Prensa

Juan Cruz (El País) cuenta cómo fue la presentación del libro de Fernando Aramburu en Madrid:

Para presentar un libro hace falta, es obvio, un buen presentador. Y conozco pocos mejores que Fernando Savater; es más, lo conozco desde 1972, y desde entonces nunca falla. Es directo, se ha leído el libro, es capaz de resumirlo en un segundo y muestra afecto por el autor. En segundo lugar, y no siempre en primer término, el libro ha de ser bueno, el editor tiene que confiar en él. Es más, el editor debe acompañarlo, estar ahí con el libro y con el autor; eso es imposible de eludir: si el editor no está la audiencia se inquieta. Si él no vino, ¿a qué venimos nosotros?

El libro es bueno, en este caso, muy bueno; lo dijo Savater. Es más, lo dijo al principio y al final. "Me ha gustado mucho". Se notó. Claro, el autor es Fernando Aramburu, el libro de éste es Años lentos, premio Tusquets de novela, y lo presentaban, con la audiencia colmada, en la nueva Fnac, en Castellana, 79, Madrid, un sitio que me gustó mucho: sillones sin respaldo, de colores variados y muy vivos, lo que le daba el aire de sala de estar de un colegio mayor suizo o sueco. Y estaban los editores, claro, la directora de Tusquets, Beatriz de Moura, que da serenidad a los sitios (y a los autores), Juan Cerezo, editor, Natalia Gil, responsable de comunicación...

Todos esos elementos, es decir, esas personalidades, son fundamentales en el conjunto de una presentación. Al autor le da confianza, al auditorio le da certeza de que está asistiendo a una apuesta, y en general se consigue un ritmo que no es posible si alguno de esos elementos está ausente.

¿Y el libro? Ah, eso es lo fundamental. El escritor mexicano Gabriel Zaid acuñó una expresión ("hay que poner el libro en la conversación de la gente") que muchos copiamos: un libro ha de poner a la gente a conversar, tiene que ser materia de recuerdo y de discusión. Y este Años lentos marca ese ritmo: da para conversar. Savater fue muy veloz: la portada del libro, un paisaje nublado y lluvioso de San Sebastián es el marco en el que él (esa misma mañana de la presentación, por cierto) había hecho su caminata diaria... Y los años, el 68 de Donosti, tiempo en que se desarrolla la novela, le desata a él tantos recuerdos como al autor. Y Aramburu tomó aquel tiempo como su tiempo propio pero también como el tiempo de la ficción: habían matado al primer guardia civil que asesinó ETA y comenzaba en Euskadi un tiempo de niebla espesa, de plomo en las alas de un país que ya no se ha levantado feliz una mañana... O sí, pero olvidando.

Pero no es una novela sobre Eta, ni mucho menos, Aramburu reiteró varias veces esa convicción, alivió a la gente que estaba presente de la posible sensación de que otra vez el terrorismo agarrara el centro de un libro para monopolizarlo con su viscoso recuerdo. No, no es sobre ETA, es sobre las personas que vivieron aquel tiempo, cómo aquella vida fue afectando a cada una de esas personas, cómo era la Donosti que fue viendo el muchacho Aramburu, que en 1968 tenía ocho años.

La conversación fue en algún momento hacia el terreno de las técnicas literarias, pues el libro está sembrado de ingeniosas revueltas sobre el estilo y el recuerdo como materiales del escritor: es, por así decirlo, un libro que a veces se desnuda y deja ver la maquinaria en ejercicios que revelan el humor donostiarra (y alemán, desde hace veinte años Aramaburu vive en Alemania, le gusta la manera de razonar de los alemanes, su mujer es alemana) del escritor, de apariencia silenciosa como los donostiarras de adentro pero, en cuanto se le da materia, locuaz y sencillo, un buen interlocutor para el torrencial Savater, que en un momento determinado se puso a escuchar. A veces apuntaba cosas. Dijo: "Voltaire decía que contarlo todo es el primer paso para ser aburrido".

