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A veces la gente pregunta, con razón, cuál es la mejor forma de ayudar a un escritor con su carrera. Ahí es nada. Cada vez que me la hacen me echo a temblar, porque la preguntita se las trae. Menos mal que los lectores lo hacen por ayudar a su autor o autores predilectos. Resulta lógico, pues, que le pregunten a uno. Vamos a ver si soy capaz de responder.
Partiendo de la base que los autores pocas veces saben cómo publicar un libro sin demasiados problemas, conducir acertadamente una carrera literaria es poco menos que harina de otro costal. Más aún si, como en mi caso, solo llevas diez años en el tema este de las letras; es casi lo mismo que decir que acabas de empezar. Pero bueno, seamos positivos y digamos, simplemente, que no hay nada imposible si tienes los arrestos necesarios. Aunque, a veces, una flor en el culo también ayuda.
En un mundo como el nuestro, en el que la tecnología ha democratizado la edición hasta límites insospechados, a día de hoy, son muchos los autores que optan por la autoedición en cualquiera de sus formas; digital y papel; edición limitada de coleccionista; a través de plataformas especializadas u optando por grandes multinacionales, etc.
La cuestión es que siempre hay, al menos, una obra en el candelero. Un autor sin obra es un timo, nada más. Tenemos, por lo tanto, un texto que es el que se ha puesto en manos del mercado. A veces se pone de manera gratuita y otras pagando. Generalmente, pagando el autor y pagando también el consumidor, pero de esto ya se ha hablado mucho. Y si no, ya lo haré más adelante. Tiempo al tiempo.
La cuestión es que no todo el mundo puede comprarse toda la obra de un autor. La cultura no es barata, aceptémoslo, pero un frigorífico tampoco lo es y nadie dice nada. Para hacer un disco, un libro o una obra teatral hace falta muchísimo trabajo, y nadie puede, ni debe, negar eso. A veces más y a veces menos, pero si el tiempo es oro, unos cuantos doblones ya cuesta el hacer cualquiera de estas cosas. Yo por eso sigo y seguiré comprando vinilos de mis grupos favoritos.
Por eso mismo, pongamos sobre la mesa el querer comprar un libro. ¡Ojo! Que también existe la opción de acudir a la biblioteca y solicitarlo, pero centremos nuestra atención en la idea de comprar un libro como herramienta activa para ayudar al autor, no como peaje. Llegados a este punto de encuentro, la cosa es conseguir que la mayor parte de ese dinero llegue al autor, si es que eso es lo que nos preocupa. En este caso, será eso lo que nos ocupe; con permiso de las librerías, por supuesto.
Por extraño que parezca, el hecho es que hay lectores, a quienes siempre les estaré eternamente agradecido, que quieren comprar la obra para colaborar con la causa. Pero, ahí entra la dichosa pregunta, ¿qué interesa más? Lamentablemente, algunos escritores responderán una cosa u otra, dependiendo siempre de qué les interese más. Son muchas las aristas a tener en cuenta de cara a responder esta sencilla pregunta. Yo me limitaré a aportar mi experiencia y mi opinión.
En mi caso, tengo repartida casi toda mi obra literaria entre la editorial Verbum (Madrid, España) y Amazon KDP. La primera es una editorial de reconocido prestigio y distribución internacional; la segunda, es un mercado mundial en sí misma. Solo me cabe dar las gracias a unos y a otros, porque todo suma y ayuda. Pero, ¿qué es mejor?
Personalmente, le he dado bastantes vueltas a esta misma pregunta, y he llegado a una conclusión, bastante evidente, pero que suele pasar desapercibida.
Ambas comparten porcentaje de regalías en formato digital, no así en papel, porque la editorial requiere de libreros y distribuidores que lleven el libro hasta el lector, mientras que Amazon KDP imprime bajo demanda y ejerce a su vez como distribuidor.
Aquí empieza a cobrar importancia la ética de consumo de cada cual. Ahí radica la diferencia y es donde debemos poner énfasis. Analicemos algunas cuestiones punto por punto. Se me han ocurrido ocho, pero podrían ser muchas más, aunque seguramente sobre alguna que no viene al caso.
- Si quieres ser ecológico, la respuesta debería ser la compra digital, de un lado o de otro, pero digital.
