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El elefante y el león

ayer se juntaron en la selva

para pelear por el trofeo

del más veloz hasta la meta.


Puestos en la línea de salida,

iniciaron la carrera

tras levantar la jirafa

unas hierbas como bandera.

“Amigo, hoy te gano”

dijo el león, al aire su melena.

“Ja,ja,ja.” Rió el elefante.

“Ni lo sueñes, yo ganaré la prueba.”


Gabriel Olamendi

Que sí,
que no,
que viva el botellón.

Que sí,
que no,
que viva este fiestón.

Disfrutemos sin parar
cantando, bebiendo,
bailando, riendo,
conmigo, contigo,
desde ahora,
hasta el amanecer.

Que sí,
que no,
que viva
este alegrón,
disfrutando unidos
con nuestro querer.

Por ti,
por mí,
por los dos,
que viva
este juntón.

Yo te quiero.
Tú me quieres.
Nos queremos los dos.

Que sí mi amor,
que viva
este botellón,
por ti,
por mí, por los dos.

Que te lo digo yo.

Gabriel Olamendi


La conocí en Bilbao, compartiendo primero terraza y al poco, mesa.  

Los vapores de un perfume endiablado me anclaron a ella como le ocurriría a una mosca que sobrevuela, suicida, un tarro de miel.

La lluvia cómplice sugería intimidad urgente. El deseo y la pasión crecían en el interior de un ascensor que nos ahogaba y en el que el tiempo se hizo eterno y espeso.

¡Cliq! Una puerta que se cierra tras nosotros. Las cortinas se corren ignorando al Guggenheim y nuestras lenguas se enzarzan uniendo dos mares de forma frenética, desbocada.

Manos nerviosas que desabotonan, zapatos y prendas que vuelan. Bendito caos.

Desnudez en penumbra, cuellos ladeados, bocas entreabiertas, fruta servida.

De una rosa con textura de seda, cálida como si estuviera al sol, emana licor de dioses que se suma al mar que exudo cubriendo su cuerpo. Un pétalo turgente se hincha al contacto con mi lengua. Los líquidos fluyen. Somos la ría que cursa a nuestros pies.

Ella asciende a través del sirimiri, camino de Venus. Yo la sigo como un niño que vigila su cometa, apostado en su vulva y bebiendo su savia con avidez.

Pupilas dilatadas y vellos que se crispan. Soy apéndice de un falo que parece querer despegarse de mí. Corazones desbocados, uñas que horadan pieles trémulas.

Gimotea, echa sus brazos atrás, se expone totalmente y ruega más.

Cabalgamos entre descargas. Se va de nuevo y vuelve entre jadeos, deshaciéndose como un azucarillo en la boca que compartimos.

Me afano en controlar un torrente que pugna por salir entre costuras. Ya no veo la cometa, pero la cuerda que me une a ella está tensa, a punto de romperse. La abrazo hasta que somos uno y sigo invadiéndola, bombeando, consumiendo todo el carbón que se vaporiza en mi ser, cubriéndola, penetrándola hasta tocar su alma con la punta de mi ser.

Explotamos al unísono y los gemidos escapan hasta quedar embebidos entre paredes, como insectos fósiles perpetuados en ámbar. Mientras, Bilbao enmudece.

Aterrizamos suavemente; dos espaldas mojadas con respiraciones en cadencia ya aceptable, las almas soldadas en un beso eterno.

Unos instantes flotando en el vacío y entonces ella se queda en tan sólo alma. La busco desesperadamente y al correr de nuevo las cortinas, por fin encuentro todo su ser, empañando las ventanas y convirtiendo Bilbao en una amalgama de colores.


Luis A. Bañeres


 


En Argelia es difícil hacer amigos. Al contrario que sus vecinos de Marruecos y Túnez, no hacen saldos con la amistad. Son desconfiados por naturaleza, de carácter fuerte y un tanto hosco. Y muy orgullosos.

