'Lógica exigencia'
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- Escrito por Luisa Etxenike
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Visitó San Sebastián hace unos días Sofiène Ben Haj, joven bloguero y ciberactivista tunecino, para participar en una conferencia sobre el papel de las redes sociales en los recientes cambios políticos de ese país. Después de la charla, se abrió con el público uno de los diálogos más intensos que recuerdo en este tipo de eventos, en el transcurso del cual alguien, para preguntar sobre el porvenir democrático de Túnez, cuestionó que aquí viviéramos en una democracia. Sofiène Ben Haj le respondió que si de verdad consideraba que en este país no había democracia era porque seguramente había olvidado lo que significa una dictadura y le animó entonces a instalarse en cualquiera de los países sometidos aún a regímenes dictatoriales y a hacer allí las comparaciones de rigor.
Creo que con sus palabras este joven tunecino nos invitó oportunamente a dos ejercicios fundamentales. El segundo, a no frivolizar con ciertos temas, a alejarnos de las retóricas críticas "de salón", realizadas a cubierto y lejos de las auténticas intemperies. El primero, a valorar la democracia que tenemos. Y creo que valorar nuestra democracia no significa abstenerse de considerarla mejorable. Todas lo son en mayor o menor medida, entre otras razones porque la democracia es un ideal por colmar; de ahí que la calidad democrática se mida por cercanía con esa meta y por la convicción con la que hacia ella se avanza. Valorar la democracia no significa pues abstenerse de verla perfectible, sino al contrario, empeñarse en su perfección. Es decir, colocarla en una lógica crítica no de negación, sino de exigencia.
Y por eso creo que el lehendakari acierta cuando descarta pactos con Bildu sobre la base de la exigencia, o hasta que esa coalición afiance su determinación democrática -pidiendo, por ejemplo, la disolución de ETA-, avance en la confianza ciudadana. Creo que lo mínimo que se les puede pedir a quienes durante decenios han mantenido vínculos con los terroristas es que el estatuto de interlocutores válidos o de partenaires homologables en el juego de las coaliciones y los pactos políticos, que esa condición se la ganen no por KO de lo pasado -en un puro y verbal pasar de página-, sino por puntos. Punto a punto, o paso a paso, o gesto a gesto de compromiso palpable con el presente de la sociedad vasca, y con las instituciones y los argumentos de la democracia.
Esa exigencia del lehendakari le ha parecido lógica al presidente del PNV, pero no por las razones que cabría esperar. "Lógico", ha declarado; "está obligado a pactar con el PP". Lo que me hace pensar, ya que estamos en la exigencia democrática, que los ciudadanos no sólo podemos, sino debemos, exigirles a nuestros políticos que no reboten tanto sus responsabilidades; quiero decir, que nos propongan menos valoraciones subjetivas y en abstracto de lo que hacen los demás, y más exposiciones concretas de lo que ellos mismos, en este caso de Bildu o en otros, van a hacer.
Artículo aparecido en la edición vasca de El País.
Irazoki entrevista a Ramiro Pinilla
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Entrevista a Ramiro Pinilla realizada por Francisco Javier Irazoki en El Cultural. Disfrutadla.
"Ágil y enamorado, Ramiro Pinilla (Bilbao, 1923) es una leyenda literaria y humana irrenunciable, y no sólo por Verdes valles, colinas rojas (Tusquets), una de las obras mayores de la literatura española. Acaba de publicar Los cuentos (Tusquets), y aquí de nuevo este “Homero apocalíptico y zumbón” (Santos Sanz dixit) vuelve a demostrar su audacia e impertinente juventud.
