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La mancha perfectaLa escritora Eli Tolaretxipi ha traducido para la editorial Trea los poemas de Menna Elfyn, una de las autoras en lengua galesa con mayor proyección internacional. Titulado La mancha perfecta (Perffaith Nam - Perfect Blemish), la traducción está basada en las versiones al inglés vertidas por la propia poeta. En castellano la editorial Bassarai publicó en su día El ángel de la celda.


Cuatro poemas de 'La mancha perfecta'

Traducción de Eli Tolaretxipi

limpiar la capilla

(para Eifion Powell)
Los celtas eran gente limpia –
en aquellos tiempos algunos aspirantes a santo
recurrieron a la arpillera y a las cenizas
pero los galeses eran una raza aseada:
se desnudaban
para lavarse, purificarse y cantar
en baños a los que llamaban capillas.
Para ellos el Espíritu era el espíritu de la limpieza
una limpiadora armada con un trapo,
cada mota de polvo era perseguida y desterrada,
los tubos del órgano aspiraban el mal
no había un solo brillo en los ojos
ni arriba en el tejado.
Lo de mi pueblo no eran alabanzas
más bien despojaron las capillas de todo adorno
y hasta es posible que sintieran, en mitad de una oración,
un chorro de algo, una corriente de aire cálido
que puliera sus pecados.
Y el asiento de atrás, al que llamábamos «el barco»
era un jacuzzi que nos daba en usufructo una nueva vida.
Mientras nos dirigíamos a casa, limpios, impecables,
quizá oíamos cómo se reían las ventanas,
veíamos cómo sudaban los bancos de la iglesia su barniz brillante.

Adiós. Agur. Se acabó. Todo termina, amigos. Admitámoslo: ¡Lo hemos pasado de miedo y si estas fiestas no existieran deberían inventarse, porque son estupendas! Y al acabar la Aste Nagusia muchos sentimos la tentación de dejarnos embargar por la nostalgia -no sólo van a embargarnos los bancos, ¿no?-, pero debemos sobreponernos y buscar otro final, a poder ser menos lacrimógeno que un bolero de Dyango.

Ha sido una semana larga. Hemos hecho "¡Ohhh!" ante las palmeras de los fuegos; nos han dado escobazos en el tren de las barracas; hemos comido con la ansiedad de un condenado en el corredor de la muerte; hemos reído en el teatro y con los amigos, y hemos sacado el abanico y el paraguas varias veces. Y, entre tantas emociones, también hemos añorado mucho a quienes ya no están haciendo el tonto con nosotros.

Las fiestas han sido pacíficas y amables. Y hemos comprobado un año más que nuestros mejores rituales se siguen desarrollando como en las series de televisión inglesas, arriba y abajo. Arriba, en Abando e Indautxu, claro. Abajo, en El Arenal y aledaños. Por medio están Ledesma, Pozas, García Rivero, los Jardines de Albia, Pío Baroja, donde también podríamos decir, como el poeta: "Confieso que he bebido".

Han pasado muchas cosas. Hemos hecho amigos nuevos y hemos recuperado otros que hacía tiempo no veíamos. Hemos asistido al cambio de indumentaria de los hombres maduritos en ciertas terrazas. Antes vestían tan sobrios que parecían invisibles y ahora van como pavos reales. ¡Qué pantalones fucsias, qué camisas turquesas, qué rayas, qué cuadros, qué náuticos! ¡Ni Matisse, en su etapa más fauvista, se hubiera atrevido a tanto! Pero tampoco en las txosnas se andan con bobadas: por allí se ven ángeles con alas, guerreros interestelares, romanos, grouchos, boas de plumas, pelucas Marilyn...

Como dicen en los culebrones: fue lindo mientras duró. Ahora toca resignarnos y empezar la temporada como Dios manda: coleccionando chorradas, como cada septiembre. Yo ya me he apuntado a la promoción de casitas de muñecas: por 2,95 euros dan el fascículo y un minibidet precioso. ¡El que no se consuela es porque no quiere!

Aparecido el 29 de agosto en la edición vasca de El País.

