En Argelia es difícil hacer amigos. Al contrario que sus vecinos de Marruecos y Túnez, no hacen saldos con la amistad. Son desconfiados por naturaleza, de carácter fuerte y un tanto hosco. Y muy orgullosos.

He tenido la ocasión de conocer a muchos durante el desarrollo de mi carrera, clientes con quienes la puerta de entrada era fría y a falta de grasa en las bisagras. Algunos de ellos, con tiempo y confianza, acabaron siendo amigos. La línea que marca este estatus consiste en dos besos en las mejillas. De ahí a compartir en su casa un cuscús o un cordero hay pocos pasos. Y hay que saber darlos.

Corría la primavera y una delegación se acercó a Bilbao para visitar nuestra fábrica y aprobar un material antes de su envío. Son tan desconfiados que la empresa pública para la que trabajaban los enviaba siempre en grupo, como para asegurarse la ortodoxia profesional.

Tenía una deuda pendiente con ellos; la última vez que nos vimos en Argel me comprometí a invitarles a una paella de marisco.

Y me lo recordaron una vez aquí, así que me puse a ello y reservé en un restaurante especializado en El Botxo. Al llegar, nos dijeron que comenzaban con la paella y que estaría lista en unos veinte minutos y nos sugirieron unos entrantes para amenizar la espera. Me decanté por unos espárragos, unas anchoas del Cantábrico y txangurro preparado a nuestra manera. Pedí al camarero que se asegurara de que ninguno de los platos incluyera alcohol o cerdo como ingredientes, por la condición practicante de mis invitados.

—No hay problema. Ninguno de estos platos lleva alcohol ni carne.

El txangurro captó toda su atención primero y toda su admiración al poco, y cuando ya estaban rebañando el cascarón, salió el cocinero y me pidió charlar en un aparte. Estaba hecho un manojo de nervios cuando me confesó que el txangurro llevaba vino blanco en su aderezo.

Yo miré a mis amigos, sonreí y volví al cocinero.

—Están felices, ¿no? —él asintió—. ¿Crees que merece la pena darles un disgusto?

Respondí por él moviendo de lado a lado la cabeza.

—La falta que se comete sin saberlo no puede en ningún caso ser pecado, ¿no crees?

Y así les dejé, maravillados ante aquel manjar que devoraban sin ser conscientes del ingrediente que, de haber sido desvelado, habría dejado tocadas la magia y la comida, puesto nuestra amistad en cuarentena y el negocio en la UVI.

Y como ningún dios medianamente razonable iba nunca a condenarles por ello, me uní de nuevo a la mesa justo cuando retiraban la cáscara ya vacía para hacer sitio a una humeante paellera.

Luis A. Bañeres


(Texto publicado originalmente en l
a revista El Txoko del Sibarita, enero-febrero de 2018).