'Somalia en el recorrido'
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- Escrito por Luisa Etxenike
- Categoría de nivel principal o raíz: Colaboraciones
En Sidney, un monumento recuerda la hambruna que asoló Irlanda a mediados del siglo XIX. Murieron entonces cientos de miles de personas y otras tantas tuvieron que emigrar a distintos países, entre ellos, Australia. El monumento consta de dos mesas de bronce, pegadas a ambos lados de una ancha pared. Sobre una de las mesas está colocado un plato que no tiene fondo; sobre la otra, un plato completo y una cuchara. Frente a esa mesa hay también un taburete. De un lado por lo tanto, el hambre; del otro, una representación minimalista, esencial, del acto de comer. El monumento se completa con un plano de un material transparente, como una gran ventana, sobre el que están inscritos los nombres de cuatrocientas jóvenes huérfanas irlandesas que consiguieron emigrar a Australia y allí rehacer sus vidas. Erigir un monumento al recuerdo del hambre, supongo que expresa el deseo de convertir esa miseria en pasado y al mismo tiempo de tenerla siempre presente; de mantener actualizadas la atención capaz de detectarla y la responsabilidad de combatirla. Y cuando ese monumento es, además, como en este caso, una obra artística, el deseo de representar también una forma de confianza en la cultura; en la idea de que la cultura es réplica, constante, obstinada, contra el sufrimiento.
En cualquier caso, no bastan la alerta y la responsabilidad social y política que aplicamos al hambre; no bastan las denuncias culturales. El hambre sigue matando por el mundo: en un goteo constante en muchos países, y ahora a chorros, a raudales en Somalia. Ninguna ideología, ninguna religión, ninguna manifestación cultural, ninguna expresión artística han conseguido aún impedir que haya gente en el mundo que se muera de hambre; que eso tan simple de un plato lleno se cumpla para todos, todos los días, en todas partes. Entiendo que ese fracaso brutal, monumental, debería sembrar de dudas radicales, de humildad o modestia extrema cualquier ideología, religión o poética del arte y la cultura; que eso es lo mínimo, la más básica de las aportaciones morales contra el hambre. Y, sin embargo, vivimos tiempos de lo contrario; asistimos a manifestaciones religiosas, ideológicas o culturales cada vez más arrogantes, más impermeables a la duda y la interrogación, menos proclives a la auto-exigencia y la autocrítica.
Las noticias se hacen eco estos días de los incidentes que está provocando la visita del Papa, de las confrontaciones entre jóvenes partidarios de la laicidad por un lado, y católicos por otro. No puedo evitar pensarlos, habida cuenta de la que está cayendo en el mundo, como subidos a algún tipo de escenario o como integrados en alguna forma de ficción. Ajenos a la realidad que está definitivamente en otra parte. En los muertos de hambre en Somalia, por ejemplo. Creo que la visita papal y el debate que está generando ganarían, en autenticidad y en utilidad, si incluyeran, si visibilizaran a Somalia en su recorrido.
'No sin mi pija'
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- Escrito por María Eugenia Salaverri
- Categoría de nivel principal o raíz: Colaboraciones
En esta vida todo se paga. Escribes con todo cariño tu crónica de la Semana Grande, y de pronto: ¡hala, estalla la tragedia! Para mí la tragedia estalló cuando sonó el móvil y oí una profunda voz de mujer gritando: "¡Oye, que sí, que me has convencido, que voy!" "Creo que se ha confundido", dije yo, aunque empezaba a sospechar que no, que esa voz me resultaba familiar. "¡Calla, boba!", dijo la voz profunda, "¡que soy Tana y llego mañana, búscame un hotelito majo! ¡Chao!" Y cortó la llamada, dejándome estupefacta.
