Bélgica acaba de batir el récord de permanencia sin gobierno (no lo tiene desde el 13 de junio de 2010). El que el país, lejos de sumirse en el caos en estos meses, pueda seguir su vida normalmente ha multiplicado los pretextos para el chiste de mayor o menor envergadura, la descalificación populista - digamos que a la sátira y a la demagogia el asunto se lo está poniendo fácil- e incluso para "celebraciones" como la que supondría la pretendida inclusión del hecho en un libro de récords. Pero considerado desde un punto de vista eminentemente político y el contexto actual de Europa, me parece que el asunto deja poco margen para la distracción o la broma. Que suscita, por el contrario, interrogaciones muy graves y urgidas de respuesta sobre la responsabilidad que se reconocen o asumen - en ese o en cualquier otro país- los dirigentes políticos, y sobre el alcance de la representatividad que ahora mismo les conceden sus ciudadanos.
Hace unas semanas se celebraron en Francia unas elecciones cantonales que también han incorporado un récord: el de una abstención del 54%. Se ha tratado de restar importancia a esa escasísima participación, restándosela a las elecciones mismas, presentándolas como una cita electoral menor. Pero cuando se trata de cargos electos, es decir, sujetos al voto ciudadano, ¿puede hablarse de elecciones mayores o menores? ¿Puede jerarquizarse la importancia del voto? ¿No plantea, de nuevo, esa impresionante abstención una alerta máxima sobre el alcance de la representatividad que los ciudadanos reconocen, ahora mismo, a sus clases dirigentes?
Hace muy poco también, la inmensa mayoría de los diputados del Parlamento europeo votó en contra de una propuesta que pretendía que viajaran, en el caso de vuelos inferiores a cuatro horas, en clase turista en lugar de preferente. El escándalo que suscitó su negativa empujó a algunos eurodiputados a rectificar después retóricamente, quiero decir, de palabra. ¿Pero no es su voto inicial, su actitud primera, un signo más o uno de los tantos indicadores de la fisura, del abismo que se ha abierto en nuestras sociedades entre las élites dirigentes y la ciudadanía de a pie (de a metro, autobús, tren de cercanías sin preferencias), entre la realidad de unos y la de los otros? ¿No hay que representarse esa fisura como una falla geológica en la base de la democracia representativa, una falla con capacidad para provocarle en cualquier momento un seísmo devastador?
Creo que se trata de cuestiones fundamentales, que deberían ser prioritarias en el contexto político actual. Y por eso ahora que estamos aquí en el umbral de una campaña electoral, no puedo sino aspirar a que el debate las atienda. A que se centre en el sentido y el valor de la representación pública, en las responsabilidades y compromisos firmes que exige, en las refundaciones de credibilidad y confianza que precisa. A que se hable en fin o verdaderamente de democracia y de política.
Artículo aparecido en la edición vasca de El País.