- El papel viene de los árboles, si encima añades la gasolina del transporte a la ecuación, el resultado no es mejor.
- Si quieres ayudar a la economía social, la respuesta es clara. Da trabajo a las personas, no a los logaritmos.
- Si es para algún niño, compra en papel. En el futuro te lo agradecerá. Eso sí, luego ocúpate de plantar con él un árbol. Si quieres gastar menos, compra digital.
- Si quieres ahorrar, compra digital.
- Si quieres que más de la mitad del dinero pagado vaya al autor, compra digital.
- Si deseas apoyar al gremio de los libreros, compra en papel. Ellos también te lo agradecerán. No viven del aire y los buenos deseos.
- Si quieres que alguien pueda hacer carrera como escritor, da motivos a la editorial para que publiquen más trabajos suyos.
En conclusión, si puedes, y quieres ayudar al autor de turno, compra directamente a la editorial en formato digital. Tiene más pros que contras, aunque suponga cambiar los hábitos. A fin de cuentas, y utilizando un símil futbolístico, yo diría que vale lo mismo que un gol fuera de casa.
De lo contrario, si nada de esto te convence, la próxima vez que te encuentres con un escritor, invítale a una caña y dile que deje de perder el tiempo con los libros. Seguro que termina surgiendo una bonita amistad.
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Soñar despierto; a eso se reduce escribir. Todo lo demás es marketing, publicidad, comunicación y propaganda. La pena es que, si quieres dedicarte a ello de una manera más o menos profesional, tienes que formar parte del juego. Es el precio a pagar. Porque si publicas, entras a formar parte del mercado, sucumbiendo a las reglas de la oferta y la demanda que lo rigen. Y no hay vuelta atrás. El sueño pasa a ser tangible y real.
Tan pronto como firmas un contrato de edición, adquieres un compromiso. De igual manera que tú has ayudado a poner a disposición del público un producto, tienes que ayudar a venderlo. Porque todo libro es un producto y hay que procurar que sea rentable. Al menos, para poder devolver a la editorial esa confianza que ha depositado en ti. Inténtalo aunque sea. Si no quieres hacerlo, es mejor no hacer perder el tiempo a aquellas personas que deberán hacerlo por ti. La vida es muy corta para obligar a otros a malgastarla.
Recuerda que todo autor es imagen de marca. Hay que ser consciente de ello y obrar en consecuencia. Sí que es verdad que una mayor exposición pública ayuda a ser reconocido, pero esto no implica saturar las redes con una exposición permanente. Es cierto que si nadie te busca, a ti o a tu libro, difícilmente te van a encontrar. Pero, en mi opinión, es mejor eso a que te encuentren hasta en la sopa. El mejor consejo que se me ocurre es que no hagas nada que no quieras hacer. Sé natural; no engañes a nadie; sé tú mismo y no des el coñazo.
Si tienes suerte, y vendes varios cientos de ejemplares al año, da las gracias a todo el mundo. Ellos se lo merecen tanto como tú. Es muy difícil llegar hasta ahí y todo el mundo lo sabe. Por eso te han ayudado a conseguirlo. Piensa que cada libro vendido es un abrazo y bellas palabras de aliento. Si es así, sigue trabajando y disfrutando.Si consigues vender miles de ellos, da miles de gracias y sigue con tu empeño. No cambies y procura ser feliz. Seguramente no puedas vivir aún de ello, pero cada vez hay más gente que desea soñar despierta contigo. No los defraudes.
Si vendes millones de libros y vives de ello, busca a quienes te ayudaron al principio y ofréceles tu ayuda. Tal vez la necesiten más que tú. Si no encuentras a nadie, pregúntate por qué es.
Recuerda que los libros son ventanas a otros mundos, siendo tú su demiurgo. Tal vez sea lo más cerca que estés nunca de la eternidad y de la divinidad. Haz que eso te estimule y recela de la gloria. Si brindas todo lo que tienes, nunca te arrepentirás, puesto que has regalado al mundo lo mejor de ti. Busca la excelencia y ella sabrá encontrarte.
Pero esto es lo que opino yo. Este es quien soy yo. No pretendo que seas como yo. Ni mucho menos. No habría nada más aburrido que un montón de gente que opinase igual. Afortunadamente, sé que no es así. Pero eso no quita que tú, querido compañero, tal vez deberías preguntarte, quién quieres ser. Cierra los ojos.