He tenido la ocasión de conocer a muchos durante el desarrollo de mi carrera, clientes con quienes la puerta de entrada era fría y a falta de grasa en las bisagras. Algunos de ellos, con tiempo y confianza, acabaron siendo amigos. La línea que marca este estatus consiste en dos besos en las mejillas. De ahí a compartir en su casa un cuscús o un cordero hay pocos pasos. Y hay que saber darlos.

Corría la primavera y una delegación se acercó a Bilbao para visitar nuestra fábrica y aprobar un material antes de su envío. Son tan desconfiados que la empresa pública para la que trabajaban los enviaba siempre en grupo, como para asegurarse la ortodoxia profesional.

Tenía una deuda pendiente con ellos; la última vez que nos vimos en Argel me comprometí a invitarles a una paella de marisco.

Y me lo recordaron una vez aquí, así que me puse a ello y reservé en un restaurante especializado en El Botxo. Al llegar, nos dijeron que comenzaban con la paella y que estaría lista en unos veinte minutos y nos sugirieron unos entrantes para amenizar la espera. Me decanté por unos espárragos, unas anchoas del Cantábrico y txangurro preparado a nuestra manera. Pedí al camarero que se asegurara de que ninguno de los platos incluyera alcohol o cerdo como ingredientes, por la condición practicante de mis invitados.

—No hay problema. Ninguno de estos platos lleva alcohol ni carne.

El txangurro captó toda su atención primero y toda su admiración al poco, y cuando ya estaban rebañando el cascarón, salió el cocinero y me pidió charlar en un aparte. Estaba hecho un manojo de nervios cuando me confesó que el txangurro llevaba vino blanco en su aderezo.

Yo miré a mis amigos, sonreí y volví al cocinero.

—Están felices, ¿no? —él asintió—. ¿Crees que merece la pena darles un disgusto?

Respondí por él moviendo de lado a lado la cabeza.

—La falta que se comete sin saberlo no puede en ningún caso ser pecado, ¿no crees?

Y así les dejé, maravillados ante aquel manjar que devoraban sin ser conscientes del ingrediente que, de haber sido desvelado, habría dejado tocadas la magia y la comida, puesto nuestra amistad en cuarentena y el negocio en la UVI.

Y como ningún dios medianamente razonable iba nunca a condenarles por ello, me uní de nuevo a la mesa justo cuando retiraban la cáscara ya vacía para hacer sitio a una humeante paellera.

Luis A. Bañeres


(Texto publicado originalmente en l
a revista El Txoko del Sibarita, enero-febrero de 2018).

 


¡Ya la había liado! Habría resultado muy sencillo hacer un rico plato de pasta, una ensalada ilustrada o cualquier menú políticamente correcto para romper el hielo de las primeras citas, pero a él no le iban esas vulgaridades. A él se le tenía que antojar preparar lentejas; lentejas para cenar. La casa estaba inmaculada, todo en perfecto orden y dispuesto para lo que pudiera pasar después, con el vino oxigenándose y el jamón oreando desde hacía rato sobre la mesa del comedor, tal y como mandan los cánones. Pero lo que había sobre la mesa era un puchero de lentejas. Puchero de barro y cazo de madera. A la antigua usanza. Ella le miró ojiplática. El pobre no sabía lo que le esperaba.

—¿Cómo lo sabías?

—¿Cómo sabía qué?

—Que me encantan las lentejas. ¿Te lo han dicho ellas?

—¿Tus amigas, dices? ¡Ojalá! Pero no me contestan los mensajes.

—¡Hacen bien! Espero que no me defraudes —le espetó removiéndolas —¿Cómo las has hecho?

—Pues con cariño y paciencia, como hago todo —ella le arrojó una mirada fatal —Con media cebolleta, un diente de ajo, una punta de pimiento verde y un poco de tomate de la huerta murciana.

—¡Empezamos bien! —contestó con una suerte de indignación.

—¿Por? ¿Qué pasa?

—Como mejor están las lentejas es solas. Todo lo demás sobra. —¿Y yo? —contestó él con picardía— ¿También sobro?

—En la cena está tu futuro, señor “lentejas para cenar”.


Iñaki Sainz de Murieta

www.sainzdemurieta.com

Foto © Esther Clemente (Directo al paladar)