Desde que en 1960 ganó el Premio Nadal y el Premio de la Crítica con la novela Las ciegas hormigas, los lectores más exigentes esperaban nuevos libros de Ramiro Pinilla (Bilbao, 1923). Pero, decepcionado por la industria editorial de la época, durante décadas se mantuvo recluido en la provincia. Hasta que reapareció en el siglo XXI. Su novela Verdes valles, colinas rojas, dividida en tres partes y galardonada con el Premio Nacional de la Crítica y el Nacional de Narrativa en 2006, es sin duda una de las obras mayores de la literatura española. Esta frase sólo puede asustar a los militantes de la envidia y a quienes desconocen la imaginación poderosa del autor. Es imposible encontrar un fragmento decorativo o superfluo en las 2.200 páginas del conjunto. El talento de Ramiro Pinilla incluye la objetividad en los retratos políticos. Porque huye de los maniqueísmos como de los lugares comunes y supercherías. Hace unos días le han editado el libro Los cuentos (Tusquets), donde él comprime su mundo literario. El escritor, ágil y enamorado a sus casi 88 años, se expresa con la juventud de los hombres lúcidos.
Aunque los relatos reunidos en Los cuentos fueron editados por primera vez en la segunda mitad de los años setenta, en ellos abundan las alusiones a la guerra civil española.
- Al acabar la guerra civil española tenía usted quince años. ¿Cuáles son sus recuerdos de la contienda y de los primeros tiempos de la posguerra?
- Recuerdo el primer bombardeo de Bilbao por los trimotores alemanes. Yo desayunaba una tortilla francesa, que no acabé. Corrimos a la casa sólida del barrio, una de cemento de seis pisos. Nos amontonamos en el primero. Para protegernos mejor de las bombas, una mujer pidió que se bajaran las persianas de las ventanas. Hubo en la ciudad trescientos muertos. Los bombardeos siguieron hasta la entrada de Franco, el 19 de junio de 1937. Yo estaba en Getxo cuando los italianos acamparon frente a nuestro caserío. Los hambrientos chavales nos atiborrábamos de macarrones. En el colegio Santiago Apóstol de Bilbao los alumnos formábamos como militares y cantábamos el Cara al sol. Mi amigo Juanito penó muchos años en el Batallón de Trabajadores. Habían llamado a su quinta y hubo de incorporarse al frente, como tantos otros infortunados, él, que de tener alguna ideología sería un tibio nacionalista por su condición de labrador vasco. Lo volví a ver en un permiso de guerra y le oí musitar, hundido, un veredicto que me impresionó: "De esta no vamos a quedar ni uno". Era una guerra desigual, la aviación alemana masacraba de día las posiciones del ejército vasco y no había respuesta posible contra ello. Las posiciones enemigas sólo podían reconquistarse de noche, pero amanecía y los bombarderos desalojaban las líneas recién conquistadas, y nueva retirada. El ejército vasco no se enfrentaba de igual a igual a una infantería de requetés, falangistas, tropa, italianos y moros. Cincuenta batallones del PNV se rindieron en Santoña, traicionando al resto del ejército, a la República. Son ya batallitas del abuelo. Pero aquello ocurrió así. En la retaguardia, cupones de racionamiento, hambre. Un único fraile entrañable, don Ignacio, me hizo amar la lectura.
'Meter la cabeza'
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- Escrito por Luisa Etxenike
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Hace unas pocas semanas nos llegó la noticia de que dos niños habían dañado, de manera accidental, una de las obras de la colección Daskalopoulos que actualmente se expone en el Guggenheim-Bilbao. Se trata, en concreto, de la titulada Me invadió un momento de pánico al pensar que podía tener razón, del artista libanés Walid Raad, compuesta por una serie de elementos luminosos colocados en el suelo y que esos niños, que habían ido al museo en una visita escolar, pisaron sin darse cuenta.
Creo que la noticia tiene sustancia para varios debates o interrogaciones fundamentales. Sobre las condiciones mismas del arte contemporáneo, por ejemplo. Porque no es la primera vez que en un museo o galería sucede algo parecido, que a alguien se le confunden las fronteras del arte, que no distingue dónde empieza la obra y acaba el mobiliario, o viceversa. También sobre el comportamiento de los niños en los espacios públicos; sobre lo que hoy hacen, pueden llegar a hacer porque desconocen los límites o sobre lo que les consienten esos adultos que les acompañan, tan presentes y, sin embargo, tan desaparecidos. No hablo por lo sucedido en el Guggenheim, cuyas circunstancias desconozco, pero de una manera general se ha vuelto muy difícil distinguir, en las relaciones de los más jóvenes con el "mobiliario" de lo público y lo común, dónde está o en qué consiste la obra educativa.