Aramburu estuvo de acuerdo. Además, indicó Savater, no es suficiente con contarlo todo. Aramburu dijo algo que nadie confiesa en las presentaciones: que cuando acaba de escribir se lo pasa a otros; "desconfío de mi mismo, así que les pido a los amigos que me digan en qué me he equivocado". A esas alturas el autor hacía rato que se había ganado al público, de calle, de modo que pudieron haber seguido horas a pesar de que los asientos no tenían respaldo... Pero le hicieron caso a Voltaire, y a su embajador en la tierra, Fernando Savater, y no lo contaron todo. Pues todo está en el libro.

Ah, y al acto fueron autores y periodistas. Estaban Nuria Azancot y Blanca Berasategui, de El Cultural. Y había al menos un autor, Rafael Reig, que ganó el premio Tusquets del año pasado. Y vi a varios editores. Y estas presencias (periodistas, autores, editores) sí que es excepcional en la presentación de un libro. Que lo sepa Aramburu, que vive en Alemania.

Entrevista a Fernando Aramburu aparecida en el Diario Vasco el pasado nueve de febrero y firmada por Roberto Herrero. La foto es de Usoz:

Fernando Aramburu acaba de publicar 'Años lentos' (Editorial Tusquets). Una novela que transcurre en San Sebastián a finales de los años sesenta. El escritor donostiarra sitúa en su barrio natal de Ibaeta buena parte de las peripecias de una familia humilde, envuelta tanto en sucesos personales como políticos, narrados a través de la mirada curiosa de un niño.

Fernando Aramburu en Diario Vasco-¿Cómo de lentos eran aquellos años en San Sebastián?

-La sensación de lentitud es meramente personal. No descarto la posibilidad de que para otros ciudadanos aquellos años de la dictadura despierten una sensación distinta. Yo los veo en el recuerdo como una época de paralización y marasmo, con un régimen totalitario hostil a los cambios, con primeras planas de los periódicos dedicadas a inauguraciones y mandangas por el estilo. Las innovaciones de todo tipo, también las culturales, llegaban tarde, censuradas y con cuentagotas. Pienso, a modo de símbolo caracterizador, en la mano decrépita de Franco, ya muy metido en años, saludando débilmente desde algún balcón.

-¿Una novela que transcurre en el tiempo y lugar de su infancia es un diálogo con o contra la nostalgia?

-Hay sin duda en mi novela una tentativa de recuperación de una etapa personal definitivamente abolida. Eso sí punza en el corazoncito: saber que uno fue un niño, un cuerpo libre de desgaste, sano y vivaz, con una considerable provisión de futuro, y que algo tan bonito se terminó para siempre. Dejando a un lado dicha pérdida irreparable, no me aprieta la nostalgia por el tiempo o el lugar. No es especialmente divertido nacer en una dictadura y en un país bastante retrasado en aspectos económicos, pedagógicos, culturales y demás.

-Es una historia triste, en la que casi todos los personajes son unos pobres diablos.

-Yo no sé sacarles partido literario a los héroes. Me adapto mejor a los personajes populares o de origen humilde obligados a luchar por el sustento y el logro de objetivos elementales.

-Usted es también personaje central. Cuénteme la particular forma de escribir este libro.

-Es muy sencillo. La novela alterna dos discursos distintos que son preparatorios para una futura novela. Un informante me proporciona un material sacado directamente de los recuerdos de su estancia, siendo niño, en casa de unos tíos suyos afincados en el barrio de Ibaeta. Entre los distintos tramos de su memoria intercalo apuntes de mi puño y letra sobre asuntos que no figuran en el texto principal. De esta manera se llenan huecos en la historia del informante con comentarios, descripciones, añadidos informativos y otras cosillas, pero sobre todo se establece un juego dialéctico entre la realidad y la ficción.

-El tema de la violencia será destacado en los comentarios ya que uno de sus protagonistas es un joven tan idealista como ignorante que se adentra en ETA. Sin embargo, el libro va mucho más allá. Es un retrato de un barrio pobre de San Sebastián, muy alejado del glamour donostiarra. Parece una historia rural.

-Mi novela no trata de ETA, pero yo ya estoy resignado a que los periódicos me simplifiquen, me citen imprecisamente y me atribuyan lo que no he dicho. Esa batalla por la exactitud la doy por perdida. 'Años lentos' es, efectivamente, otra cosa. Reúne episodios referidos a una familia modesta de cuatro miembros. Dichos episodios se sitúan en un barrio de las afueras de San Sebastián, en un tramo temporal que va de 1968 a 1971. Y entre los numerosos episodios se encuentran, sí, unos cuantos que hacen referencia a los primeros giros de lo que no tardaría en convertirse en el torbellino terrorista que todos conocemos.