Los editores son en general, como dijera Bolaño, malas personas, o sea y hablando en plata, unos hijos de puta, y los escritores, en su gran mayoría, unos gilipollas redomados (esto lo digo yo). Siempre hay, no obstante, escasas pero honrosas excepciones. Yo aquí consigno dos: Maciel Adán, por el gremio de editores y Alberto Muñoz Pin por el de los escritores.

El primero fue el creador de la ya desaparecida pero legendaria editorial Caleidoscopio, donde publicó las primeras obras de autores hoy más que consagrados, entre los que se cuentan varios premios nacionales y un premio Nobel. Después de casi treinta años de edición, sin embargo, y a pesar de ser una editorial de prestigio, Maciel, harto de pelear en solitario en el montón de basura en que se ha convertido el mundo editorial, donde poco o nada tiene que ver con la literatura, decidió echar la persiana, jubilarse, y dedicarse a lo que era su segunda gran pasión: la jardinería. Precisamente, estando al cuidado de las flores del jardín de su casa, tuvo la primera crisis; la segunda, más grave, le sobrevino dos meses después, y la tercera y definitiva hace ahora tres años, cuando tuvo que ser ingresado en una residencia psiquiátrica convencido como estaba de que todos y cada uno de los escritores de su catálogo lo querían matar.

El caso de Alberto Muñoz Pin es el de tantos otros escritores que son fieles a sí mismos y que, por lo tanto, jamás hacen concesiones a eso que se da en llamar “el público lector”, a las modas efímeras, o, en definitiva y a fin de cuentas, al mercado editorial. Estos escritores tienden invariablemente al malditismo y al fracaso más radical, porque son considerados “no publicables”, que en el lenguaje editorial quiere decir “no vendibles”. Alberto, así y todo, publicó con cierta notoriedad los libros de poesía En fa sostenido (Hiperbórea, 1983); Vida y vino en Roma (Ediciones Boomerang, 1986) o El astrónomo ciego (El Innombrable, 1989). También escribió la novela Cuenta hasta tres y luego salta (Cadáver exquisito, 1991) y el ensayo El asco como esencia de la Historia (Nautilus Ediciones, 1987). Tras años sin publicar, estando en la más absoluta miseria, sintiéndose un fracasado y víctima del alcohol, terminó por suicidarse en abril de 1999. Antes, en febrero del mismo año, me remitió por correo postal tres manuscritos a los que acompañaba una breve anotación a lápiz que decía: “Esto es todo lo que queda de mí. A ti te lo dejo. Si no le ves ningún sentido, lo destruyes”. Los tres manuscritos eran: un magnifico, bestial y desasosegante poemario titulado Sendas irreverentes; una novela corta titulada El margen o la nada; y el inclasificable La corchea exhausta, mezcla de ensayo, poesía y diario.

Maciel y Alberto. Cuando pienso en ellos siempre me surge inevitablemente la pregunta de qué hubiera sucedido en el caso de que se hubieran conocido, de haberse encontrado ambos en un mismo libro: el uno por editarlo y el otro por escribirlo; por fin correspondidos, perfectamente complementados. ¿Habría cambiado en algo su destino? ¿Habría recuperado Maciel la fe en la edición y en la literatura? ¿Sería hoy reconocido Alberto, como lo han sido los escritores publicados por Maciel? Y quizá lo más importante, ¿seguiría Alberto vivo? Vanas conjeturas, lo sé, porque es algo que ya no importa.

Para acabar sólo dos últimas cosas: la primera es que Maciel recibe gustosamente visitas porque le ayudan a salir de su rutina diaria. Pero no se les ocurra, ni por asomo, llevarle como regalo un libro de literatura y mucho menos de alguno de sus autores. Le provocarían una aguda crisis. Los libros de jardinería sí los acepta muy agradecido. La segunda cosa tiene que ver con Alberto y su poemario Sendas irreverentes, que será publicado en abril del 2012, con prólogo de Leopoldo María Panero (¿quién más adecuado?), en la editorial Contracorriente que acabo de crear.

