Colaboraciones en prensa

Los ricos son potros. Es así. El millonario rumboso es una figura irreal y anacrónica. En el siglo XIX, un tertuliano del Casino de Madrid perdió una moneda de cinco duros y empezó a buscarla por el suelo. El banquero y político José de Salamanca, que dio nombre al madrileño barrio de Salamanca, estaba presente. Sacó un billete de mil, le prendió fuego y con semejante antorcha se sumó a la búsqueda. Pero esos eran los ricos de antes. Los de ahora son más mirados que una óptica.

Tana y Bosco, los dos pijos que tengo en casa, han recorrido terrazas, hoteles y txosnas poniéndose morados de merluza, bacalao, jamón, bocatas, txakoli y agua de Bilbao, y a la hora de pagar empezaban a mirar el papel de la pared como si les hubiera hipnotizado, y no metían la mano al bolsillo ni para rascarse. “Resistiré”, pensaba yo, como el Dúo Dinámico. Porque tiene bemoles que al final paguemos siempre los pobretones. Pero al rato de verles haciendo la estatua me angustiaba y cuando el camarero traía la dolorosa, quien soltaba la Visa era esta menda. Así que estamos que echamos humo. La Visa y yo.

Además, todo es carísimo y tengo la impresión de que en fiestas suben los precios aprovechando que el calor y el kalimotxo atontan al personal. Una tarde, Red Bull me dio alas y le largué a Tana, en plan indirecta, la frase de Sacha Guitry: “Los talones sin fondos son delito, pero los fondos sin talones también deberían serlo”. Dijo que no entendía y le contesté que estaba muy clarito, que el que tiene tela debe moverla, caray, que todo el mundo tiene que vivir. “Qué razón tienes”, contestó con más morro que un oso hormiguero. “Sácate una racioncita de rabo de toro, que aquí la bordan, ¿eh, Bosco?” “Sí, oyessss”, respondió él. En fin, soy boba y la pedí. Para mí que era rabo de gato, porque estaba más esmirriado que mi cartera, pero me metieron una clavada que ni El Juli en Vista Alegre. Y yo, como el gran Woody Allen, tengo dinero para vivir muy bien hasta el fin de mis días, siempre que me muera mañana. Menos mal que por fin se acaban las fiestas, porque no puedo más. ¡Socorro!

Artículo aparecido en El País el 26 de agosto

Hace unos días, los vecinos de mi manzana apadrinamos a un paraguayo que vino por las fiestas y nos tenía desesperados. Se llamaba Darío y era uno de esos pelmas que llegan siempre en Aste Nagusia. Él decía que era artista. Y cantar cantaba, sí, pero hay que ver cómo cantaba el tío. Tenía poquita voz, pero fea, y suplía esa escasez con unos alaridos que ponían los pelos de punta. A las ocho de la mañana ya empezaba con “¡Nostalgiaaaaa, de sentir tu risa locaaaaa!” y así hasta las dos de la noche, cuando se despedía con El pájaro chogüí. No sé los demás vecinos, pero yo sí me encontré varias veces riéndome con una risa loca, fruto de la alteración nerviosa que me provocaba ese hombre. Porque además de cantar, también bailaba, animaba y dinamizaba. Sobre todo, dinamizaba. O sea, no callaba. Todo el día oyendo su “grasias, hermanos de otro continente, lindo Bilbao de mi corasón”. Agotador.

Total, que por culpa de Darío estábamos tan dinamizados que el tráfico de Trankimazin por los portales era ya preocupante. Así que nos reunimos unos cuantos y decidimos que lo que había que hacer era becarle, darle una especie de Erasmus local. Que era como decirle finamente que le ofrecíamos un dinerillo para que dinamizara otras zonas. O sea, para que se fuera al carajo de una santa vez. La negociación fue delicada, según algunos porque Darío era suspicaz, según otros porque era un chantajista de tomo y lomo. Pero finalmente se llegó a un acuerdo. El tío sacó su tajadita, pero nosotros nos lo ahorramos en ansiolíticos, que también salen por una pasta.

