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No existe una forma pacífica e inocente de referirse a este tipo de literatura,  que es conocida con diferentes apelativos, cada uno de ellos con un particular matiz: detection story (novela de detección) en Gran Bretaña, novela negra, novela criminal, polar en Francia..., pero todos nos entendemos cuando nos referimos a "novela policíaca" y suponemos que se trata de un tipo de literatura en la que aparece necesariamente un crimen, normalmente un asesinato, ya que cualquier otro delito no tiene la tensión requerida para prestar suspense al relato, y en que de una manera directa o indirecta aparecen envueltas las instituciones policiales y judiciales de un país.

Esa variedad de denominaciones responde a ciertas diferencias de matiz o particularidades dentro del género. En la detection story la gracia de la historia suele estar en la dificultad de llegar a descubrir al asesino, el medio social en el que se desarrolla este tipo de historia suele ser acomodado o francamente alto, los medios de comisión del crimen complejos y la dificultad casi nunca radica en coger físicamente al criminal sino en llegar a interpretar, en comprender, las confusas pistas del delito y a veces las extrañas motivaciones del delincuente: en descubrir al criminal. En muchos caso el investigador es un policía (Maigret, Petra Delicado, Bevilacqua-Chamorro, Montalbano, Felicidad Olaizola…) en otros es un detective privado, o incluso un abogado (Perry Mason, Licinio Salinas): Sherlock Holmes, Hercules Poirot... o bien puede ser también algún personaje colocado, como por casualidad en el lugar del crimen: el Padre Brown (Chesterton), Mrs. Marple (Agatha Cristhie), el rabino David Small (H. Kemelman). Es muy significativa la importancia que tanto en el caso del padre Brown, como en el del rabino Small tiene en la investigación del delito, el sentido teológico del Mal que tienen ambos “detectives”, y son precisamente estos dos caso los que me llevan a pensar que en el fondo de toda la novela policíaca hay una innevitable cuestión teológica, naturalmente no explícita en torno a la libertad humana y en torno al mal.

El hotel está oscuro, con esa iluminación moderna tan propia de los locales destinados al pecado. El periodista llega corriendo. Tenía concertada una entrevista a las 13:30 horas y llega tarde. Cinco minutos, pero tarde. Mira de un lado para otro, pero no distingue a la escritora. Y realmente, tampoco conoce a Reyes Calderón por mucho que sea una autora de éxito y su novela Los crímenes del número primo fuese todo un best seller. Él no la ha leído, y le extraña: siempre le ha gustado la novela negra, o la novela de detectives, Agatha Christie y cosas así. Y al parecer, Calderón va de eso. En el libro que viene a presentar a Bilbao, El último paciente del doctor Wilson, “vuelve a poner a sus personajes, la jueza MacHor y al inspector Iturri, sobre el tablero”. Una frase que ha leído en el informe de prensa. Subrayada para dar al periodista la pauta a una pregunta inicial. Para ponérselo fácil.

 

¿Y a mí quién me construyó? ¿Quién me pegó las piernas y las orejas? ¿Qué pegamento usó? ¿Y quien construyó los árboles, la hierba y eso? Mientras lo preguntaba se tiró de las orejas y las piernas y señaló al exterior con mucho énfasis. Tendría unos 4 años, los dos íbamos en la parte de delante de un coche atravesando uno de los cinturones de la M30 de Madrid. Era de noche así que no podía ver con nitidez los árboles, ni las hierbas por las que me preguntaba, por lo que mi primer pensamiento fue que esa pregunta llevaba un tiempo rondándole la cabeza. Como tardaba en contestar porque sabía que mi respuesta le decepcionaría, me volvió a mirar y repitió: ¿Que quién me construyó? Y yo le dije que no tenía ni la menor idea.

Euskaltzaindia publica una antología de poetas vascos en cuatro idiomas. Con el título de Ahotsa, Hitzak, Hizkuntzak (Voz, Palabras, Lenguas) la Academia de la Lengua Vasca presentó el pasado viernes 8 de octubre la cuidadad edición plurilingüe de una selección de la obra de diez grandes autores vascos: Juan Mari Lekuona, Bitoriano Gandiaga, Gabriel Aresti, Xabier Lete, Bernardo Atxaga, Blas de Otero, Blanca Sarasua, Angela Figuera, Javier de Bengoechea y Jorge G. Aranguren.

De esa forma se definía a sí mismo cuando se encontraba en el ojo del huracán del boom latinoamericano, en la lejana década de los 60. Entonces estaba deslumbrado por París y jugaba a ser un poco enfant terrible. Siempre fue apasionado, tanto en lo personal (primero se casó con su tía Julia; después con su prima Patricia) como en lo literario.