 

Leí hace unos días la noticia de que unos científicos norteamericanos habían conseguido desarrollar e implantar en el cerebro de unas ratas de laboratorio un interruptor de encendido y apagado de la memoria. Uno de los investigadores explicaba el proceso con esta claridad: "Se enciende el interruptor y las ratas recuerdan. Se apaga y las ratas olvidan". En lo que estos científicos confían es que el dispositivo consiga "fortalecer los recuerdos que se generan internamente en el cerebro y mejorar la capacidad de la memoria", es decir, que sirva algún día para combatir enfermedades que como el alzhéimer van destruyendo la posibilidad de recordar. La noticia es, en ese sentido, mejor que buena. Pero, como sucede con muchos avances científicos, genera también una forma de inquietud o de vértigo al imaginar las posibilidades que se les abrirían por delante a quienes quisieran hacer un mal uso de ese mecanismo, utilizarlo no a favor, sino en contra de la memoria; no para encender, sino para apagar cerebros. En estos tiempos de capacidades científicas y técnicas descomunales, que este tipo de noticias produzcan siamesamente esperanza y vértigo parece inevitable y además imprescindible. Más que nunca el progreso científico necesita dotarse de un debate moral. O que en asuntos como el del interruptor de memoria, por ejemplo, la centralidad del proyecto puedan ocuparla las conexiones neuronales y las éticas, actuar en un protagonismo compartido.

Aplicada al cuerpo social y a la memoria histórica la imagen de un interruptor capaz de encender o apagar recuerdos adquiere una expresividad tan rotunda y escalofriante que merece tomarse como metáfora de lo que está en juego o de lo que las sociedades se juegan cuando les llega el momento -como afortunadamente parece que se está produciendo en Euskadi- de recordar, de convertir en memoria lo que, por fin, se ha quedado del otro lado de la línea del presente.

Parece claro que hay entre nosotros algunos partidarios de desarrollar un interruptor para la memoria de lo sucedido en más de tres décadas de terrorismo, y deseosos de activarlo, naturalmente, para que esos recuerdos se apaguen en el cerebro de la sociedad vasca. Creo que hay que oponerse a ello con firmeza. Que nuestro principal empeño como sociedad, nuestra primera responsabilidad ética debe ser evitar cualquier apagón de memoria. Los más de 800 asesinados por ETA, los miles de heridos físicos y morales merecen que los recuerdos sigan encendidos. Y la sociedad vasca merece ser reconocida y alentada en su capacidad de relatar fiel, sinceramente lo vivido y sentido y pensado todos estos años. Y los más jóvenes merecen que les enseñemos a saber y a defenderse, sabiendo, contra aquellos que pretendan meterles dentro de la cabeza un interruptor destinado a apagarles la lucidez, la empatía, la convicción de que la memoria es un derecho, esto es, un deber ciudadano irrenunciable.

Artículo aparecido en la edición vasca de El País.

"Hola, soy Labordeta..." decía el mensaje en el contestador de su móvil. Sus hijas, al referirse a él, también le llamaban Labordeta, al igual que sus amigos. Labordeta era también el nombre de su personaje público, el que aparecía en el periódico o el televisor. Lo asombroso, por inusual, era que entre persona y personaje no mediara distancia alguna. En ambos casos uno se las había con un ciudadano de a pie, atento y ecuánime, que gustaba definirse como un socialdemócrata tímido. La última vez que lo vi fue en su casa, a mediados de mayo, el día en que presentábamos Regular, gracias a dios, su último libro, escrito a pesar de los contratiempos y en el que además tuvo la ayuda puntual de una maravillosa escritora, su hija Ángela. Labordeta llevaba entonces varios meses sin salir de casa, pues las piernas le fallaban y precisaba la ayuda de un andador al que llamaba, sin mayor reparo, el “Lamborghini”.

La noticia de la aparición del libro no se hizo esperar. Como tantas veces sucede, lo que más trascendió de la rueda de prensa fue también lo más anecdótico, un comentario sobre el modo en que el gobierno estaba gestionando la crisis económica como respuesta a una pregunta hecha sin más por un periodista que no había leído el libro que presentábamos, y lo que debería haber sido una celebración de las memorias de Labordeta quedó así oculto tras un titular soso, que meramente lo mostraba “desolado por la falta de soluciones ante la crisis”. (Ésta es la verdad de las noticias, su urgencia por imponerse a una realidad mucho más rica, y así las leemos y leemos el mundo.