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Los fogones de Hollywood están al rojo vivo, con una caldera repleta de títulos que nos llegan a las carteleras sin descanso. Y ya le gustaría a Vulcano semejante ritmo de trabajo si no fuera porque desde fuera uno tiene la sensación de que la mayor parte de las novedades que nos llegan huelen a pólvora mojada. Los guiones muchas veces apenas rozan el aprobado, los remakes se multiplican y la fragua ha de recurrir a otros trabajadores llegados del extranjero para mantenerse abierta. No es algo nuevo. El cine americano ha sabido fagocitar desde siempre a los creadores convirtiéndolos en algo propio: hasta son capaces de hacer que una película francesa se convierta en la protagonista de la última gala de los Oscars. En especial porque la cinta trata del cine, de los orígenes, de aquellos iluminados que supieron evolucionar del mudo al sonoro y seguir fabricando sueños. Se entiende, por tanto, que América importe directores europeos o que las estrellas del firmamento cinematográfico busquen otras manos por las que dejarse dirigir (véase los ejemplos de los nuevos trabajos de Juan Carlos Fresnadillo, Rodrigo Cortés o J.A. Bayona). Volviendo a los remakes, leía hace unas semanas que los estudios Dream Works y Working Title Films tienen previsto rodar una nueva versión de Rebeca, filme protagonizado por Laurence Olivier y Joan Fontaine con la que Alfred Hitchcock se estrenaba en Hollywood logrando, además, el Oscar a la mejor película. Incluso se rumorea que Sospecha, aquella cinta para el lucimiento de un ambiguo Cary Grant y de una tímida Joan Fontaine, también podría ser revisada con ojos de hoy. Y no deja de sorprender que desde Hollywood sigan empeñados en renovar los clásicos del Mago del Suspense. Ya lo hicieron en 1998 con Psicosis, engendro de Gus Van Sant calcando plano a plano, pero en color, uno de los títulos emblemáticos del cine de terror. Con pésimos resultados, como es obvio. Un despropósito parecido al que llevó a Jonathan Demme a rodar Charada, aquella película de Stanley Donen con Cary Gant y Audrey Hepburn. Se tituló La verdad sobre Charlie y los papeles principales fueron a parar a Mark Wahlberg y Thandie Newton. En fin, que la inconsciencia es atrevida.
Artículo aparecido en Luke.
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- Escrito por Mikel Apodaka
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El 8 de marzo se conmemora para reivindicar la desaparición de las desigualdades por razón de género y las injusticias sociales y laborales que afectan a las mujeres.
Miembros de la Asociación de Escritores de Euskadi queremos unirnos al resto de la ciudadanía vasca para pedir una igualdad efectiva entre mujeres y hombres, que suponga el compartir en equilibrio todas y cada una de las facetas de la vida social, cultural, laboral y familiar.
Por ello expresamos nuestro apoyo a todas las iniciativas sociales e institucionales que supongan:
• un incremento de la participación de las mujeres en la toma de decisiones en el ámbito cultural.
• la promoción de la ruptura de los estereotipos sexistas, contribuyendo a la construcción de una sociedad plural, diversa y sin discriminación por razón de género.
• el trabajo a favor de la corresponsabilidad que dé lugar a una equidad en espacio, tiempo y poder entre mujeres y hombres, niños y niñas.
• el impulso y la visibilización de las mujeres creadoras y artistas y sus obras.
Firman el manifiesto:
Fátima Frutos, Mikel Alvira, Juan Bas, Luisa Etxenike, Ascension Badiola, Beatriz Celaya, Mertxe Manso, Esther Zorrozua, Fernando Palazuelos, Francisco Javier Irazoki, Juan Manuel Uría, Sergio Arrieta, José Ignacio Besga, Olatz Candina, Javier Maura, Ana Díaz Barge, Fernando Marías
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- Escrito por Fernando Aramburu
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Jesús Ortega reúne en Proyecto Escritorio imágenes y reflexiones a propósito de los espacios de escritura de autores contemporáneos en lengua española. El texto y foto pertenecen a Fernando Aramburu:
«Durante un tiempo lo estuve llamando atril, hasta que me convencí de que cometía una inexactitud. Es un pupitre, vocablo que de costumbre asociamos a las mesas de los escolares. Rara vez compro muebles. La tarea, quizá el placer, de comprarlos compete a la costilla. Así y todo, el pupitre lo compré yo, para mí, y por eso y porque, cuando lo necesito, no me niega la ayuda me siento orgulloso de tenerlo por amigo. Se atribuye a Nietzsche la afirmación según la cual quien escribe sentado piensa con el culo. A mi juicio, no deberíamos menospreciar ninguna parte del cuerpo. Un culo perspicaz puede ser francamente útil, quizá más útil que un cerebro. El caso es que el pupitre está pensado para que uno trabaje de pie. Obliga también a escribir a mano. Al menos yo no he hecho todavía la prueba de colocar el ordenador sobre el tablero inclinado. Puede que al cabo de dos o tres horas se me fatiguen las piernas. A cambio, no me duele la espalda ni paso sueño, achaques de los que no siempre estoy libre cuando trabajo sentado. El pupitre lo reservo para las tareas de orfebrería literaria. Me refiero a las correcciones a mano sobre la versión impresa del libro en el que esté ocupado. También a la toma de apuntes, a los resúmenes, a los bosquejos y esquemas; en fin, a esas cosillas que piden un tipo de atención distinto del que pide el ordenador, que es más oficinesco y de venga y dale. El pupitre invita a ser cuidadoso y poeta.»