Tana -de nombre completo Cayetana- era amiga de una amiga, coincidí con ella en el sur un par de veranos y era tan insufriblemente snob que me resultó divertidísima y en un momento de ofuscación le di mi teléfono. Y ahora se ha presentado aquí. "Es que yo te sigo mucho", me dijo nada más llegar, "y chica, al ver que estas fiestas son tan estupendas, me dije: Tana, mona, tú lo de Bilbao no te lo pierdes. Y aquí me tienes". Pues sí, ahí la tengo, en el cuarto de invitados, porque los hoteles están hasta arriba y no cabe ni una pija más.
Lleva dos días y ya me tiene harta. Cargo con ella a todas horas y como quiere disfrutar la Aste Nagusia a tope, no hay quien la meta en casa. Estamos todo el día de la ceca a la meca por el Bilbao fino: que si toros, teatro, terrazas, hoteles... La tía le ha cogido una afición al rabo de toro que da hasta miedo. Es que es ver un rabo y pierde el sentido. Y me va a salir un pico, porque va de divina, pero sopla más que Nati Abascal y Ernesto de Hannover juntos, y no mete la mano al bolsillo ni de broma. Es lo que tienen los ricos: que a la hora de pagar son muy austeros.
Ayer la llevé a las txosnas y no le gustaron nada porque iba con sus taconazos y se esmorró varias veces. Le sugerí que usara chancletas. "¡Sí, hombre, con este barrillo!", contestó con impertinencia. "¡Pues cómprate unas katiuskas, coño!", le dije en un momento de ira. Pero no ha sido buena idea, porque me ha tomado la palabra y ahora quiere ir de compras. Y con lo potra que es, ¿a que no saben quién va a acabar palmando con la Dolorosa? Exacto. ¡Quién me mandará a mí dar el móvil!
Artículo aparecido en la edición vasca de El País.
'El lado negro del verano'
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- Escrito por Pedro Ugarte
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Hay una vertiente amable del verano, pero hay otra fúnebre y sangrienta, y de ella los medios dan cumplida cuenta: son jóvenes que se dejan la vida en una carretera comarcal, a primera hora de la mañana, cuando vuelven a sus casas tras una noche de furiosa diversión en un pueblo cercano, o esa sucesión de cuerpos empitonados en los festejos taurinos, donde toda clase de individuos, desde ancianos dementes hasta adolescentes ebrios, encaran el desafío de esquivar a golpe de cadera la embestida de un morlaco de quinientos kilos.
La muerte transita por toda clase de senderos, pero nuestra insensatez se empeña en abrirle aún nuevos caminos, caminos como vastas autopistas gratuitas. Una verbena de pueblo o un encierro de tercera pueden ser la excusa perfecta para que la muerte adelante en años, o en décadas, su visita a un ser humano, esa criatura delicada, vulnerable, cuya frágil existencia siempre pende de un hilo. Y todas estas desgracias absurdas, totalmente evitables si la gente fuera más prudente, imponen explicaciones complicadas, ya que se evita por decreto la más sencilla: que la conducta humana desciende a veces a la mayor estupidez. Como estamos persuadidos de que los seres humanos no somos responsables de nada, toda desgracia, todo infortunio, se remite necesariamente a algún incumplimiento legal.
En una de las tragedias de este verano, un encierro que costó la vida a un hombre, el alcalde se apresuró a declarar ante los medios que el espectáculo "cumplía toda la normativa". Uno comprende la diligencia con que los responsables de los festejos taurinos salvaguardan su gestión, sobre todo cuando cuentan con un fetiche que alcanza, a la postre, proporciones metafísicas: si uno cumple la normativa se convierte en no imputable. Y si aún así asoma la tragedia, siempre hay explicación: la normativa era insuficiente y exige modificaciones.