Iñaki Sainz de Murieta
www.sainzdemurieta.com
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Por aquel entonces, los niños podíamos beber cerveza o vino con gaseosa y aquella tarde de verano de los setenta, compartiendo unos pollos con mi familia en una cervecera, me debí pasar un poco. Y aquí, al menda, subida la cerveza a la cabeza, le dio por hacer cabriolas en los columpios. Me puse hasta arriba de verdín y tierra.
Él me miraba diciendo sin decirlo En casa lo arreglaremos…
Y fue la única vez que recuerdo que me puso la mano –en modo zapatilla– encima.
Con mis doce años, lo lógico fue derramar unas lágrimas.
Mi ama me lavó la cara y me peinó con rigurosa raya a un lado y me dijo:
–Antes de ir a la cama, ve a pedir perdón a tu aita y le das un beso.
Y eso hice.
Él veía la tele, probablemente un partido, y le rodeaba ese olor a Ducados que siempre quedará en mi memoria. Como tantas otras.
Y aun llorando, me acerqué y le di un beso.
–Perdón, aita.
Él me miró, con esa mirada cálida y de perro viejo, con brillo suficiente para iluminar la calle entera si la persiana hubiera estado abierta. Asintió, porque siempre ha cotizado al alza la nobleza.
Cuando me daba la vuelta para retirarme al catre, hundido, avergonzado y en la nada, me dijo algo que jamás olvidaré.
–…Nunca, nunca, vuelvas a llorar delante de nadie.
Aunque fuera niño, leí en esa misma mirada que el trámite había sido aún más duro para él, pero tocaba. Y tocó. Un niño que creció en la miseria de la posguerra estaba suficientemente curtido para que no le temblara la voz a pesar del pesar.
Y mi mente de doce años interpretó, digirió y metabolizó aquello tal como sonó.
Hoy, tantos años después, soy un ser incapaz de llorar, de lo cual no me enorgullezco.
Tan sólo una vez, cuando perdí en París a mi hija de dos años durante cuarenta y cinco angustiosos minutos, revolucioné un gigantesco hotel dando órdenes a diestro y siniestro en tres idiomas. Sólo importaba eso, nada más que eso y habría descendido a los infiernos a negociar el precio de mi alma para volver a ver esos tirabuzones y ojos negros. Eso sólo, a cualquier precio.
El Dios en quien no creo sabe bien que no hubiera salido de allí sin ella. Pero apareció. Y solté lágrimas de nervios incontenidos a la vista de un Pluto y un Mickey que me acariciaban el lomo, absortos ante una escena de reencuentro digna de ser congelada para la memoria.
Con los años, mi amama, su madre, falleció. Y fui yo quien atendió aquella fatídica llamada que llegó precisamente en una celebración familiar. Fui brusco y telegráfico al transmitirle la noticia.
Él se desarmó y lloró. Yo no pude, siguiendo fiel a aquella instrucción que me dio años atrás.
Entonces, y sólo entonces, entendí que lo que él me quiso decir no se refería al llanto en sí, sino a la debilidad. No mostrar debilidad ante los demás. Mostrarse fuerte, levantarse y tirar. Siempre tirar. No hincar las rodillas. Una, si acaso. Respirar, tomar aliento y seguir.
Es uno de los legados que me deja mi aita y aunque no lo interpreté como debía, fue una sabia lección que tengo siempre presente. Y en momentos duros, siempre recurro a ella, acordarme de dónde vengo, de la humildad que me dio vida y educación.
Quizás algún día logre llorar; supongo que no sentiré vergüenza por ello.
A fin de cuentas, mi mentor ya lo hizo.
En todo caso, el consejo me ha servido de mucho en esta vida. Nadie se ha servido jamás de esa desventaja para atacar mis flancos.
Lágrimas secas guardadas en el baúl de un niño de doce años.
Luis A. Bañeres
Foto © Teresa Peña
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El tiempo acompañaba en aquel mes de abril y el sol ya levantó de muy buen humor, augurando un día de esos en los que nada malo puede ocurrir.
Así que con la agenda de trabajo finiquitada el jueves, nos quedaba el viernes para dedicarlo a visitar los alrededores de Bilbao, que ya lucía como suele por esas fechas cuando el cielo por fin se va cansando de llorar.
