Acaba de morir la escritora Agota Kristof, autora, entre otras obras, de la excepcional "Trilogía de los gemelos", un conjunto de tres novelas -El gran cuaderno, La prueba y La tercera mentira- cuyo rigor formal y hondura temática las sitúan, a mi juicio, entre las más significativas de la literatura contemporánea. Me consta que Agota Kristof tiene en Euskadi muchos lectores -ha sido traducida al castellano y al euskera-, que es incluso una autora de culto entre nosotros. Y es que en cualquier biografía lectora hay un antes y un después de haber leído sus novelas. Si, como dijo Kafka, un buen relato debe ser como un hacha contra el mar de hielo de nuestro interior, los relatos de Agota Kristof son excelentes. Más que hachas, proas de barcos cortanieves, avanzándonos por dentro. Sus libros hablan de violencia, privada y pública; no hace distingos en ese destruir. Hablan, sobre todo, de los efectos que esa violencia, que se vive en las casas y en las calles, produce en los niños; de los rastros monstruosos que deja en ellos y que podrían resumirse en una familiaridad extrema con la agresividad, en una imposibilidad de la confianza, en una ininteligibilidad de la empatía.

Conmocionan los sucesos de estos días en el Reino Unido por lo que tienen de destrucción y también de revelación, de colocación en el primer plano de la actualidad de lo que casi siempre permanece oculto: esa segunda realidad de la sociedad británica, de las sociedades occidentales en general, marcada por un sinfín de dimisiones o quiebras políticas, sociales, educativas, familiares. Y conmociona especialmente ver que entre quienes están protagonizando esa violencia hay adolescentes, incluso preadolescentes de doce o trece años. Y el que cueste poco imaginar la sucesión de abandonos, indiferencias, errores, mensajes tóxicos, expectativas y horizontes negados que les ha conducido hasta ahí. Y representarse además el conjunto de ejemplos violentos recibidos, de agresividades, de un modo u otro, alentadas. Porque no hay que olvidar que nuestra "cultura" alienta la violencia, la promociona al punto de (re)presentarla como una forma de entretenimiento, como un pretexto o argumento de ocio y diversión. No hay que perder de vista que, en las sociedades occidentales, la mayoría de los niños juegan mucho a matar.

Agota Kristof construyó una obra como una alerta máxima contra la violencia. La alzó sobre la compresión de que la violencia no es nunca un juego; que la violencia va siempre muy en serio; que tocarla, incluso rozarla, deja huellas, marcas, que son más profundas y destructoras cuanto más blando, más precoz, sea el tejido de contacto. Que en los niños la devastación puede ser radical. Yo lo creo, y que hay por ello que defenderlos de la violencia por todos los medios; con todos los argumentos de la ética, las convicciones de la pedagogía, las persuasiones de la cultura. Enseñándoles, sin ir más lejos, a jugar a no matar.

Artículo aparecido en El País el 15 de agosto.