Leí hace unos días la noticia de que unos científicos norteamericanos habían conseguido desarrollar e implantar en el cerebro de unas ratas de laboratorio un interruptor de encendido y apagado de la memoria. Uno de los investigadores explicaba el proceso con esta claridad: "Se enciende el interruptor y las ratas recuerdan. Se apaga y las ratas olvidan". En lo que estos científicos confían es que el dispositivo consiga "fortalecer los recuerdos que se generan internamente en el cerebro y mejorar la capacidad de la memoria", es decir, que sirva algún día para combatir enfermedades que como el alzhéimer van destruyendo la posibilidad de recordar. La noticia es, en ese sentido, mejor que buena. Pero, como sucede con muchos avances científicos, genera también una forma de inquietud o de vértigo al imaginar las posibilidades que se les abrirían por delante a quienes quisieran hacer un mal uso de ese mecanismo, utilizarlo no a favor, sino en contra de la memoria; no para encender, sino para apagar cerebros. En estos tiempos de capacidades científicas y técnicas descomunales, que este tipo de noticias produzcan siamesamente esperanza y vértigo parece inevitable y además imprescindible. Más que nunca el progreso científico necesita dotarse de un debate moral. O que en asuntos como el del interruptor de memoria, por ejemplo, la centralidad del proyecto puedan ocuparla las conexiones neuronales y las éticas, actuar en un protagonismo compartido.

Aplicada al cuerpo social y a la memoria histórica la imagen de un interruptor capaz de encender o apagar recuerdos adquiere una expresividad tan rotunda y escalofriante que merece tomarse como metáfora de lo que está en juego o de lo que las sociedades se juegan cuando les llega el momento -como afortunadamente parece que se está produciendo en Euskadi- de recordar, de convertir en memoria lo que, por fin, se ha quedado del otro lado de la línea del presente.

Parece claro que hay entre nosotros algunos partidarios de desarrollar un interruptor para la memoria de lo sucedido en más de tres décadas de terrorismo, y deseosos de activarlo, naturalmente, para que esos recuerdos se apaguen en el cerebro de la sociedad vasca. Creo que hay que oponerse a ello con firmeza. Que nuestro principal empeño como sociedad, nuestra primera responsabilidad ética debe ser evitar cualquier apagón de memoria. Los más de 800 asesinados por ETA, los miles de heridos físicos y morales merecen que los recuerdos sigan encendidos. Y la sociedad vasca merece ser reconocida y alentada en su capacidad de relatar fiel, sinceramente lo vivido y sentido y pensado todos estos años. Y los más jóvenes merecen que les enseñemos a saber y a defenderse, sabiendo, contra aquellos que pretendan meterles dentro de la cabeza un interruptor destinado a apagarles la lucidez, la empatía, la convicción de que la memoria es un derecho, esto es, un deber ciudadano irrenunciable.

Artículo aparecido en la edición vasca de El País.