Pero quisiera detenerme hoy en otra cuestión íntimamente relacionada con las dos anteriores. Y es la de un déficit de información o contextualización educativas que, en mi opinión, afecta a muchos de los eventos culturales que se presentan en Euskadi y, de manera muy especial, a las exposiciones. Bien por ausencia o escasez de materiales de apoyo -folletos, paneles, rotulación, audio-guías-, bien por la confusión, inadaptación o limitada ambición de éstos, la visita a muchas exposiciones deja la impresión general de un pobre o descuidado acompañamiento pedagógico o, lo que es lo mismo, de una (otra) oportunidad perdida u ocasión desaprovechada de elevar la capacidad crítica, el diálogo activo de los ciudadanos con las obras de arte y de cultura.
Y ese déficit pedagógico y esa impresión de oportunidades desaprovechadas resultan especialmente llamativos, esto es, alarmantes, cuando se trata de instituciones y medios cuyo potencial educativo es colosal. Y estoy convencida de que si nuestra televisión pública, por ejemplo, les hiciera un hueco a todas las figuras de la cultura y el pensamiento que pasan por Euskadi, en lugar de enredarse en inculturas o páramos intelectuales, si cubriera con anchura más exposiciones y conferencias (y menos "espectáculos" banales o peor), si se fijara como objetivo debatir sobre lo excepcional en lugar de promocionar lo ordinario, disminuirían sensiblemente nuestras posibilidades de entrar con los pies en una obra de arte o de cultura. Aumentarían, sin duda, las de meter, allí mismo y donde hiciera falta, la cabeza.
Artículo aparecido el 9 de mayo en El País.
'Hablar de política'
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- Escrito por Luisa Etxenike
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Bélgica acaba de batir el récord de permanencia sin gobierno (no lo tiene desde el 13 de junio de 2010). El que el país, lejos de sumirse en el caos en estos meses, pueda seguir su vida normalmente ha multiplicado los pretextos para el chiste de mayor o menor envergadura, la descalificación populista - digamos que a la sátira y a la demagogia el asunto se lo está poniendo fácil- e incluso para "celebraciones" como la que supondría la pretendida inclusión del hecho en un libro de récords. Pero considerado desde un punto de vista eminentemente político y el contexto actual de Europa, me parece que el asunto deja poco margen para la distracción o la broma. Que suscita, por el contrario, interrogaciones muy graves y urgidas de respuesta sobre la responsabilidad que se reconocen o asumen - en ese o en cualquier otro país- los dirigentes políticos, y sobre el alcance de la representatividad que ahora mismo les conceden sus ciudadanos.
Hace unas semanas se celebraron en Francia unas elecciones cantonales que también han incorporado un récord: el de una abstención del 54%. Se ha tratado de restar importancia a esa escasísima participación, restándosela a las elecciones mismas, presentándolas como una cita electoral menor. Pero cuando se trata de cargos electos, es decir, sujetos al voto ciudadano, ¿puede hablarse de elecciones mayores o menores? ¿Puede jerarquizarse la importancia del voto? ¿No plantea, de nuevo, esa impresionante abstención una alerta máxima sobre el alcance de la representatividad que los ciudadanos reconocen, ahora mismo, a sus clases dirigentes?