El poder público nos preserva de la tribulación debido a su condición omnipotente. Toda adversidad es fruto de una normativa imperfecta o de un vacío reglamentario. Por tanto, una adecuación de la normativa es la mejor garantía para que cualquier calamidad no vuelva a ocurrir. Cuando la normativa sea lo suficientemente detallada, no habrá chicos muertos al amanecer en las carreteras, ni borrachos traspasados por las astas de los toros, ni niños mutilados por la explosión accidental de petardos festivos, ni bebés ahogados en las piscinas municipales. Cuando la normativa mejore, la muerte estará proscrita. De hecho, pienso que, con una normativa adecuada, la inmortalidad podría ser un derecho subjetivo, exigible ante los tribunales de justicia. Y si, a pesar de todo, algún irresponsable vuelve a morir por culpa de una conducta absurda, los medios correrán a tranquilizarnos: ya se habrá emprendido el análisis de la normativa aplicable, así que nada malo volverá a ocurrir jamás.
Artículo aparecido el 20 de agosto en El País.
Contracorriente
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- Escrito por Juan Manuel Uría
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Los editores son en general, como dijera Bolaño, malas personas, o sea y hablando en plata, unos hijos de puta, y los escritores, en su gran mayoría, unos gilipollas redomados (esto lo digo yo). Siempre hay, no obstante, escasas pero honrosas excepciones. Yo aquí consigno dos: Maciel Adán, por el gremio de editores y Alberto Muñoz Pin por el de los escritores.
El primero fue el creador de la ya desaparecida pero legendaria editorial Caleidoscopio, donde publicó las primeras obras de autores hoy más que consagrados, entre los que se cuentan varios premios nacionales y un premio Nobel. Después de casi treinta años de edición, sin embargo, y a pesar de ser una editorial de prestigio, Maciel, harto de pelear en solitario en el montón de basura en que se ha convertido el mundo editorial, donde poco o nada tiene que ver con la literatura, decidió echar la persiana, jubilarse, y dedicarse a lo que era su segunda gran pasión: la jardinería. Precisamente, estando al cuidado de las flores del jardín de su casa, tuvo la primera crisis; la segunda, más grave, le sobrevino dos meses después, y la tercera y definitiva hace ahora tres años, cuando tuvo que ser ingresado en una residencia psiquiátrica convencido como estaba de que todos y cada uno de los escritores de su catálogo lo querían matar.
El caso de Alberto Muñoz Pin es el de tantos otros escritores que son fieles a sí mismos y que, por lo tanto, jamás hacen concesiones a eso que se da en llamar “el público lector”, a las modas efímeras, o, en definitiva y a fin de cuentas, al mercado editorial. Estos escritores tienden invariablemente al malditismo y al fracaso más radical, porque son considerados “no publicables”, que en el lenguaje editorial quiere decir “no vendibles”. Alberto, así y todo, publicó con cierta notoriedad los libros de poesía En fa sostenido (Hiperbórea, 1983); Vida y vino en Roma (Ediciones Boomerang, 1986) o El astrónomo ciego (El Innombrable, 1989). También escribió la novela Cuenta hasta tres y luego salta (Cadáver exquisito, 1991) y el ensayo El asco como esencia de la Historia (Nautilus Ediciones, 1987). Tras años sin publicar, estando en la más absoluta miseria, sintiéndose un fracasado y víctima del alcohol, terminó por suicidarse en abril de 1999. Antes, en febrero del mismo año, me remitió por correo postal tres manuscritos a los que acompañaba una breve anotación a lápiz que decía: “Esto es todo lo que queda de mí. A ti te lo dejo. Si no le ves ningún sentido, lo destruyes”. Los tres manuscritos eran: un magnifico, bestial y desasosegante poemario titulado Sendas irreverentes; una novela corta titulada El margen o la nada; y el inclasificable La corchea exhausta, mezcla de ensayo, poesía y diario.