Comenzamos pronto, por la mañana; ellos pertrechados con sendas cámaras y en plan casual, luciendo ese acento tan británico que les caracteriza y dispuestos a comentar cualquier cosa que vieran con la mordacidad que autoriza la confianza y con esa flema heredada que no llega a herir, pero te deja desarmado.
La costa lucía tranquila y esplendorosa, con ese contraste único de azules y verdes que define nuestros paisajes. Dejamos atrás Bermeo, Bakio y enfilamos hacia Plentzia por Arminza y Lemoiz.
—Muy parecida a la nuestra —comentaban.
Pero poco a poco, la flema y la ironía iban dando paso a una admiración en silencio apenas contenida.
Tras ese round, quedaba bastante tiempo antes de la comida. Ellos acostumbran a zanjar ese trámite antes del mediodía, pero la diferencia horaria había sumido sus estómagos en la más absoluta confusión, por lo que se dejaron hacer.
De Plentzia a Bilbo tomamos la carretera vieja, parando un momento en Barrika y finalmente puse rumbo a los paisajes montañosos del duranguesado, con la visita de rigor a Urkiola. Deshaciendo camino, les ofrecí un tentempié en un caserío-restaurante en las faldas de Atxarte. Lo tomamos fuera, contemplando a lo lejos una cuadrilla de montañeros que comenzaban la temporada retando verticalmente al pico y de cuyas voces sólo sobrevivía el eco, como sonidos perdidos en un frontón.
Juan, el propietario, me preguntó si íbamos a comer allí y cuando le contesté que no, mirando de reojo mi reloj, John preguntó para qué eran las enormes parrillas que había visto en la parte baja del caserío.
Le expliqué que la especialidad del sitio eran el cabrito y el cordero y aquello reavivó las brasas de su ego y se apresuró a decir que no hay mejor cordero ni cabrito que el de su tierra.
Traduje el comentario a Juan y, como no podía ser de otro modo, torció el morro y me dijo que sacaría otra botella de sidra mientras nos preparaba un cabrito a la leña. Que a ver quiénes eran esos que comparaban su famoso cabrito al fuego de sarmiento con cualquier otro de este planeta.
Aceptaron el reto y enviudamos un par de botellas más de sidra casera, que maridaba perfectamente con el queso que curaba el propio Juan y que tuvo reticencias a servir por la desconfianza que le transmitían “el pelirrojo y el mal comido”, términos que me guardé muy bien de no traducir.
Cuando ya se volatilizó el segundo plato de queso y con el pan de hogaza aún caliente, el humo del sarmiento llevaba el aroma de aquello que andaba Juan preparando abajo, a lomos de una suave brisa, llegando y rebotando en todos los rincones de la peña, como las voces de los escaladores, que ya no se oían.
Del cabrito sólo quedó el recuerdo y cuando ya brindábamos por un día completo alzando nuestras copas de txakoli, vimos cómo se acercaban por el sendero los montañeros, siguiendo el rastro del asado que quedaría aun flotando en el valle durante un tiempo.
Juan guiñó un ojo a mis invitados y señaló con el pulgar a los montañeros y me dijo, para su traducción:
—Pregúntales a ver si su cabrito tiene esta capacidad de reclamo.
No hizo falta; los dos se levantaron y estrecharon las callosas manos de Juan en un claro gesto de deportividad, muy anglosajona también.
A partir de aquel día me llamaron “cabrito” en tono cariñoso, en conmemoración de aquella comida improvisada, de la suculencia que el bueno de Juan, sabedor de la calidad de su género y oficio, ofreció a los foráneos, para acallar comparaciones y llevar su recuerdo a tantos miles de kilómetros de distancia.
(Texto publicado originalmente en la revista El Txoko del Sibarita, marzo-abril de 2018).
Foto © canalcocina.es
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El dragón con sus largas patas
gozoso por la loma cabalga.
“¡Cuidado!, -le gritó la amapola,
enfurecida-, casi me aplastas.”
El dragón con sus largas patas
gozoso por la loma cabalga.
“No te pisaré, nunca, flor hermosa,
tu elegante vestido rojo de gala.”
El dragón con sus largas patas
gozoso por la loma cabalga,
mientras, ufana, la amapola
entre la hierba verde destaca.