Colaboraciones en prensa

No es habitual que una voz africana se pronuncie en foros internacionales sobre los problemas de su propio continente. Se ha convertido en una especie de tradición que otros hablen y decidan desde lejos, cantantes famosos incluidos. África ha servido a algunos para hacerse los buenos. Los africanos no somos niños, afirma la economista Dambisa Moyo (Zambia, 1969), que justifica sus reproches con copia de datos y propuestas. Critica duramente las ayudas económicas al desarrollo, las que se conceden de gobierno a gobierno, cierran las puertas del mercado, reprimen el progreso, generan corrupción y han llevado a buena parte de África a una situación peor que hace cincuenta años. Ya es hora de que los países africanos (como Suráfrica, como Bostwana) empiecen a producir y vender. Pone el ejemplo del hombre emprendedor que confecciona mosquiteros, hasta que un envío caritativo del mismo producto le trunca el modesto negocio.

Artículo aparecido en El Cultural.

 

Francisco Taboada ha publicado un poemario sobre la escasez: se titula Palabras dactilares y lo ha editado Cantárida. Me gusta este libro de principio a fin porque comienza con unos versos meridianamente claros que a lo largo de los poemas tienen su corroboración: "lo que haré algún día / contra lo que ya no / tendré tiempo de hacer". ¿Poemas meditativos? Sí. ¿Poemas de la lucidez madura? También. ¿Poemas crepusculares? Desde luego.

Así es este libro. La alternancia entre poemas de cierta extensión con otros muy breves logra un equilibrio difícil de conseguir. El lector respira, piensa al hilo del poeta, encuentra esas reflexiones serenas que nos advierten de que de pronto la vida se pone un día cuesta abajo aunque se sienta todavía cuesta arriba. Y en medio están esos símbolos clásicos, sencillos pero profundos, que jalonan nuestra cultura desde la noche de los tiempos: el fuego de las pasiones frente a la ceniza del recuerdo, la luz de los sueños juveniles frente a la parca sombra de la realidad.

Y en medio, el poeta y el hombre se dan cuenta de que la existencia es sólo un grandioso malentendido provocado por el pensamiento excesivo y las palabras traidoras. ¿Y si éstas fueran mero artificio, trampa mortal para incautos? ¿Y si el aire, el fuego, lo sencillo en suma fuera la verdad?

Tal vez por eso, el primer poema retrata solamente a un pájaro que hace "Chuí". Quizá el diálogo entre un petirrojo y el agua estancada valga por todo lo que los hombres decimos, parece advertirnos Taboada.

Aparece en la revista Luke.

Al creador le cuesta que su arte no esté oscurecido por la sombra de un padre prestigioso. Lo pienso sentado a una mesa de Blue Note, el club neoyorquino donde McCoy Tyner actúa en compañía de buenos músicos. También él fue ahijado prudente del huracán John Coltrane. Tyner es ahora un hombre susurrador que se mueve de manera cansina. Pero cuando toca el piano lo vemos sobrado de intensidad. Beethoven negro, mezcla con pericia la sutileza de unas notas de paso y la violencia de los acordes. En el centro del escenario, pero libre de la obligación de ser protagonista, Gary Bartz airea feliz los abismos de la música. Da la impresión de que sólo sufre si recuerda las huellas de su líder ausente: Miles Davis. El reto artístico lo asume Ravi Coltrane, hijo del antiguo patrón de Tyner. A pesar de haber publicado media docena de discos meritorios, interioriza una doble exigencia: la íntima del compositor e instrumentista, y la que nace de la desconfianza de los críticos y espectadores. El público acude siempre con una lupa auditiva para escuchar a los descendientes de las estrellas musicales. Porque casi todos los herederos son sospechosos, el especialista los juzga con su ficha policial. Esos jóvenes deben caminar en una larga avenida de puertas giratorias que continuamente se abren y cierran. Por eso, mientras sopla y sopla en el saxo tenor, Ravi Coltrane empieza la mayoría de los compases curvando el cuerpo y doblando ligeramente las rodillas. Ensaya genuflexiones ante el fantasma de su padre.

Artículo aparecido el 9 de marzo en El Cultural.

Acaba de triunfar en los Premios Goya No habrá paz para los malvados, de Enrique Urbizu, una película a la que creo que hay que reconocerle, como mínimo, el mérito de tener relieve en la representación estética y empuje de una reflexión ética, es decir, de introducirnos en un contexto y un debate artísticos. Si esta es una de las caras de la moneda de nuestra actualidad cinematográfica, una de las cruces está para mí en el hecho de que Torrente IV haya arrasado de nuevo en las taquillas el año pasado. Confieso haber visto sólo la primera entrega de la serie, pero sé que esta última contiene el mismo tipo de visión del mundo que las anteriores; que promociona unos “valores” que están —por ponerlo suave— en el vecindario de las bajas pasiones; que alardea de incorrección política y de demolición ético-estética. Lo que cada uno hace con su tiempo libre es asunto privado, pero el perfil de la película más taquillera de un país creo que entra dentro del ámbito de lo público, por lo que tiene de revelador de un retrato o un ambiente social.