-¿Es junto a 'Fuegos con limón', su novela más autobiográfica?

-En ambos casos abrí el cajón de mi memoria personal y saqué todo lo que me pareció aprovechable, que no fue poco. No lo hice para contar mi propia vida, por lo que me resisto a aceptar que los dos libros mencionados sean autobiográficos. Esto es como el conejo en la chistera del mago. Si no se esconde primeramente, es imposible llevar a cabo el truco. En literatura pasa lo mismo, pero con vivencias propias en lugar de conejo.

-¿Habrá continuación de 'Años lentos'?

-Sí y no. 'Años lentos' es una pieza narrativa suelta para la que no preveo una continuación con los mismos personajes. Así y todo, si nada se tuerce me gustaría seguir contando historias sobre gente de mi tierra natal, donde han ocurrido tantas cosas desde la fecha de mi nacimiento, algunas tristes y trágicas, otras más risueñas.

-Lleva 27 años en Alemania. Cuando regresa a su casa familiar, ¿qué huellas encuentra del barrio que nos describe en el libro? ¿Qué le parece San Sebastián ahora?

-Mi barrio ha cambiado mucho. En mis tiempos daba directamente al campo. ¡Y qué campo! Colinas, praderas, huertos, arboledas, un riachuelo con anguilas; en fin, una excelente copia del paraíso terrenal. La ciudad se lo ha tragado, conservando el núcleo original de casas en torno al cual se han levantado los feos edificios de Errotaburu. Donde en mi infancia segaba la hierba el casero, con su guadaña, su burro y su capucha de saco, ahora hay que pagar OTA.

-'Años lentos' ganó el VII Premio Tusquets de Novela. ¿Cree que puede levantar sospechas el que usted publique casi todos sus libros en esa misma editorial ?

-El certamen, que ha quedado desierto en dos ocasiones, es rigurosamente limpio. ¿Que alguien abriga suspicacias? Pues es posible. A fin de cuentas, pensar mal forma parte de la naturaleza humana.

Reseña de Ricardo Senabre aparecida el 3 de febrero en El Cultural.

Vuelve Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) con una obra mayor. Si en su primera novela, Fuegos con limón (1996), el autor transformaba narrativamente sus años juveniles de rebeldía estética al amparo del grupo vanguardista CLOC, y en su último relato largo, Viaje con Clara por Alemania (2010), rendía cuentas de sus muchos años de vida en el país germano, con Años lentos retrocede a su infancia donostiarra, a un ámbito en el que se fraguan los primeros movimientos independentistas, los primeros atentados y la represión policial subsiguiente; al germen, en suma, de la sociedad vasca reflejada en los extraordinarios cuentos de Los peces de la amargura (2006). Y lo hace con una obra compleja por sus múltiples implicaciones, pero técnicamente resuelta con una ejemplar y nítida simplicidad.

Hay un relato que podemos llamar principal, a cargo del navarro Txiki Mendioroz, en el que éste, a requerimiento de Fernando Aramburu, le escribe una larga carta que resume su infancia desde que, a los ocho años, su madre, incapaz de atender a sus tres hijos, lo envió a vivir con la familia de su hermana en San Sebastián. Se trata del modelo clásico fundado por Lázaro de Tormes, repetido en el Buscón quevedesco y cuya fecundidad alcanza a La familia de Pascual Duarte, de Cela: la carta en la que se narra la propia vida a petición de otra persona. De hecho, algunas marcas del origen permanecen visibles. Si Lázaro comenzaba su identificación con fórmulas apelativas (“pues sepa V. M. ante todas cosas que a mí llaman…”), del narrador de Años lentos son estas primeras palabras: “Yo, señor Aramburu, por las razones que usted conoce, siendo niño pasé nueve años…”. Y más aún: Lázaro de Tormes concluye el tratado cuarto de su relato eludiendo explicar con claridad por qué abandonó el servicio del fraile de la Merced: “Y por esto y por otras cosillas que no digo, salí dél”. Y Txiki, con fraseología similar, afirma: “Por eso, y por otras cosillas que no hacen al caso, a mí […] no me gusta mucho la literatura” (p. 98).