Unos dijeron que se había ido a Santutxu, otros que a Ercilla. Y daba gloria acostarte sin oír que “¡Cuenta la leyenda que en un árbol se encontraba encaramado un indiesito guaraníííí…!” Pero claro, ni los de Santutxu ni los de Ercilla se chupan el dedo. Ellos también aflojaron la mosca. Y ahí tenemos a Darío de vuelta. Ahora nos lo vamos rotando. Pero lo peor no es eso. Lo peor es que el loro de nuestra calle se ha aprendido sus lindas cansiones y ahora le hace a Darío el dueto en Recuerdos de Ypacaraí. Nosotros hemos vuelto al Trankimazin.

Artículo aparecido en El País el 25 de agosto de 2012

Se está hablando bastante, y presumiblemente se hablará mucho más cuando la difusión de la obra se extienda, de la película Femme de la rue (Mujer de la calle) que en Bruselas y con cámara oculta ha rodado Sophie Peeters. Para su proyecto de fin de carrera esta joven belga, estudiante de cinematografía, ha decido contar lo que, por el simple hecho de ser mujer, tiene que soportar cotidianamente en las calles de su barrio; los insultos, comentarios obscenos y acosos varios a los que la someten, un día sí y otro también, hombres que no soportan que vaya sola por la calle, que se vista como le apetece; que ejerza, en definitiva, con naturalidad sus prerrogativas y sus derechos de persona y ciudadana libre. Para el machismo esa libertad no existe, las mujeres no pueden vivir como les place, y cuando lo intentan hay que hacerles, como a Sophie Peeters, la vida imposible. La película es, en este sentido, extremadamente elocuente e impactante. Tanto, que las autoridades de Bruselas ya han reaccionado, anunciando medidas como la de imponer multas a los acosadores.

Que el molestar, insultar o agredir verbalmente a una mujer por la calle forme parte de las conductas incívicas sancionadas por una ordenanza municipal, me parece una medida necesaria. Y al mismo tiempo, precisamente por su condición de necesaria, resulta desoladora y deprimente. Que haya que multar el machismo en la calle da la medida de la magnitud del problema; del aún precario estado de la condición femenina en nuestras sociedades; de los niveles de discriminación que las mujeres todavía padecen; y de la estruendosa insuficiencia del empuje social y político aplicado a consolidar una auténtica igualdad de género.

Ese machismo desatado, explícito, que recoge la película de Sophie Peters, constituye un indicador más de que, desde luego, no mejoramos en esta materia. Una evidencia más de que ni la violencia ni las discriminaciones contra las mujeres retroceden, de que en muchos ámbitos no van a menos sino a más (la mayoría de los agresores filmados en Femme de la rue son jóvenes) y aprovechan cualquier debilidad del momento o del tejido social para extender y enraizar su nefasta influencia (la crisis parece estar frenando las denuncias de malos tratos).

La experiencia de Sophie Peeters no es única; la comparten infinidad de mujeres de todas partes. Pero creo que resulta particularmente significativo que esa película y los hechos que la motivan se desarrollen en la capital de Europa. Ese escenario es otro indicador de la escala del problema y, por ello, del marco desde donde hay que abordar su solución.

En pleno debate sobre el proyecto europeo, el crudo testimonio de Sophie Peeters nos recuerda oportunamente que la igualdad real —de situación y de experiencia— de las mujeres sigue estando pendiente en los países de la Unión; es decir, que aún está pendiente una adhesión auténtica de Europa al tratado de sus propios principios.

Artículo aparecido el 19 de agosto en El País.

Lo que son las cosas. Tiene que llegar la Semana Grande para que una incultaza como yo en materias deportivas sepa qué es una triatleta y quién es Virginia Berasategui. Porque la ves por la calle y simplente parece una chica monísima a la que le queda bien hasta el traje de pregonera, que mira que es difícil. Pero es que luego te enteras de que esa rubita es una especialista en Ironman, o sea, que la tía se hace 3,8 kilómetros nadando, 180 en bici y 42,195 corriendo, y se queda tan contenta.