Hace muy poco también, la inmensa mayoría de los diputados del Parlamento europeo votó en contra de una propuesta que pretendía que viajaran, en el caso de vuelos inferiores a cuatro horas, en clase turista en lugar de preferente. El escándalo que suscitó su negativa empujó a algunos eurodiputados a rectificar después retóricamente, quiero decir, de palabra. ¿Pero no es su voto inicial, su actitud primera, un signo más o uno de los tantos indicadores de la fisura, del abismo que se ha abierto en nuestras sociedades entre las élites dirigentes y la ciudadanía de a pie (de a metro, autobús, tren de cercanías sin preferencias), entre la realidad de unos y la de los otros? ¿No hay que representarse esa fisura como una falla geológica en la base de la democracia representativa, una falla con capacidad para provocarle en cualquier momento un seísmo devastador?
Creo que se trata de cuestiones fundamentales, que deberían ser prioritarias en el contexto político actual. Y por eso ahora que estamos aquí en el umbral de una campaña electoral, no puedo sino aspirar a que el debate las atienda. A que se centre en el sentido y el valor de la representación pública, en las responsabilidades y compromisos firmes que exige, en las refundaciones de credibilidad y confianza que precisa. A que se hable en fin o verdaderamente de democracia y de política.
Artículo aparecido en la edición vasca de El País.
'Sarcásticos e irónicos'
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- Escrito por Pedro Ugarte
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No siempre los extremos se tocan. A veces es al revés: a veces cosas que parecen cercanas se hallan separadas por un abismo insalvable. Es lo que ocurre con el sarcasmo y la ironía: pasan por ser primos hermanos, pero en realidad se desconocen.
Si algo procura la ironía es desentrañar un rincón escondido del alma. Y debido a eso, por internarse en territorios tan íntimos, tan intrincados, toma desprevenido al propietario y lo sorprende en alguna postura indecorosa: de ahí viene la sonrisa. En el fondo de la ironía siempre anida la compasión, alguna forma de compasión. Hay una fraternidad secreta entre el que ejecuta una ironía y el que la padece, quizás porque la verdadera legitimidad de la persona irónica para practicar su arte es que lo despliega, en primer lugar, sobre sí mismo y que se encuentra dispuesto a servir de inspiración a la ironía de los demás. En la ironía pervive, intacta, aquel famoso imperativo moral: no hagas a los otros lo que no quieras que te hagan a ti. Sólo que formulada en sentido positivo: si quieres reírte de los otros, empieza por reírte de ti mismo.
Frente a la ironía, que obra como una palmada sobre la espalda, el sarcasmo se mueve con la eficacia hiriente de una navaja. El sarcasmo es cruel y esencialmente perverso. Pero lo que más llama la atención en el sarcasmo es la paradójica naturaleza de aquel que lo practica: el sarcástico no tiene sentido del humor. El sarcástico es un patán mal encarado que disfruta ideando agudezas sobre los demás, pero que jamás permitirá la más mínima observación sobre sí mismo. Conocí un tipo que se creía bastante ingenioso y que no paraba de idear felices metáforas sobre paralíticos, ciegos, cojos o buenas personas (se reía, en fin, de toda clase de incapacidades) pero no toleraba en su presencia ninguna alusión a un rasgo de su rostro o su carácter. Los sarcásticos, que se precian de tener gran sentido del humor, saben del humor bastante poco.
Y es que la verdadera diferencia entre el sarcasmo y la ironía no se funda en presupuestos objetivos, sino en la diversa calidad moral de quien se pone manos a la obra. Algunas personas son irónicas y algunas son sarcásticas. Los irónicos se involucran en el juego y se someten también a la ironía, con ánimo deportivo, con imperial grandeza, mientras que los sarcásticos, y a pesar de considerarse paladines del ingenio, son imbéciles morales capaces de encontrar un rasgo divertido en una catástrofe que se lleve por delante a media humanidad pero que no tolerarían el más mínimo contratiempo en sus proyectos egoístas.
La ironía y el sarcasmo parece que comparten el mismo vecindario pero residen, al final, en distintos continentes. En el sarcasmo anida lo peor del ser humano, desde la crueldad más gratuita hasta el totalitarismo político. Y frente a eso, la ironía es una forma pudorosa e inteligente de piedad.
Artículo aparecido hoy en la edición vasca de El País.