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En 1992, Marco Cassini (nacido en 1970) y Daniele di Gennaro, veinteañeros con ganas, fundan minimum fax, una primera revista literaria que se enviaba por fax y que levantó cierto revuelo en Italia. Dos años más tarde, minimum fax pasa a convertirse en una editorial. Como el mismo Cassini admite en su libro, "Imaginaba largas jornadas leyendo manuscritos que iban a cambiar la historia de la literatura, conversaciones en figones llenos de humo con escritores legendarios, (…) repetir fácilmente la experiencia del New Yorker de William Shawn, de la Shakespeare & Co. de Sylvia Beach, del Grupo Bloomsbury de Virginia Woolf o de la Einaudi del trío Vittorini-Calvino-Pavese.

Esto, como se verá, no es así. Cuando Marco Cassini escribe Erratas, minimum fax ya publica varias decenas de libros de ficción y no ficción al año: su autor estrella es Raymond Carver; y tiene un catálogo que reúne a Foster Wallace con Bukowski; Lennon con las entrevistas de The Paris Review, los ensayos de Auster con la teoría cinematográfica de Lars von Triers o Ginsberg con un bestseller sobre cómo la Iglesia Católica inventó el marketing titulado 'Jesús lava más blanco'. Tanta actividad le acaba ocasionando lo que él denomina el “síndrome de la Cenicienta”, que se manifiesta invariablemente a medianoche y que lleva acompañada una multitud de granitos “rojos y pruriginosos” que se le extienden por todo el cuerpo y que cuatro especialistas diagnostican como estrés.

Hace tres o cuatro años la editorial Bruguera lanzaba al mercado un título cuando menos sugerente: El arte de rechazar una novela, de Camilien Roy. En él, y con un humor rayano en la negrura, el escritor canadiense reunía casi un centenar de cartas de editores en las que comunicaban a un autor que le rechazaban su obra. Roy lograba crea una voz distinta para cada una de las 99 cartas (algunas tan hirientes como para llegar a decir “Por el bien de todos, haga usted el favor de dejar de escribir antes de que esto acabe mal”), y lo que es más difícil, elevaba la negativa a los altares del arte. Pongo como ejemplo el libro del norteamericano porque en breve estará en las librerías Éxito. Un libro sobre el rechazo editorial, de Iñigo García Ureta, que va a publicar Trama Editorial dentro de su colección ‘Tipos Móviles’. Abriendo el volumen aparece un comentario hecho por David Oshinsky en No Thanks, Mr. Nabokov, en el que apunta que se ha perdido “el arte de redactar verdaderas cartas de rechazo”. De ahí que en la actualidad los rechazos sean prácticamente idénticos y no como aquella respuesta que Alfred Knopf envió a un eminente historiador de la Universidad de Columbia en los años cincuenta: ‘En esta ocasión no procede ser amable’, decía la carta. ‘Su manuscrito jamás formará parte de nuestro catálogo. En su momento dudaba yo de que el tema valiera un pimiento, pero hoy ya no me cabe la menor duda. Déjenos en paz, MacDuff.’ García Ureta ha sabido conjugar en su libro anécdotas verídicas como el intercambio de correspondecia entre un autor rechazado (“Me dan pena y asco. Suerte con sus bazofias”) y una editorial, análisis de las razones que llevan a un editor a dar la espalda a un manuscrito o a darle la bievenida, ejemplos de rechazos que han marcado la historia de la Literatura (novelas como Rebelión en la granja, de George Orwell o Juan Salvador Gaviota, de Richard Barch, también fueron rechazadas en su día, pese a que hoy se sigan reimprimiendo; o El señor de las moscas, de William Golding, todo un Premio Nobel). Aparecen además las respuestas a una encuesta que el autor planteó a editores, escritores o agentes literarios a partir de preguntas como “¿Cuál es a tu juicio la mejor anécdota de rechazo?” O “¿Qué dos consejos darías a cualquier autor que acaba de ser rechazado?”. Una manera de explicar pormenorizadamente el complejo mundo del rechazo editorial que García Ureta ha tratado con rigor y sentido del humor.

Aparecido en Pérgola, enero 2011

Me sabe extraño, seco, un tanto amargo, escribir sobre un asunto que de tan manido causa hartazgo, pero qué le voy a hacer si yo no nací en el Mediterráneo, si no vivo junto a él. Un día nací y el bosque llevaba aquí miles de años. Un bosque secular, las hojas caducas como exponente del carácter circular de la existencia. La historia en el bosque no es progresiva. Cada árbol un tótem. Un rostro esculpido. Todos los antepasados. Los que están, los presos, los mártires y los que han de venir.

El Mediterráneo, como exponente positivo del cruce de personas y culturas, yo no lo conozco. No conozco su maravillosa luz porque cada mañana respiro vientos y mares del cuadrante norte, los valles en los que vivo están orientados al norte, las nubes siempre llegan de allí, y las querencias, todo hacia el norte, hacia el bosque primitivo. La utópica Thule me es más cercana que las ciudades griegas. Erik el rojo en contraposición a Odiseo. El pagano reino del oso frente al león meridional. El Mare Nostrum, el piélago en medio de las tierras, un plural compartido que trasciende el mero espacio geográfico, frente al plural cerrado del bosque que se alimenta a sí mismo.

No nací allí, no vivo allí. Y permítanme que este allí también trascienda el espacio geográfico y se convierta en un lugar donde los discursos avanzan. Un espacio donde las palabras valen según sus razones y sus hechos, donde nadie considere la posibilidad de cargarlas con plomo.

Vía sigueleyendo y Tengo Sitio Libre.

Leyendo El Correo de hoy me topo con un artículo de Juan Bas francamente bien llevado. Y he pensado en recuperar un texto publicado en escritores vascos sobre —entre otras cosas— el cierre de CNN+ y enlazarlo con el de Bas y titulado 'Decadencia'. Ahí van ambos:

El niño Enrique Morente era extraño: se educaba guiando. Al frente de un grupo de turistas inventaba las historias de su tierra. Ahora lo veo en el documental Morente sueña la Alhambra. ¿Puede alguien agitar la coctelera donde choquen un poema de María Zambrano, un tango de Astor Piazzolla, los punteos de jazz de Pat Metheny, unos rasgueos de Juan Habichuela, los puntapiés del bailarín Israel Galván contra su propia sombra proyectada en una pared blanca, los alaridos del argelino Khaled y la distinción de la alemana Ute Lemper, y que el resultado no sea sólo un brebaje exótico? Él lo consigue. Se vale del ingenio de los invitados y añade una lucidez que acopla estéticas contrapuestas. También supera las disputas entre ortodoxos y renovadores del flamenco. Domina con exactitud los palos mayores del cante, pero sin rendirse a las cantinelas de los puristas, y sigue con su osadía de hombre adelantado. Pervive el niño-guía musical y en mi memoria aparece sentado junto al guitarrista Tomatito. Empieza el concierto y Enrique Morente canta como un perro afónico. Lo hace mejor que nunca, porque esa afonía está repleta de experiencias vividas.

(Texto publicado en El Cultural – El Mundo)