En el frontis de muchos ayuntamientos de Francia figura el lema Liberté-Egalité-Fraternité. No sé si la gente que pasa por delante o que entra en esos edificios se fija en la inscripción, ignoro también el grado de adhesión o de confianza activa que ésta les inspira. Pero estoy convencida de que si mañana alguien decidiera quitar esas palabras de ahí, se encontraría con una oposición firme, insuperable. Porque ese lema y su visibilidad al frente de la casa común constituyen un símbolo que, incluso interpretado a mínimos, tiene un extraordinario valor. El valor de un principio fundamental, fundacional que le pone al trajín de la vida social, que tantas veces es un equilibrismo de altura, una red de protección por debajo; una red que garantiza que ciertas fronteras de desamparo no se van nunca a traspasar, que nadie va a caer nunca al vacío y estrellarse.
No voy a detenerme hoy en que, a lo largo de estos años terribles, hemos visto en las fachadas o cercanías de algunos de nuestros ayuntamientos mensajes que constituían una contradicción y un desafío brutales a cualquier noción de libertad, igualdad y desde luego fraternidad cívicas. No voy a detenerme en esa oscuridad para centrarme en la claridad con la que desde la fachada, por ejemplo, del ayuntamiento de San Sebastián se ha dicho "ETA NO", en un cartel que si no es el original francés, puede verse como un resumen de esencia y emergencia del mismo. Decir no al terrorismo desde la casa común es afirmarse colectivamente a favor de la fraternidad, la libertad y la igualdad de todos; o lo que es lo mismo, condenar cualquier agresión que contra ellas se dirija.
Ha sido noticia estos días que, en una de sus primeras intervenciones oficiales, el nuevo alcalde de San Sebastián había acudido en moto a unas jornadas sobre transporte urbano. No creo que lo más reseñable sea esa moto (supongo que la prensa ha querido subrayar la ironía que supone la representación motorizada de la sostenibilidad); lo más noticiable me parece el hecho de que Juan Karlos Izagirre ha podido desplazarse hasta allí sin escoltas, como lamentablemente no pueden hacer aún muchos de los cargos electos de Euskadi. Mientras ETA no desaparezca no habrá aquí igualdad entre los representantes políticos de los ciudadanos, esto es, entre los ciudadanos mismos. Que remediar esa desigualdad debe ser el primer objetivo de nuestra convivencia y la primera responsabilidad de los dirigentes políticos de nuestra democracia me parece evidente.
Por eso espero que el cartel de "ETA NO" no desaparezca de la fachada del ayuntamiento de San Sebastián —ciudad en la que la banda terrorista ha asesinado a cien personas— hasta que la propia ETA haya desaparecido. Y si, como se ha anunciado, el nuevo gobierno donostiarra decide finalmente retirarlo de allí, que su gesto encuentre una oposición ciudadana firme e infatigable; una apretada red social de protección contra ese vacío de principio.
Artículo aparecido en la edición para Euskadi de El País.