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He oído en la radio que se celebra el 69.º aniversario del primer NO-DO, aquel informativo que el Gobierno franquista proyectaba en los cines de forma obligatoria antes de cada película. Aquel 4 de enero de 1943 se abrió con un Parte de Guerra escrito sobre la caída de las tropas contrarias a Franco al que siguió un puñado de imágenes de prisioneros apresados y una noticia sobre la invasión de Polonia a cargo de las tropas alemanas. El NO-DO sirvió para mostrar la visión que el franquismo tenía de España en un país sin demasiadas opciones informativas. No sé el motivo, pero el recuerdo que tengo de muchas de las películas que vi de chaval está asociado a la música de cabecera del NO-DO. Aquel soniquete compuesto por Manuel Parada se mantenía en nuestro cerebro incluso después de que la película hubiera concluido.

Mi madre se empeñó en que a sus dos hijos nos gustase el cine, tal vez porque ella disfrutaba de la evasión que ofrecía la gran pantalla, de aquellas historias hechas de luz que llenaban nuestra retina de gestos —los de Charles Chaplin en Candilejas—, de muecas imborrables —las de Cary Grant al final de Charada—, de risas insustituibles —las de Donald O’Connor en Cantando bajo la lluvia—, de frases marcadas a fuego que subrayaban grandes secuencias —“Qué raro, aquella avioneta está fumigando cosechas donde no las hay”—, de mujeres repletas de alocada vitalidad —Katherine Hepburn en La fiera de mi niña—… Hace unos días repusieron en un canal de pago El hombre que mató a Liberty Vallance y por unos segundos pensé en lo que tenía de mágico que se apagaran las luces y comenzara la proyección. Aún lo pienso cuando acudo a una de esas salas de cine cada vez más pequeñas y me dejo engañar por el director, y los actores, por un guión bien construido. Y me acuerdo de cuando muchos años antes esperaba a que la música del NO-DO me avisara de que en breve iba a volver a soñar.

Artículo aparecido en la revista Luke de enero.

Se me pasó el año sin escribir sobre Monólogo interior, el disco que en 2010 publicó Single, un proyecto liderado por dos ilustres del pop. Teresa Iturrioz es la cantante e Ibon Errazkin se encarga de guitarras y programaciones. Los conocía de Pío Pío, la entrega que también Elefant Records publicó en 2006; y antes, de una maravillosa versión de El amor en fuga, el tema principal de la cinta homónima de Truffaut. Ambos provienen de los tiempos heroicos de Le Mans, añorado combo donostiarra de los años noventa.

Lo mejor de la música es escucharla, y no hablar de ella. Me limitaré a decir que los sonidos que inventa Errazkin con sus maquinitas y teclados son lúcidos, cristalinos, divertidos y modernos. Y que la voz de Iturrioz ha ganado con los años en gravedad y expresión, en ironía y espesor, hasta desplegar una amplia gama de claroscuros coherentes con los ambiguos textos que canta. Y que los textos siguen siendo pura poesía pop: minimalistas, esenciales, crudos. Y que la portada de lujo es, otra vez, de Javier Aranburu. Y que los vídeos…

¿Qué canciones me gustan más? Me enamoró desde el principio “Posponías”, pero después llegaron “Pensamiento” o “Fotos”. Todas son buenas por su originalidad y por su madurez. Son canciones que hay que disfrutar despacio, con esa concentración que exige el detalle del pop de orfebre. En el disco, además, rindieron homenaje a Violeta Parra y Mercedes Sosa con el clásico “Gracias a la vida”, que pasa a ser, gracias al genio del dúo, una canción Single.

Aparecido en Luke del mes de enero, con cambio de diseño incluido.

Hace frío. Los chalecos reflectantes no ayudan a entrar en calor a los dos voluntarios de la Cruz Roja que han atendido a la llamada al 112.

Afanados sobre el cuerpo que yace en la acera, cruzan finalmente una mirada de asentimiento, convienen en el diagnóstico fatal y proceden a cubrir a la mujer. Mechones de pelo rubio teñidos escapan de entre los pliegues de la manta térmica que devuelve al sol sus primeros rayos. Unas perlas rojas dan fe de lo acontecido apenas unos minutos antes.