Por otra parte, y como no es infrecuente en la escritura de Aramburu, algunos leves ecos de la prosa clásica y de la narración oral se deslizan a veces por sus páginas, como las fórmulas con que se inicia el relato de algo anunciado: “Y fue de esta manera: que algunos de ellos…” (p. 37). O bien: “Me confesó el propósito principal de aquella visita […] Y fue de esta manera: que mi madre…” (p. 64); “y fue de este modo: que entrando mi tía una mañana…” (p. 192). De todos modos, este esquema narrativo de estirpe clásica se ve alterado porque cada episodio del relato que Mendioroz dirige a Aramburu -subrayado por la presencia de frecuentes fórmulas apelativas (“créame”, “le pido por favor a usted”, “ya sabe usted”), etc.- va seguido de fragmentos numerados y en otro tipo de letra, rotulados como “apuntes”, en los que el autor empírico -es decir, Fernando Aramburu- anota posibles desarrollos para una novela que, aun basada en las líneas de Mendioroz, introduce elementos diferentes: retratos de personajes, escenas posibles, descripciones de lugares y otros aspectos que no figuran en el relato principal.

Son notas escuetas que consignan observaciones sobre la posible redacción definitiva del futuro texto, incluso referidos a detalles léxicos o gramaticales: [“Txomin] es parlanchín, simpático (mostrar esta cualidad con algún ejemplo)” (p. 21); “Maripuy no aguanta un segundo más el rescoldo que le quema (cuidado, leísmo, la quema) por dentro” (p. 23); “si quieres me puedes pagar en especie. (Esta expresión tal vez sea demasiado rebuscada para esta clase de personaje. Pensar en otra de menor relieve literario” (p. 22). Hay muchos más casos de estas reflexiones del autor -artificio inventado por Cervantes, como es bien sabido- acerca de su futura obra.

Con todo ello, la novela abarca varias historias diferentes y, a la vez, imbricadas. La primera es la constituida por la extensa carta de Mendioroz, que convencionalmente podemos clasificar como relato histórico y atenido a la veracidad de los hechos expuestos -aunque incompletos y captados por una perspectiva infantil-, lo que el mismo remitente se encarga de puntualizar: “Le escribo esto antes de entrar en materia para que se fíe usted de mí, señor Aramburu, pues nada de lo que pienso referirle a continuación es inventado” (pp. 97-98). La segunda historia se desprende por fuerza de los apuntes con que Aramburu va festoneando la carta: escenas, diálogos y detalles en los que se busca más la verosimilitud y la coherencia interna entre los hechos que la veracidad, por lo que incluso se rechazan datos auténticos (“me niego a meter pacotilla histórica con propósitos meramente ornamentales”, p. 163) y se opta claramente por una solución que es también un principio programático: “Si hay que apartarse del testimonio del informante, se hará. Primero la literatura; después, si queda sitio, la verdad” (p. 181).

Los dos relatos paralelos y complementarios representan, por tanto, la historia y la ficción, y muestran cómo ésta brota de aquélla para desbordarla, enriquecerla, ampliarla, como sucedió, en efecto, en los comienzos del género novelesco, cuya sustancia se formó acogiendo los materiales desechados por la historia -leyendas, milagros, narraciones fabulosas, hechos no comprobados- que no podían superar la prueba de la veracidad. Las dos líneas llevan aquí a la incorporación de dos desenlaces: por una parte, el que refiere -tras dejar en penumbra el enigma de la muerte de Julia- la inesperada herencia que recibe Mendioroz y que le permite encauzar su vida; por otra, el de Aramburu, que apunta en pocas líneas un detalle, un recuerdo infantil que convierte la novela en una especie de expiación: “Me gustaría pedirle perdón, pero no vive […] y ya sólo por dicho motivo debería escribir la novela”(p. 203).

