Por aquel entonces, los niños podíamos beber cerveza o vino con gaseosa y aquella tarde de verano de los setenta, compartiendo unos pollos con mi familia en una cervecera, me debí pasar un poco. Y aquí, al menda, subida la cerveza a la cabeza, le dio por hacer cabriolas en los columpios. Me puse hasta arriba de verdín y tierra.

Él me miraba diciendo sin decirlo En casa lo arreglaremos…

Y fue la única vez que recuerdo que me puso la mano –en modo zapatilla– encima.

Con mis doce años, lo lógico fue derramar unas lágrimas.

Mi ama me lavó la cara y me peinó con rigurosa raya a un lado y me dijo:

–Antes de ir a la cama, ve a pedir perdón a tu aita y le das un beso.

Y eso hice.

Él veía la tele, probablemente un partido, y le rodeaba ese olor a Ducados que siempre quedará en mi memoria. Como tantas otras.

Y aun llorando, me acerqué y le di un beso.

–Perdón, aita.

Él me miró, con esa mirada cálida y de perro viejo, con brillo suficiente para iluminar la calle entera si la persiana hubiera estado abierta. Asintió, porque siempre ha cotizado al alza la nobleza.

Cuando me daba la vuelta para retirarme al catre, hundido, avergonzado y en la nada, me dijo algo que jamás olvidaré.

–…Nunca, nunca, vuelvas a llorar delante de nadie.

Aunque fuera niño, leí en esa misma mirada que el trámite había sido aún más duro para él, pero tocaba. Y tocó. Un niño que creció en la miseria de la posguerra estaba suficientemente curtido para que no le temblara la voz a pesar del pesar.

Y mi mente de doce años interpretó, digirió y metabolizó aquello tal como sonó.

Hoy, tantos años después, soy un ser incapaz de llorar, de lo cual no me enorgullezco.

Tan sólo una vez, cuando perdí en París a mi hija de dos años durante cuarenta y cinco angustiosos minutos, revolucioné un gigantesco hotel dando órdenes a diestro y siniestro en tres idiomas. Sólo importaba eso, nada más que eso y habría descendido a los infiernos a negociar el precio de mi alma para volver a ver esos tirabuzones y ojos negros. Eso sólo, a cualquier precio.

El Dios en quien no creo sabe bien que no hubiera salido de allí sin ella. Pero apareció. Y solté lágrimas de nervios incontenidos a la vista de un Pluto y un Mickey que me acariciaban el lomo, absortos ante una escena de reencuentro digna de ser congelada para la memoria.

Con los años, mi amama, su madre, falleció. Y fui yo quien atendió aquella fatídica llamada que llegó precisamente en una celebración familiar. Fui brusco y telegráfico al transmitirle la noticia.

Él se desarmó y lloró. Yo no pude, siguiendo fiel a aquella instrucción que me dio años atrás.

Entonces, y sólo entonces, entendí que lo que él me quiso decir no se refería al llanto en sí, sino a la debilidad. No mostrar debilidad ante los demás. Mostrarse fuerte, levantarse y tirar. Siempre tirar. No hincar las rodillas. Una, si acaso. Respirar, tomar aliento y seguir.

Es uno de los legados que me deja mi aita y aunque no lo interpreté como debía, fue una sabia lección que tengo siempre presente. Y en momentos duros, siempre recurro a ella, acordarme de dónde vengo, de la humildad que me dio vida y educación.

Quizás algún día logre llorar; supongo que no sentiré vergüenza por ello.

A fin de cuentas, mi mentor ya lo hizo.

En todo caso, el consejo me ha servido de mucho en esta vida. Nadie se ha servido jamás de esa desventaja para atacar mis flancos.

Lágrimas secas guardadas en el baúl de un niño de doce años.


Luis A. Bañeres


Foto © Teresa Peña