Pensar que ese taquillazo y la película que lo provoca no merecen atención (y preocupación), que no significan nada equivaldría, a mi juicio, a negar el sentido de la labor creativa, y, por esa vía, la relevancia de las obras de arte y de cultura, la de su capacidad para con-movernos, transformarnos, conducirnos a través del impacto de la interrogación, hacia esa forma de libertad que es la lucidez y viceversa. Como no puedo colocarme en esa negación, creo que el éxito de Torrente significa mucho, dice mucho del ambiente de nuestro país, del aire social que respiramos. Y es un aire en cuya composición juega un gran papel el “cada uno a lo suyo”. Lo que puede apreciarse sin ninguna dificultad y a diversas escalas: desde los concursos televisivos donde lo que cuenta es ganar a los demás a cualquier precio; hasta los corralitos que nos dividen dentro y entre comunidades autónomas. Y citemos, por ejemplo, lo último en atención sanitaria: el “no atiendo a estos pacientes porque no son de los míos”, lo que en el seno de un mismo país no deja de ser simbólico, es decir, de tener un impacto en el modo en que la ciudadanía se forma o formatea con respecto al otro, al vecino. Citemos también la manera en que, en nombre de idilios del pasado, se legitiman desamores del presente: como el que determina que los ciudadanos de los tres territorios vascos no seamos iguales ante la fiscalidad… Y así infinidad de detalles, declaraciones y ejemplos públicos donde la exigencia del interés general se omite o se desdeña.

Y habla también de un aire de rendición frente a la zafiedad, el feísmo, la bobería, que llevan tanto tiempo y tan ufanamente circulando por nuestras pantallas grandes y pequeñas que no podemos esperar que no tengan consecuencias. Las tienen y serias, en la composición de un ambiente, de una atmósfera social cada vez más pesada. Necesitamos con urgencia aire fresco, más aire.

Luisa Etxenike en El País

Durante el juicio, celebrado estos días, por el atentado del que fue víctima en 2001, el periodista Gorka Landaburu ha dirigido a sus presuntos agresores estas significativas palabras: “Soy periodista. Me habéis destrozado las manos, me habéis dejado ciego del ojo izquierdo, cicatrices por todo el cuerpo, pero os habéis equivocado: no me habéis cortado la lengua”. Considero que es una declaración además de emocionante —siempre lo es la réplica que la libertad le opone a la barbarie— valiosa porque ilustra también a la perfección lo que el terrorismo de ETA ha representado para nuestra sociedad, lo que ha intentado hacer con nuestra democracia: impedirla y amordazarla; acallar la libertad de expresión, la libertad de cátedra y de prensa; condicionar la vida económica y empresarial, y el ejercicio de la justicia, y la libre y múltiple elección política de los vascos; todo ello mediante la amenaza, la extorsión y, desde luego, el asesinato. La representación real de lo que ETA ha supuesto y pretendido en nuestras vidas es la de una banda armada contra una ciudadanía en democracia. Y no la de un conflicto armado entre dos bandos equivalentes, como pretenden hacer creer, dentro y fuera de nuestras fronteras, quienes han ejercido esa violencia antidemocrática, y quienes, de un modo u otro, la han amparado y acompañado.

Este tiempo post-ETA es y va a ser muchos tiempos, muchos procesos juntos. El de consolidación y transmisión de la memoria. El de expansión de la libertad personal y colectiva —el despliegue de muchos gestos de libertad, privados y públicos, encogidos o inhibidos tantas veces—. Y el proceso además de la necesaria reconversión democrática de una parte de la sociedad vasca. En el juicio citado, Gorka Landaburu recordaba también que, años antes de su atentado, su casa ya había sido atacada; que les tiraron basura, piedras, cócteles molotov y pasquines invitándole a marcharse del país, “que pintaron dianas, corbatas negras y nos llamaban a las dos o tres de la mañana sólo para reírse”. Este tiempo post-ETA debe ser el de la asunción de responsabilidades y principios democráticos de quienes, como los agresores de Landaburu, durante decenios los han ignorado y despreciado.

Estamos frente a muchos procesos, pero, desde luego, no ante un proceso de paz o de pacificación. No estamos al cabo de un conflicto armado, sino ante una culminación de la democracia, de la voluntad democrática de los vascos. Por eso creo que estos términos —pacificación o proceso de paz— no deberían aplicarse a ninguna de las fases ni supuestos de esta nueva etapa. Durante cincuenta años ETA ha querido imponernos, dictarnos la agenda personal, social, política, intelectual. Y también la léxica. ETA ha querido siempre imponernos su vocabulario. Un vocabulario que no considero de recibo democrático. La democracia tiene sus propias palabras, como tan bien nos recordaba Gorka Landaburu, su propia lengua, suelta, desatada.

Artículo aparecido el 20 de febrero en El País.