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A veces el cine nos trae muestras de la literatura que se hace en otros países. Es el caso de Profesor Lazhar, película dirigida por Philippe Falardeu y protagonizada por Mohamed Fellag. La cinta –nominada al Oscar a la mejor película en habla no inglesa en 2011– está basada en la obra de teatro Bashir Lazhar de Évelyne de la Chenelière, un ejemplo de lo que han dado en llamar Literatura Francesa de Canadá o Literatura de Quebec. Una de las características de esta literatura, además de expresarse en francés, es la de abordar una realidad multicultural, inmigrante. Precisamente, el texto teatral de la canadiense incide en los problemas de identidad de un argelino que intenta obtener el estatuto de refugiado político al tiempo que sustituye a una maestra en una escuela primaria de Montreal. La complejidad de la sustitución no se debe sólo a la condición inmigrante del protagonista, sino también al hecho de que la maestra se ha suicidado mientras sus alumnos estaban en el recreo, y que ha sido uno de ellos quien ha descubierto el cadáver. La rotura de la normalidad afecta a todos los integrantes de un colegio que desea pasar página cuanto antes, hacer como si la muerte de la profesora Lachance fuese una pieza más del curso escolar. La aparición de Lazhar pone en evidencia, sin embargo, la multitud de sentimientos que el suicidio ha provocado en los alumnos: desde la incomprensión a la rabia pasando por la culpabilidad. La forma de dar clase del nuevo profesor choca además con el sistema lectivo canadiense: Lazhar es un entusiasta, un hombre que ama lo que hace y lo transmite a su clase –al igual que Robin Williams en El club de los poetas muertos, aunque de forma más contenida–, que acaba sucumbiendo a su encanto. Lo que no saben de Lazhar es que ha tenido que huir de su país, han asesinado a su familia, ha experimentado en carne propia el miedo y el sufrimiento del terrorismo. De ahí que no entienda cómo en la tierra prometida canadiense desee alguien quitarse la vida. La dificultad del texto original –un monólogo en el que el profesor desgranaba todos los acontecimientos solo en el escenario– se subraya en el film gracias a la labor de su protagonistas (tanto el profesor como alguno de los niños), reflejando a la perfección las tensiones personales, las contradicciones de unos alumnos que se preguntan si ellos tuvieron algo que ver en la reacción de su maestra. Y todo ello en un sistema sobreprotector que quiere evitar a toda costa la naturalidad que supone sentir el dolor o manifestarlo en público.
Artículo aparecido en la revista Luke del mes de septiembre
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- Escrito por Pedro Tellería
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El tiempo de la vida es la novela que Roberto Lastre ambientó en la Cuba de la que huyó. La novela, fuera de las erratas que él mismo reconoce con humor, está muy bien escrita y parte de una situación verídica: los casi veinte años que un hombre pasó encerrado en casa de su madre hasta que, siguiendo su propio consejo, emprendió una huida a Miami que se reveló como una encerrona para procesarlo y condenarlo. Pero más allá de la historia, que queda abierta en numerosos frentes, el libro retrata con acidez y tristeza la Cuba de Castro, con la omnipresencia de un régimen presuntamente revolucionario pero en el fondo totalitario donde la pobreza material se aúna con la indigencia moral de sus dirigentes y de muchos conciudadanos, obsesivos cumplidores de la ortodoxia comunista. Canto a la libertad, denuncia de la sinrazón de las dictaduras, periplo mental de un Ulises inverso que aguanta veinte años sin salir de la isla, el libro contiene suficientes resonancias, ecos, guiños y segundas lecturas como para convertirlo en un modesto descubrimiento particular. Con sus gotas de realismo maravilloso, de filosofía contemplativa, de costumbrismo urbano, de sexualidad caribeña, de simbolismo narrativo, su lectura me ha atrapado y me ha descubierto toda la dimensión literaria de Lastre, el fiscal que huyó de la isla caribeña para recalar en Vitoria y continuar su vida como si tal cosa. Es preciosa la simbología de las palomas y de las lechuzas como lo es el equilibrio y el contraste entre el protagonista, Román, que no se despega de su abnegada y ambigua madre, y su padre, un marino que abandonó a su familia y aprovechó uno de sus viajes para perderse en Oriente con su nueva amante. Su libro me recuerda a las dos novelas que no hace tanto tiempo Ikusager publicó del ruso Serguey Dovlátov, el periodista que huyendo de la URSS se refugió en Nueva York, donde siguió bebiendo todo el alcohol del mundo y escribiendo con vitriólica lucidez sobre el gélido infierno soviético.
