Hay una vertiente amable del verano, pero hay otra fúnebre y sangrienta, y de ella los medios dan cumplida cuenta: son jóvenes que se dejan la vida en una carretera comarcal, a primera hora de la mañana, cuando vuelven a sus casas tras una noche de furiosa diversión en un pueblo cercano, o esa sucesión de cuerpos empitonados en los festejos taurinos, donde toda clase de individuos, desde ancianos dementes hasta adolescentes ebrios, encaran el desafío de esquivar a golpe de cadera la embestida de un morlaco de quinientos kilos.

La muerte transita por toda clase de senderos, pero nuestra insensatez se empeña en abrirle aún nuevos caminos, caminos como vastas autopistas gratuitas. Una verbena de pueblo o un encierro de tercera pueden ser la excusa perfecta para que la muerte adelante en años, o en décadas, su visita a un ser humano, esa criatura delicada, vulnerable, cuya frágil existencia siempre pende de un hilo. Y todas estas desgracias absurdas, totalmente evitables si la gente fuera más prudente, imponen explicaciones complicadas, ya que se evita por decreto la más sencilla: que la conducta humana desciende a veces a la mayor estupidez. Como estamos persuadidos de que los seres humanos no somos responsables de nada, toda desgracia, todo infortunio, se remite necesariamente a algún incumplimiento legal.

En una de las tragedias de este verano, un encierro que costó la vida a un hombre, el alcalde se apresuró a declarar ante los medios que el espectáculo "cumplía toda la normativa". Uno comprende la diligencia con que los responsables de los festejos taurinos salvaguardan su gestión, sobre todo cuando cuentan con un fetiche que alcanza, a la postre, proporciones metafísicas: si uno cumple la normativa se convierte en no imputable. Y si aún así asoma la tragedia, siempre hay explicación: la normativa era insuficiente y exige modificaciones.

El poder público nos preserva de la tribulación debido a su condición omnipotente. Toda adversidad es fruto de una normativa imperfecta o de un vacío reglamentario. Por tanto, una adecuación de la normativa es la mejor garantía para que cualquier calamidad no vuelva a ocurrir. Cuando la normativa sea lo suficientemente detallada, no habrá chicos muertos al amanecer en las carreteras, ni borrachos traspasados por las astas de los toros, ni niños mutilados por la explosión accidental de petardos festivos, ni bebés ahogados en las piscinas municipales. Cuando la normativa mejore, la muerte estará proscrita. De hecho, pienso que, con una normativa adecuada, la inmortalidad podría ser un derecho subjetivo, exigible ante los tribunales de justicia. Y si, a pesar de todo, algún irresponsable vuelve a morir por culpa de una conducta absurda, los medios correrán a tranquilizarnos: ya se habrá emprendido el análisis de la normativa aplicable, así que nada malo volverá a ocurrir jamás.

Artículo aparecido el 20 de agosto en El País.