La conocí en Bilbao, compartiendo primero terraza y al poco, mesa.
Los vapores de un perfume endiablado me anclaron a ella como le ocurriría a una mosca que sobrevuela, suicida, un tarro de miel.
La lluvia cómplice sugería intimidad urgente. El deseo y la pasión crecían en el interior de un ascensor que nos ahogaba y en el que el tiempo se hizo eterno y espeso.
¡Cliq! Una puerta que se cierra tras nosotros. Las cortinas se corren ignorando al Guggenheim y nuestras lenguas se enzarzan uniendo dos mares de forma frenética, desbocada.
Manos nerviosas que desabotonan, zapatos y prendas que vuelan. Bendito caos.
Desnudez en penumbra, cuellos ladeados, bocas entreabiertas, fruta servida.
De una rosa con textura de seda, cálida como si estuviera al sol, emana licor de dioses que se suma al mar que exudo cubriendo su cuerpo. Un pétalo turgente se hincha al contacto con mi lengua. Los líquidos fluyen. Somos la ría que cursa a nuestros pies.
Ella asciende a través del sirimiri, camino de Venus. Yo la sigo como un niño que vigila su cometa, apostado en su vulva y bebiendo su savia con avidez.
Pupilas dilatadas y vellos que se crispan. Soy apéndice de un falo que parece querer despegarse de mí. Corazones desbocados, uñas que horadan pieles trémulas.
Gimotea, echa sus brazos atrás, se expone totalmente y ruega más.
Cabalgamos entre descargas. Se va de nuevo y vuelve entre jadeos, deshaciéndose como un azucarillo en la boca que compartimos.
Me afano en controlar un torrente que pugna por salir entre costuras. Ya no veo la cometa, pero la cuerda que me une a ella está tensa, a punto de romperse. La abrazo hasta que somos uno y sigo invadiéndola, bombeando, consumiendo todo el carbón que se vaporiza en mi ser, cubriéndola, penetrándola hasta tocar su alma con la punta de mi ser.
Explotamos al unísono y los gemidos escapan hasta quedar embebidos entre paredes, como insectos fósiles perpetuados en ámbar. Mientras, Bilbao enmudece.
Aterrizamos suavemente; dos espaldas mojadas con respiraciones en cadencia ya aceptable, las almas soldadas en un beso eterno.
Unos instantes flotando en el vacío y entonces ella se queda en tan sólo alma. La busco desesperadamente y al correr de nuevo las cortinas, por fin encuentro todo su ser, empañando las ventanas y convirtiendo Bilbao en una amalgama de colores.
Luis A. Bañeres