Cuando San Agustín escribe La ciudad de Dios, en el siglo V, está preocupado porque hay quien dice que la caída de Roma en manos de los godos de Alarico se debe a la aceptación del cristianismo por parte del Imperio, que ha abandonado a los dioses. San Agustín quiere mostrar que el derrumbe de Roma se debe a su egoísmo y a su inmoralidad, afirma que ni los dioses ni la filosofía antigua han sido capaces de mantener el imperio y de traer la felicidad a sus habitantes. Uno duda si puede haber relación entre el mantenimiento de un imperio y la felicidad, pero la pregunta puede hacerse de igual forma hoy, en relación al sistema económico actual y la relaciones de poder en nuestro mundo. El añadido de la obra a la que nos referimos es que se trata de un texto de carácter teológico y místico según el cual la ciudad de Dios es la de los elegidos, y la ciudad del diablo la de los reprobados. En la interpretación de Gilson, la ciudad de Dios no puede identificarse con la ciudad en esta tierra, ni siquiera con la Iglesia, porque aun dentro de la Iglesia hay personas reprobadas y que no pertenecen a la ciudad de Dios. Las dos ciudades, la divina y la terrena, se hallan confundidas en esta tierra, donde la diferencia entre lo temporal y lo espiritual, lo político y lo ético, no se encuentra en campos distintos, aunque sí respecto a los designios de Dios, pues Agustín también habla de una sociedad de los santos, que no es algo exclusivamente inmanente.

Todos los esfuerzos por imaginar ciudades o mundos ideales y necesarios han de pasar por el trabajo diario en favor de la justicia y la paz, con planteamientos éticos, que son parte de los fundamentos de la felicidad y la transformación de la vida terrena. Más que hablar de dos ciudades, de dos tiempos, de dos semanas, semana de primavera para unas personas, semana santa para otras, podemos hablar de todo lo que implica hacer una revolución ético-espiritual en la tierra donde pueden ser cómplices personas que hablan ese lenguaje que no enfrenta dos maneras de pensar y que se encuentra acorde con una manera de vivir la justicia y los derechos humanos en el mundo.

Un relato actual de De Civitate Dei, aunque parezca que el lenguaje de ambos se encuentra en las antípodas, está a nuestro alcance en la novela de Pablo Lins, Cidade Deus, adaptada a la película del mismo nombre dirigida por Fernando Meirelles y Kátia Lund. Ciudad de Dios puede considerarse una parábola sobre nuestro mundo. La favela de Río de Janeiro llamada Ciudad de Dios está protegida por dos bandas de narcotraficantes que disponen de la vida y de los bienes de los demás. Cuando la policía interviene causa tantos daños colaterales que resulta difícil presentar su función como una OTAN, perdón, como una fuerza detentadora del monopolio de la violencia al servicio del bien. Quienes financian las operaciones, detrás, muy detrás de las bambalinas, ni siquiera se ven, porque las escenas son violentas cuando se filma la grosería y la capacidad de asesinar de los pobres, pero queda invisible a los focos y a las cámaras la gran ciudad en la que se refugian los medios de comunicación que ni siquiera se atreven a entrar en la favela, en el mundo de la pobreza extrema. Y cuando lo consiguen, aun con el protagonismo de un fotógrafo surgido de la misma favela, solo se publicarán las fotos de los delincuentes violentos, ya muertos o encarcelados, pero no será posible publicar las fotos -¿Wikileaks al fondo?- de los policías corruptos porque el protagonista sabe que los riesgos para su futuro son demasiado letales. Y el mensaje final no es de esperanza, porque los raterillos, las nuevas generaciones, se han limitado a esperar a que se destruyan entre sí las anteriores -los imperios basados en la violencia-, y tratan de reorganizar su nuevo dominio con los restos de armas, de odio, y de falta de valores que les quedan.

Los relatos proféticos denuncian la realidad, la simplifican, e incluso la exageran, porque quieren hacer una llamada a la conciencia, al cambio de vida, a la proyección de nuevas alternativas, a la llamada a unos tiempos, a unas tierras, santas religiosas, o santas laicas, que también las hay, cuyo denominador común sea una tierra nueva, otro mundo posible, donde las estructuras económicas, la organización de los pueblos, y la conciencia ética, no se encuentren enfrentados en compartimentos estancos, sino perfectamente engranados.

Artículo aparecido el 12 de abril en Deia.