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- Escrito por Francisco Javier Irazoki
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Jesús Ortega reúne en Proyecto Escritorio "imágenes y reflexiones a propósito de los espacios de escritura de autores contemporáneos en lengua española. Narradores, poetas y ensayistas son invitados a participar en el proyecto con un texto breve y una fotografía". La última visita ha sido al escritorio del poeta Francisco Javier Irazoki. El texto y la foto son del autor:
«Cuando me instalé en París, hace diecinueve años, tuve un rincón íntimo en la parte alta de la vivienda. Bajo una claraboya grande y vieja que podía tocar con las manos, busqué las palabras para definirme. A las siete de la mañana, durante más de una década, me senté a la mesa de trabajo y mi nostalgia hizo más ruido que la ciudad adormecida a esa hora. En un ambiente matinal, sin otros sonidos exteriores que los de la lluvia esporádica sobre los cristales del tragaluz, nacieron tres libros aceptados y uno rechazado por el autor. Eran los tiempos del lápiz, la máquina de escribir y el ordenador fijo.
En los años recientes, gracias a los ordenadores portátiles, me he convertido en un escritor sin oficina estable. Generalmente elijo la planta baja del edificio. Cerca de la cocina, frente a una fachada acristalada que deja ver un patio de árboles de hoja perenne, glicinias y pájaros. Delante de mí viven los vecinos: el joven músico conversa con el pintor veterano, la redactora de una revista de moda escucha al tapicero. Lo principal de la estancia es la mesa. Larga, de madera exótica, compuesta de seis pies y dieciocho piezas encajadas en el tablero. Cada pieza puede sustraerse, entre risas de niños, del lugar que ocupa en el conjunto. Sobre ese mueble deposito la computadora, algún bolígrafo, escasos papeles. En la cabecera de enfrente, un frutero y la silla Hiperión, regalo de Jesús Munárriz.
La mesa fue fabricada por un pariente cercano. La hizo en un momento doloroso. Su esposa de veinticinco años se suicidó y él, para combatir una angustia invencible, quiso construir algo. Un objeto que reconstruyera la vida de su fabricante.
Más que un mueble, mi mesa es una enseñanza.»
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- Escrito por Pedro Tellería
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El gypsy jazz es uno de esos mágicos inventos de la cultura europea del siglo XX. En él confluyen tradiciones musicales de ambos lados del Atlántico que se amalgamaron gracias al inverosímil guitarrista Django Rinhard, un gitano de bigotito perfilado y pose de dandy a quien le faltaban varios dedos, pero no un deslumbrante virtuosismo y una capacidad innata para componer. La guinda la puso otro venerable músico, el violinista Stephan Grappelli. Ambos se encontraron en ese París prebélico de espías en blanco y negro y cafés sin hora de cierre, donde crearon su famoso quinteto en el Hot Club.
El género sobrevivió a sus mentores y se esparció por muchos rincones de Europa (hay grabaciones desde Estocolmo hasta Milán pasando por Bruselas) y Estados Unidos. Y continúa activo y fiel a sus cánones originarios. Hace unas semanas, por ejemplo, calló en mis manos Vino y pasteles, el disco que la primavera pasada publicó El síndrome de Stendhal, cuarteto afincado en Vitoria (Javier Antoñana, guitarra solista; Nika Bitchiashvili, violín; Pedro Salazar, contrabajo; y Enrique Loyola, guitarra).
He testado el disco entre varias personas de confianza y todas han exclamado lo mismo: ¡qué bonito! Guitarras, violín, contrabajo y algunos instrumentos adicionales son el soporte para las composiciones de Antoñana, que abarcan todos los registros del género. Los temas vertiginosos tocados a velocidad endiablada se combinan con los evocadores pasajes del violín de Bitchiashvili, quien sube y baja, entra y sale de los oídos, busca las revueltas de la melodía para llevarnos a través de esa Europa nómada, de carromato y verde planicie, que ya no existe. Es hermosa esta música: sensual y melancólica, alegre y acogedora… Música de nómadas y desplazados que se afincó en las grandes ciudades para deleite de bohemios en las noches estrelladas.
Aparecido en la revista Luke.