Aparecido en la revista cultural Espacio Luke del mes de septiembre.
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- Escrito por Luis A. Bañeres
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Nada hay más silencioso que un reloj de sol.
El progreso, la prisa, la velocidad con la que una sociedad se mueve, siempre han estado ligadas a la medición del tiempo. Ha sido una obsesión constante para el hombre.
Del sol se pasó a la arena y la mecánica acabó con el silencioso transcurrir del tiempo. Los relojes empezaron a hacer tic-tac y la gente comenzó a moverse más rápido, como si sus vidas las controlase un metrónomo.
Luego vinieron los carrillones y las campanas, marcando tiempos con lentitud pero determinación militar, casi penitente, haciéndose oír aunque fuera lánguidamente.
La mecánica dio paso a la electrónica y se impusieron los bips y las melodías, los politonos, a medida que la velocidad y el stress se instalaron en nuestras vidas ante la mirada vigilante e inmisericorde de esos artilugios. El sonido pasó a ser impertinente y machacante y a él se sumaron dígitos de luz.
Aquello que había sido concebido como referencia temporal, controla y dirige hoy nuestras vidas de forma cruel.
Curioso artilugio el reloj, que aún parado tiene razón dos veces al día.
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- Escrito por Pedro Tellería
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De la extensa producción de Valle-Inclán no solemos recordar La lámpara maravillosa. Se trata de un libro tan poco citado en las escuelas como leído en las facultades, y al que algunos artistas de hoy día prestan, sospecho, menos importancia de la que se merece.
Fue publicado en 1922, cuando el autor contaba cuarenta y seis años. En la edición de Austral apenas ocupa, descontados glosario e introducción, unas ciento diez páginas de letra grandecita. Pero el barbudo gallego resumió en su prosa musical y modernista ideas sobre el arte, la poesía y la espiritualidad que se remontan a los tiempos primordiales.
Imposible descomponer en este cuarderno su contenido. Como en todo ensayo poético hay que adentrarse en la selva de su lectura para apreciar la indisoluble unidad de fondo y forma, de ética y estética, que contiene. Dejarse llevar por la música secreta de sus palabras. Hay quien lo calificó de “digresión artificiosa” o quien lo descartó por decidir que había envejecido. Valle-Inclán subtituló la obra “ejercicios espirituales”, no sé si para reírse de san Ignacio o para rendirle homenaje. Yo sigo releyendo en noches perdidas sus fragmentos y preguntándome si don Ramón iba en serio o estaba de broma, si con este librito se reveló como un profundo poeta de la verdad o como un impostor (al uso, por ejemplo, de algunos posmodernos copypasters de la autoayuda). Pero mientras me pregunto y me pregunto, continúan admirándome frases como ésta: “El poeta debe buscar en sí la impresión de ser mudo, de no poder decir lo que guarda en su arcano, y luchar por decirlo, y no sastisfacerse nunca”.
Artículo aparecido en la revista Luke del mes de junio.
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- Escrito por Luis A. Bañeres
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La niña camina triste, con pasos indecisos. Parece cargar con varias toneladas a sus espaldas. Llora.
Tiene tan sólo 16 años y un bestia le ha robado su mayor tesoro: la inocencia. La ha dejado marcada para siempre, al arrancarle su infancia e imponerle una terrible madurez, de forma abrupta. Cruel.
La crisálida ha sido interrumpida y la mariposa vuela torpemente, con colores apagados, desorientada, fuera de contexto.
A su sufrimiento ha de añadir el de relatar a sus padres los hechos. Siente vergüenza y no sabe por qué.
Le harán muchas preguntas incómodas que no quiere contestar.
