Colaboraciones en prensa

Me encuentro con Paz, una vecina jubilada, y me cuenta que viene de pergolear un poco. “Mi pandilla y yo pergoleamos todos los días”, explica, “a la mañana y a la noche. También nos gusta hotelear, txosnear, terracear y barraquear, pero donde esté la Pérgola, que se quite todo”.

A veces pienso que a Paz habría que nombrarla académica de la lengua, porque ella solita se hace un diccionario y se queda tan ancha. “Ay, hija, qué calor, qué soborno", dice; “me he tenido que tomar una aspirina fluorescente, porque con estos calores parece que a una le va a dar un simpósium al corazón. Yo es que no salgo de mi apoteosis. Claro que tampoco hay que rascarse las vestiduras. Peor sería que empezara a llover como el Danubio universal. Bueno, mona; te dejo que voy a mi casita, enderezo la ensalada, echo una siesta y me arreglo para el pergoleo nocturno. Tú a lo tuyo, ¿no?, a estrujarte las meninas para el artículo diario. Pues que haya suerte, guapa”.

Y se va. Mientras se aleja, la miro y pienso que bajo esa apariencia de viejecita afable late un monstruo que únicamente sale a la superficie cuando alguien intenta arrebatarle su derecho a pergolear tranquila.

Y es que la Pérgola, la catedral de las bilbainadas, engaña mucho. Ese público de la Tercera Edad parece indefenso y desvalido, pero de eso nada. Hay mucha energía entre esa gente. Yo lo vi hace unos días y me quedé estupefacta. Nos disponíamos a escuchar las bilbainadas de un grupo bochero, cuando un cuarentón intentó arrebatarle a Paz la silla de madera en un descuido. Qué fue aquello. Paz y su pandilla —una simpática colección de ancianitos en la que abundan canas, bastones, dentaduras postizas y prótesis varias— mutaron de pronto y se convirtieron en un grupo de fieras salvajes capaces de todo con tal de defender su territorio. “Antes tuerta que sin silla, ay que sin silla, ay que sin silla", dijo Paz mientras sacaba de su bolso unos nunchakus que ni Bruce Lee. El cuarentón chulito recibió su merecido. Y es que un público capaz de bregar con Mike Kennedy y Los Mustang, es un público capaz de todo. Un respeto para ellos.

Publicado el 22 de agosto en El País.

El Juli y yo no acabamos de entendernos. O, mejor dicho, soy yo quien no acaba de entenderle, porque lo que es él, no tiene ni pajolera idea de mi existencia. Así que desde ahora lo digo: El Juli no tiene culpa de nuestro malentendido, pero la verdad es que está ahí, existe y sería una tontería negarlo.

Todo viene a partir de su decisión de pagar la mitad de las entradas a los jóvenes en sus dos corridas de Vista Alegre, a la que se ha adherido la Junta de la plaza. Antes de eso yo ignoraba al Juli olímpicamente, como él a mí, y lo único que sabía era que había tenido no sé qué líos con su familia —o sea, como todo Dios—. Pero ahora se ha descolgado con esta iniciativa y, nos guste o no, nos ha hecho tomar partido. Y a mí me revienta tomar partido porque soy muy veleta desde pequeñita. A mí, si viene uno y me dice que arre, me convence volando. Pero en cuanto llega otro y dice que so, ahí que me apunto también encantada.

Y es lo que me pasa con El Juli: que no acabo de tener claro lo que opino de él. Porque tú lees el titular de la noticia y lo primero que piensas es: “Hombre, qué majo El Juli, qué enrollao”. Pero luego llega un antitaurino y te dice que lo que quiere el Juli es enviciar a la juventud en eso de asesinar animales indefensos, y ya empiezas a mirarle de otra manera, como diciendo “que sí, Juli, que te he pillado, que mucho traje de luces y mucha coletita, pero en el fondo tú no eres más que un camello a la puerta de un colegio, vaya pájaro estás hecho”.