Maciel y Alberto. Cuando pienso en ellos siempre me surge inevitablemente la pregunta de qué hubiera sucedido en el caso de que se hubieran conocido, de haberse encontrado ambos en un mismo libro: el uno por editarlo y el otro por escribirlo; por fin correspondidos, perfectamente complementados. ¿Habría cambiado en algo su destino? ¿Habría recuperado Maciel la fe en la edición y en la literatura? ¿Sería hoy reconocido Alberto, como lo han sido los escritores publicados por Maciel? Y quizá lo más importante, ¿seguiría Alberto vivo? Vanas conjeturas, lo sé, porque es algo que ya no importa.
Para acabar sólo dos últimas cosas: la primera es que Maciel recibe gustosamente visitas porque le ayudan a salir de su rutina diaria. Pero no se les ocurra, ni por asomo, llevarle como regalo un libro de literatura y mucho menos de alguno de sus autores. Le provocarían una aguda crisis. Los libros de jardinería sí los acepta muy agradecido. La segunda cosa tiene que ver con Alberto y su poemario Sendas irreverentes, que será publicado en abril del 2012, con prólogo de Leopoldo María Panero (¿quién más adecuado?), en la editorial Contracorriente que acabo de crear.
'Jugar a no matar'
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- Escrito por Luisa Etxenike
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Acaba de morir la escritora Agota Kristof, autora, entre otras obras, de la excepcional "Trilogía de los gemelos", un conjunto de tres novelas -El gran cuaderno, La prueba y La tercera mentira- cuyo rigor formal y hondura temática las sitúan, a mi juicio, entre las más significativas de la literatura contemporánea. Me consta que Agota Kristof tiene en Euskadi muchos lectores -ha sido traducida al castellano y al euskera-, que es incluso una autora de culto entre nosotros. Y es que en cualquier biografía lectora hay un antes y un después de haber leído sus novelas. Si, como dijo Kafka, un buen relato debe ser como un hacha contra el mar de hielo de nuestro interior, los relatos de Agota Kristof son excelentes. Más que hachas, proas de barcos cortanieves, avanzándonos por dentro. Sus libros hablan de violencia, privada y pública; no hace distingos en ese destruir. Hablan, sobre todo, de los efectos que esa violencia, que se vive en las casas y en las calles, produce en los niños; de los rastros monstruosos que deja en ellos y que podrían resumirse en una familiaridad extrema con la agresividad, en una imposibilidad de la confianza, en una ininteligibilidad de la empatía.
Conmocionan los sucesos de estos días en el Reino Unido por lo que tienen de destrucción y también de revelación, de colocación en el primer plano de la actualidad de lo que casi siempre permanece oculto: esa segunda realidad de la sociedad británica, de las sociedades occidentales en general, marcada por un sinfín de dimisiones o quiebras políticas, sociales, educativas, familiares. Y conmociona especialmente ver que entre quienes están protagonizando esa violencia hay adolescentes, incluso preadolescentes de doce o trece años. Y el que cueste poco imaginar la sucesión de abandonos, indiferencias, errores, mensajes tóxicos, expectativas y horizontes negados que les ha conducido hasta ahí. Y representarse además el conjunto de ejemplos violentos recibidos, de agresividades, de un modo u otro, alentadas. Porque no hay que olvidar que nuestra "cultura" alienta la violencia, la promociona al punto de (re)presentarla como una forma de entretenimiento, como un pretexto o argumento de ocio y diversión. No hay que perder de vista que, en las sociedades occidentales, la mayoría de los niños juegan mucho a matar.
Agota Kristof construyó una obra como una alerta máxima contra la violencia. La alzó sobre la compresión de que la violencia no es nunca un juego; que la violencia va siempre muy en serio; que tocarla, incluso rozarla, deja huellas, marcas, que son más profundas y destructoras cuanto más blando, más precoz, sea el tejido de contacto. Que en los niños la devastación puede ser radical. Yo lo creo, y que hay por ello que defenderlos de la violencia por todos los medios; con todos los argumentos de la ética, las convicciones de la pedagogía, las persuasiones de la cultura. Enseñándoles, sin ir más lejos, a jugar a no matar.
Artículo aparecido en El País el 15 de agosto.