bien no termina de quedar claro, cuando así se expresan, si buscan personas que dediquen atención a sus libros o se conforman con que simplemente los adquieran.

Parece inverosímil que alguien lea un libro llevado por un gesto de caridad hacia el escritor. Uno lee un libro en provecho propio, deseoso de distracción, de consuelo, de aprendizaje, cuando no apretado por obligaciones pedagógicas o profesionales. En un país civilizado, los ciudadanos están en su derecho de leer o no leer, y, si lo hacen, de elegir lo que leen y leer de acuerdo con estímulos o expectativas de su exclusiva incumbencia. Esta circunstancia no obsta para que existan lectores inhábiles, igual que existen comensales sin gusto, movidos tan sólo por el impulso de matar a toda prisa el hambre.

No se puede endosar a los lectores la responsabilidad de sostener la literatura. Libro en mano, corresponde a cada uno de ellos la decisión de valerse de la actividad lectora para pasar un buen rato, soltar unas carcajadas u olvidar las penalidades de la jornada. Por la misma regla de tres, la literatura de calidad no es ni tarea ni placer para todo el mundo, y el hecho de que se distribuya dentro de libros, electrónicos o de papel, no significa que merezca la misma consideración que otros libros de similar formato cuya finalidad se aparta de la expresión escrita con intención estética. Y esto es así por cuanto la literatura exige de sus receptores un grado no pequeño de formación cultural, además de una serie de cualidades que no todo el mundo por desgracia posee, como la sensibilidad para determinados registros y temas, la paciencia para el libro voluminoso, para el que frecuenta zonas de vocabulario inusual, para el que abunda en innovaciones estilísticas; en fin, para el que no se deja leer con un ojo mientras se mira con el otro a otra parte.

Artículo aparecido en el Babelia de hoy

Polémica ha desatado el Premio Euskadi de Ensayo, otorgado a Joseba Sarrionandia. Pero la verdadera polémica es otra: por qué Sarrionandia no había conseguido aún el galardón.

Otra cosa es que el Gobierno vasco tenga razón en retener la cuantía del premio. Los que no entiendan esa decisión requieren un cursillo acelerado de cultura democrática. El poder público, el estado, es uno. No puede hacer abstracción de sus pronunciamientos. Una empresa con deudas públicas no contrata con la administración, y alguien que tiene cuentas pendientes con la justicia no va en taxi a Ajuria Enea, ni cobra de los contribuyentes. Pero una cosa es retener el premio y otra condenar su concesión, lo cual no tiene ningún sentido.

El premio a Sarrionandia ha sido un acto de justicia, de justicia literaria. Ningún escritor merece una calificación profesional por su conducta. Para eso hay otros juicios. Buena parte de la intelectualidad francesa durante la ocupación cayó en brazos del nazismo. Grandes escritores defendieron las atrocidades comunistas. Por cierto, muy premiados autores españoles ejercieron la traición y la delación en la dictadura de Franco. Pero nada de todo esto tiene que ver con su escritura.

El titular de prensa, reimpreso hasta la saciedad, de que "El Gobierno vasco premia a un etarra fugado" es una verdad parcial. Y la verdad parcial es la peor de las mentiras. Lo que ha hecho el Gobierno vasco es premiar a un escritor grande, de trayectoria larga, fecunda y contrastada. Pero la incapacidad de algunos políticos para digerir esta evidencia ha llegado a extremos estalinistas. Para criticar la "injustificable" decisión del Gobierno, se ha defendido una radical subordinación de la cultura a la política, se ha declarado con desvergüenza que la cultura sirve para que el político refuerce sus mensajes ideológicos. Pues no, la función de un premio literario no es dar cobertura a ninguna ideología. Da bochorno puntualizar esta obviedad. Aunque quizá es necesario porque entre tanto demócrata entusiasta hay mucho comunista arrepentido.

Prueba la estupidez de esta polémica que, tras premiar a dos escritores extraordinarios, Iñaki Uriarte y Joseba Sarrionandia, de uno de ellos ni siquiera se da noticia y de otro la noticia nada tiene que ver con su trabajo. A algunos publicistas les escandaliza que Sarrionandia sea premiado. A otros nos escandaliza que a ellos les importe un bledo la literatura de Sarrionandia, la literatura de Uriarte y la literatura misma.

La feliz liquidación de ETA va a tener consecuencias insospechadas. Eso implica a la izquierda abertzale y también a los demás. Los terroristas, sus métodos y su visión moral van a salir perdiendo, pero también los presupuestos de quienes viven emocionalmente, económicamente o intelectualmente de la violencia. La paz va a ser con ellos más cruel de lo que ni siquiera aciertan a imaginar.

Aparecido el 8 de octubre en la edición vasca de El País.