Algunos metros más allá, unos vecinos observan incrédulos la escena, inquietos. Ya habrá tiempo para comentarios. Por ahora el tiempo parece haberse detenido.

Un móvil suena estridente bajo la manta. Por la melodía jocosa, parece que su dueña no es tan joven.

¿Quién llamará? —parecen preguntarse los que deambulan alrededor—. Un jefe, un hijo, su padre, alguien tratando de vender un seguro o tal vez un robot impertinente. ¿Quién?

Todos parecen preguntarse lo mismo y se miran nerviosos esperando que cese ese sonido que quiere hacerse un hueco en esa brutal escena.

Encienden otro pitillo y tratan de recogerse en sus propios pensamientos.

Nadie se atreve a cogerlo.

Quizás porque nadie sabe qué responder.

Ha sido visto con la hoz y el martillo, haciendo purgas en Siberia, también luciendo un minúsculo bigote, un flequillo rebelde y portando una esvástica.

Anteriormente se entretuvo quemando brujas en la Europa del siglo XV.

Puede tener piel blanca y deleitarse con los gritos de turcos empalados en la antigua Valaquia, o muy tostada y abastecer su frigorífico con viandas más que exóticas.

Recurre con frecuencia al disfraz de dictador, haciéndose llamar César, Caudillo, Comandante, Duce, Ilustrísima...

Montó caballos paticortos que pastaban hierba que nunca volvía a crecer y sembró el terror en las inquietantes noches brumosas del Whitechapel londinense.

A menudo se esconde tras el Corán, la Biblia o la Torá. Otras, se parapeta tras un cotidiano y simple maltratador.

Ha lucido traje de barras y estrellas. Y con otros trajes se ha paseado por Wall Street y por cientos de parlamentos. El diablo es tenaz, tiene debilidad por el camuflaje y de entre todas sus habilidades destaca la de saltar de un personaje a otro más adecuado al momento político y social.

La última vez que se le vio tenía el aspecto de un enano oriental con pelo alborotado y anteriormente el de un barbudo y acaudalado saudí de origen yemení.

¿Cuál será su siguiente apariencia?

Me ha pasado ya un par de veces: terminar una novela de Flann O'Brien y preguntarme a bocajarro: ¿qué demonios he leído? Me sucedió hace tres años con La boca pobre, y hace un par de días con El tercer policía. El funcionarion irlandés cuyo nombre verdadero era Brian O'Nolan (1911-1966) es considerado uno de los grandes del siglo XX por aquellas tierras.

Recurro a un adjetivo entre obvio y ramplón para clasificar El tercer policía: inclasificable. No se sujeta a un género concreto, no presenta una trama equilibrada, contiene unas notas al pie entre delirantes y superfluas... Y sin embargo, funciona. El costumbrismo rural que tanto se estilaba en Gran Bretaña (basta pensar también en John Houston o el primer Hitchcock) más la ciencia-ficción y las novelas filosóficas, góticas, de misterio y policíacas están mezcladas, hibridadas, arrazimadas (lo que queramos) en sus páginas. Pero lo que más destaca de O'Brien en La boca pobre o La vida dura resplandece también aquí: el sentido cruel y tierno, ácido y autocomplaciente, de su satírico humor. A ello se unen los disparates más esperpénticos, presentados –eso sí– como algo perfectamente verosímil: en La boca pobre era el rostrizo que los lugareños disfrazaban de recién nacido para cobrar una subvención y en El tercer policía es un agente que encierra con absoluta naturalidad una bicicleta en el calabozo de la comisaría.

Hay autores raros-raros por el mundo. Recuerdo, por ejemplo, al juguetón y olvidado Keeler de Las gafas del señor Cagliostro. O'Brien es otro de ellos. Muy serio y circunspecto en las fotografías, un verdadero gamberro en los libros. No publicó en vida esta novela, que durmió el sueño de los justos casi treinta años. Tal vez le sobrara alguna página. Da igual. En ella se rió del mundo y devolvió al lector las preguntas sin contestar. La editorial Nórdica nos lo ha puesto fácil gracias a su esfuerzo por traducirlo.

Aparecido en Espacio Luke.