Para esta ironwoman, un día de descanso consiste en correr sólo media hora y nadar sólo 2.000 metros. A mí sólo pensarlo me dan vahídos y para recuperarme tengo que tumbarme en el sofá y comerme una tableta entera de chocolate. Pero es que yo no soy muy de triatletismo. Soy más de trivago. O trivaga, para ser más exactas. Y luego pasa lo que pasa: que el espejo no miente. En este cochino mundo, lleno de mentiras, tenía que ser el espejo, precisamente, quien se empeñara en decir siempre la verdad. Con lo sobrevalorada que está la sinceridad.

Una amiga me contaba ayer, tomando un katxi en Mamiki, que había descubierto por qué tenía un cuerpo porno: por no ir al gimnasio, por no dejar las cervecitas, por no cortarse con las chuches… La pobre ha ideado un sistema para pesarse sin llevarse disgustos: se tumba en el suelo, levanta las piernas y sostiene la báscula en alto, con los pies. Así pesa poquísimo y cada mañana se lleva un alegrón.

Dice también que un buen sistema para adelgazar es ponerse desnuda y comer delante de un espejo. El método funciona, porque en seguida te echan del restaurante. Yo le dije que no se obsesionara tanto con el peso. Que hubo un actor, Archibald Leach, que fue rechazado por su delgadez, pero años después Hollywood le repescó por 450 dólares a la semana y le cambió su nombre. Y así fue como nació Cary Grant. Esta conversación nos dio tanta hambre que al grito de un día es un día, nos pedimos unos bocatas de lomo con pimientos, bocatas txosneros donde los haya, que sabían a gloria. En cuanto acaben las fiestas, nos apuntamos al gimnasio. Palabra de trivaga.

Artículo aparecido el 24 de agosto en El País.

Algo malo, malísimo, debí de hacer yo en otra vida, para que en ésta me caigan los marrones que me caen. Y me explico. La otra tarde me telefonea Tana, mi amiga pija, y me dice que me sigue a diario. La imagino con gabardina, parapetada tras un periódico, y vigilándome de soslayo. “¿Pero estás en Bilbao?”, pregunto alarmada. “No, en Madrid”, contesta, “pero leo tus crónicas en la Red”.

Respiro aliviada. ¡Tana está lejos, qué tranquilidad! Pero justo cuando empiezo a relajarme, suelta la noticia bomba: viene a las fiestas y trae con ella a un amigo “espectacular”. Es su adjetivo favorito. Para ella, todo es espectacular. Bueno, resumiendo: Tana y Bosco han llegado. Los tengo en casa. Y Bosco, efectivamente, es espectacular. Tiene treinta y pico años y cierto parecido con Mario Vaquerizo, pero con los pelos color fucsia-cereza. Además es borde como él solo, y todas sus frases acaban en un “oyessss” que me enferma.

Tana, en cambio, está divina. Se ha quitado diez años de encima —los mismos que he cogido yo al verla— y dice que es porque ha hecho la dieta Duncan Dhu y porque la compañía de Bosco le sienta genial. “¿Pero tú estás liada con eso?”, le he preguntado escandalizada. Me ha respondido con cara torva que los hombres de su edad son como los váteres en Aste Nagusia: o están ocupados o están hechos un asco, y que Bosco al menos es joven. Así que sus relaciones siguen siendo para mí todo un misterio.

Lo único que sé es que a Bosco le están encantando Bilbao y sus fiestas. Ayer dijo que siempre había creído que la Gran Muralla China era la única estructura hecha por el hombre que resultaba visible desde la Luna, pero ahora empieza a pensar que también podrá avistarse la zona que va del Ayuntamiento al Arenal, oyessss. Supongo que lo dijo para hacerme la pelota, porque les invité a cenar y se zamparon un chuletón de aúpa con un reserva que quitaba el hipo. Y yo que pensaba que en la Duncan Dhu sólo tomaban salvado. Mientras ellos masticaban felices, yo intentaba recordar qué hice en otras vidas. Debió de ser algo terrible, porque hay que ver cómo lo estoy pagando.

Aparecido en El País.