Y es un incordio andar así, con reticencias y dobleces. Porque yo seré veleta, pero voy de frente. Y así, de frente, lo digo: Juli, no creo que tú y yo tuviéramos muchas posibilidades de llegar a algo, pero las pocas que teníamos te las has cargado, bonito. A ver si aprendes que no hay que poner a la gente en un brete. La próxima vez te lo piensas antes. Eso sí, te deseo mucha suerte en la plaza. O, mejor dicho, os la deseo a ambos, a ti y al toro. Comprenderás que a estas alturas del curso no voy a cambiar por ti. Sigo siendo una veleta. Qué le vamos a hacer.

Aparecido el 21 de agosto en El País.

No sé qué pensar del cartel de fiestas. No tengo palabras. Y eso es raro en mí, porque normalmente las palabras me sobran, lo que me falta es pasta. Pero a veces pasan estas cosas, te pones a pensar en los grandes hitos del arte y no sé, como que te amilanas, y andas ahí dubitativa, en plan “no sabe, no contesta”, hecha una sosa.

Yo, cuando noto que no tengo una opinión firme sobre algo, suelo preguntarme qué opinará del tema doña Letizia. E inmediatamente pienso lo contrario. Para mí doña Letizia es casi un faro en la oscuridad. Y creo sinceramente que este cartel no le gustaría nada, porque doña Letizia va de “soy más fina que el coral y con qué estilazo luzco los modelitos que pagáis con vuestros impuestos” y la Marijaia del cartel es una ordinaria de cuidado, una camioneraza que da hasta miedo. Yo me encuentro con esta Marijaia en una noche oscura y echo a correr que no paro hasta Burgos. Cosa que no me pasaba con las de otros años, mira. Porque hasta ahora siempre había pensado que Marijaia era una gemela de la Duquesa de Alba, como ella misma se encargó de demostrar cuando se casó y salió a bailar con los bracitos en alto. “¡Mira, Marijaia!”, dije yo, mientras todo el mundo la ponía verde por hacer el indio así. Pero a mí me hizo gracia y desde luego, no me provocó ningún miedo. Debo admitirlo, a mí la Duquesa me provoca muchísimas cosas, pero miedo, lo que se dice miedo, no. Y en cambio esta Marijaia, con esas piernorras llenas de pelos que para sí quisiera el propio Muniain o cualquier otro chico de Bielsa, y esa cara tan extraña, que no se parece a nadie y menos a Marilyn, y esas bragas o calzoncillos o lo que sean, me da un yuyu que para qué. Pero ha creado polémica, ya ves, y eso tiene mérito, porque no hay nada peor en esta vida que pasar por ella sin que nadie se fije en ti, en tus patorras y en tus pelos. Y además, qué sería de la depilación láser si nadie reparara en las selvas capilares ajenas.

Fíjate lo que son las cosas, al final ha resultado que sí tenía una opinión, qué alivio. Y es que doña Letizia es mano de santo. Lo que vale esa mujer.

Aparecido el 20 de agosto en El País.

Lo advierte mi contestador automático: “Deja tu mensaje, pero que sea claro, muy claro. Es que soy rubia”. Oye, pues ni por ésas. Ayer estoy de mambo a las dos de la mañana, en mi txosnafavorita, cuando me llega al móvil un mensaje incomprensible. Y como soy tan, pero tan rubia, en vez de pasar de todo y cerrar el aparato, que es lo que haría alguien más sensato y con menos de tinte, doy a rellamada y contesta, desgañitándose, mi amiga Puri.

“¿Dónde estás?, dice. “¡En el Arenal!”, grito. “Dime dónde y voy ahora mismo”, responde ella. Poco después llega nerviosa y me dice “Vamos a tu casa, que como no haga un pis ya, reviento”. “Ni hablar”, le digo, “he decidido que este año eso se acabó”. “Pues tú verás”, me dice, “o vamos a tu casa o me lanzo a hacer el ñu”.

Total, que caminamos rumbo a mi casa, porque como me dijo un amigo psiquiatra, me falta asertividad. En mi fuero interno (o en mi furia interna) soy súper asertiva, pero no se nota, y como vivo cerca de las txosnas, un regimiento de amigas ocupa todos los años el baño de mi casa.