Tan sólo quiere meterse en su cama, apretar fuertemente su osito en su regazo y esperar que todo haya sido un mal sueño.
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Todo resulta muy humillante. No sabe bien por qué pero todos parecen acusarla con su mirada. ¿Por qué se siente culpable y sucia?
Ha venido el doctor. Exploraciones frías. Dedos fríos. Palabras frías.
No habla con ella. Sólo con sus padres.
Silencio y soledad en esa habitación que ahora se le antoja extraña y que parece condenarla en todo momento.
Han tomado una decisión por ella: tendrá al bebe. No sabe si eso es bueno o malo, pero no está en posición de protestar.
Tendrán que aislarla de su entorno, de todo lo que conoce. Tiene que hacerse rápido y durará hasta que llegue el momento de sacar de su cuerpo el fruto del pecado ajeno.
Sola y temerosa, afronta su cautiverio con resignación. Hay que esconderla de los ojos de esta sociedad hipócrita que la condenará sin piedad a la marginación.
Son demasiadas sensaciones que no deberían ocupar la mente de una niña.
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El tiempo parece haberse detenido mientras su cuerpo va cambiando. Lo que antes ella quería desalojar a cualquier precio, va tomando forma y siendo cada vez más suyo. Lo nota, lo siente. Lo ama.
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Llega el momento. Es una niña. Llora con rabia, perturbada al ser arrancada de la cálida paz del vientre materno.
En ese momento ella es consciente de que el vínculo interno que se hacía más fuerte cada día, se ha roto para dar paso a otro férreo, vital. Aún con su mentalidad de niña, sabe que ya nunca podrá olvidar el llanto y el olor suave de esa piel y que los podrá reconocer entre miles, por muchos años que transcurran.
Se llevan el bebé. Lo vuelven a traer al poco, lavado y vestido. Se lo muestran pero sin colocarlo en su regazo. Tras unos instantes, vuelven a llevárselo y ella se sume en sueño eterno, agotada.
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Pasa largas noches sollozando. Las horas en que debería estar jugando, las pasa mirando por la ventana, extática, en la dirección donde sabe que está su hija, acogida por una buena pareja que no puede tener hijos. Sus juguetes yacen en un rincón, olvidados.
Su padre no soporta verla así, plantada en la ventana día tras día, ausente, lejana.
Convienen con la familia de acogida que podrá verla un ratito de vez en cuando, para saciar esa necesidad de madre, para enjugar sus lágrimas, para aportar un poco de luz en su carita de niña endurecida por facciones que son ajenas a su edad.
Puede verla, acariciarla, incluso besarla. Pero no ha de cogerla. Y eso la tortura. La mata.
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A pesar de ello, ha recuperado el color. Se le ve feliz cada fin de mes acudiendo a ver a esa muñequita viviente que ha salido de sus entrañas y que le devuelve una sonrisa cuando aparece en el jardín. Con sus ahorros, siempre compra algún juguetito para el bebé. Este parece intuir lo que le une a esa otra niña mayor.
Quizás porque la niña mayor sondea siempre de forma intensa en el interior de sus ojos y eso no la incomoda.
Hasta que llega un día en que se acaban las visitas.
“Conviene ir cortando la relación”, -le dicen- .
“Por el bien de la niña”, -añaden-…
“Yo también soy una niña” -piensa ella-.
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Han pasado varios años. Casi veinte desde que la vio con permiso. Sólo dos semanas desde que la ha visto a hurtadillas, en un bar de los que frecuenta con sus amigos.
En todos estos años, no ha pasado apenas una sola semana sin verla, aún de forma furtiva. Ha asistido a su infancia, a su pubertad, a sus fiestas, a su graduación, a sus primeros escarceos amorosos, a sus desengaños….
Siempre desde la lejanía, desde la protección que le brindan las sombras y la multitud.
Quiere asegurarse de que su pequeña está bien.
Y mientras, su pequeña, ajena a este sufrimiento, devuelve a la vida una sonrisa preciosa.
Lo que su pequeña nunca sabrá es que siempre ha estado protegida, velando para que esa sonrisa se instale en su rostro.
La misma sonrisa que le fue negada a otra niña, hace muchos años.