Y fastidia, claro, pero las entiendo, porque en el tema “aseos” la igualdad entre ellos y nosotras está muy lejos de ser real. ¡Si las colas ante los servicios de mujeres llegan a Apatamonasterio, mientras ellos entran y salen de los suyos tan tranquilos, sonriendo irónicos y suficientes!

Así que cada año hay más chicas que utilizan la estrategia del ñu africano. Y quienes vean los reportajes de La 2 sabrán de qué hablo: de esas inmensas manadas de ñus que se lanzan en bloque al río Mara del Serengeti, confiando en que los cocodrilos sólo logren cobrarse una o dos presas, mientras las demás huyen lo más rápido que pueden.

En su traducción a Aste Nagusia, “hacer el ñu” consiste en hacer pis al aire libre y en batería, mientras una cuidadora intenta espantar a todo el que se acerca a la manada. El ñu es una guarrindongada, claro, pero año tras año la costumbre va en aumento. Y estaría bien que el Ayuntamiento tomara nota. Porque yo, a este paso, dejo el tinte y verás la que liamos.

Aparecido el 19 de agosto en El País.

Pocas profesiones están más desprestigiadas que la política, pero uno ve con indulgencia a los integrantes de esa curiosa corporación. Por avatares de la vida, uno ha conocido a políticos diversos. Y, aparte de los incalificables, los hay también de cuerpo entero, políticos que han pagado el precio de defender la libertad y otros que, de forma modesta, se entregan a una gestión oscura y laboriosa, a favor de sus convecinos. A los primeros nunca habría que olvidar (menos ahora, cuando la paz corre el riesgo de confundirse con la amnesia), pero los segundos son tan numerosos como desconocidos. Unos y otros merecen todo el respeto. Dejando constancia de esa admiración, hay que reconocer que la defensa de la clase política resulta complicada, y en ello no tiene tanto que ver la conducta como el discurso. En efecto, la clase política es responsable de difundir una incalculable esperanza: la de que nuestra felicidad está en sus manos. Y esto desencadena, en consecuencia, la frustración de no conseguirla nunca.

En Europa, la clase política ha educado a la ciudadanía en una radical invalidez. Ha inoculado el virus de la incapacidad para hacer nada, para tomar ninguna iniciativa, para resolver el más mínimo problema. Hasta las catástrofes naturales o los peores accidentes “podrían haberse evitado” si cierto informe o cierta comisión hubieran conjurado a tiempo la amenaza. Dado que de la realidad se encargan los políticos, nuestra única verdadera ocupación es protestar (e “indignarnos”). Hay una frase, cara a nuestro lehendakari, pero que todo político suscribe sin dudar, aquella de que ellos están “para resolver los problemas de la ciudadanía”. Asombra designio tan increíble. Y en él radica el desprestigio de los políticos: si ellos están para resolver nuestros problemas (y habida cuenta de que nunca dejaremos de tenerlos) su gestión genera una irritante frustración.

El ambicioso objetivo choca con un obstáculo de carácter metafísico: los seres humanos no son felices. En ese sentido, la suposición de que el Estado nos puede llevar a la felicidad constituye una bomba de relojería construida sobre tres diabólicas instancias: 1) Como los políticos se atribuyen la gestión de nuestra felicidad, toda reclamación de más poder y más recursos deviene incontestable 2) Como son incapaces de conseguirla, el saldo de su gestión será siempre frustrante y 3) La frustración desencadena el desprestigio de la política, lo cual, como demuestra la historia, culmina en el desprestigio de la democracia y, a la postre, en la aparición de dictadores, caudillos, gordillos, demagogos o tiranos.

Sería más fácil defender un quehacer tan honesto y necesario como el de los políticos si estos no hubieran cometido la estupidez de imaginarse capaces de resolvernos la vida y, todavía peor, de jurárnoslo en voz alta. No habrá jamás subida de impuestos que satisfaga objetivo tan enorme.

Aparecido en El País el 18 de agosto