Pero, además, junto a los relatos del remitente y el receptor de la carta hay otro posible, que es el que puede construir el propio lector fundiendo los datos de ambos y que incluye la historia global de una familia modesta que vive en las afueras de San Sebastián durante los años cincuenta del pasado siglo y que padece, entre otras adversidades, el embarazo prematuro de la hija adolescente y la huida de un hijo a Francia para evitar su captura por mezclarse con activistas de ETA. Como subrayó Pontecorvo en su adaptación cinematográfica de Operación Ogro, también aquí es un cura inflexible y montaraz el encargado de inocular en los jóvenes desnortados las ideas independentistas acerca de un país inexistente. Todo lo referido al terrorismo y a la represión policial está visto como de refilón, de acuerdo con la perspectiva de un narrador infantil, pero no por ello deja de ser eficaz, y permite que la historia se expanda hacia otros motivos, como la soledad y la miseria del refugiado Julen en Francia o el rechazo de los vecinos ante la familia de éste por suponerlo un chivato, alineándose de este modo implícitamente en el ideario independentista.

Años lentos es una novela importante por su audaz y madura construcción, que permite recrear un mundo mixto de ficción y verdad indispensable para entender un tiempo y un país que, como proclamaba Raimon por aquellos años, son también nuestros. De igual modo que antes lo hizo Baroja, escritores como Ramiro Pinilla o este pujante Fernando Aramburu han contribuido decisivamente en estos pasados lustros a fijar la imagen artística de un rincón español excesivamente zarandeado por el vendaval de la historia.

Entrevista al escritor donostiarra en El Cultural con motivo de la publicación de su último libro, Años lentos, premio Tusquets de novela.

Gasta Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) un humor muy vasco, desaforado y tierno a la vez. No luce la melena de los 60, cuando fundó el movimiento vanguardista CLOC y amenazaba con “llover” versos, pero sigue encerrado en la literatura. La bebe, la come, la respira... Y escribe, como ahora, para saldar cuentas con el miedo y la crueldad que acompañaron el nacimiento de ETA, tema central de 'Años lentos', último premio Tusquets, que hoy ve la luz, y del que también se ocupa en estas páginas Ricardo Senabre.

“Ulises de quita y pon”, según él mismo, en realidad da igual que ahora Aramburu se cobije en Hannover: escribiría y viviría igual, con la misma rutina y la misma pasión desesperada por la escritura en su San Sebastián natal, en Madrid o Nueva York. La literatura le envenenó hace demasiado tiempo, y la amistad, claro, esa que le hace engancharse a las redes cada día para seguir a amigos y jóvenes autores a los que aconseja y cuyas dudas soluciona a golpe de ratón.

Hoy en cambio, resuelve las nuestras sobre su última novela, estos Años lentos en los que ha dejado tantos jirones de sí. Jovial y distante, Aramburu confirma que son muchos los recuerdos que le ha prestado a Txiki, el protagonista del libro, porque le tentaba escribir sobre su infancia, aunque le “daba repelús contar que si mi padre esto y mi madre lo otro, que si los vecinos tal y los maestros cual”. Llegó, dice, a confeccionar una lista de posibles episodios, pero se apresuró “a suprimir algunos por demasiado confidenciales. Al mismo tiempo entendí que el esfuerzo no merecería la pena si me implicaba en él a medias. Al final, como de costumbre, recurrí a la ficción, que suele dejarme las manos y la imaginación libres”.

"Entré a saco en mi meoria personal"

-¿Pero tiene mucho de biográfico, no en la anécdota concreta de la familia de Txiki, sino en el ambiente, el miedo y el dolor de lo vasco de aquellos años que vieron nacer a ETA?

-Para empezar, todo lo que en la novela figura como anotaciones mías está directamente sacado de mis impresiones y vivencias. La historia narrada transcurre en el barrio de Ibaeta, de San Sebastián, donde por así decir me crié. El tiempo de la narración es el de mi infancia. Incluso menciono por su nombre a varias personas que existieron. Ni que decir tiene que para escribir este libro entré a saco en mi memoria personal.

-¿Era una historia que llevaba tiempo dentro, deseando escribirla, o se trata quizá de la consecuencia inevitable de libros como Los peces de la amargura, donde recrea el mismo ambiente de miedo y crueldad?

-Tengo el propósito de contar mi país desde una perspectiva personal. Digo contar mi país porque concibo este como un espacio cuajado de historias, muchas de ellas trágicas, como todos sabemos, que están esperando quien las relate. Si nada se tuerce me complacería llevar a cabo mi modesta parte en esa vasta tarea.

-¿Así que este libro podría ser el comienzo de una serie?

-Es posible. Sea como fuere, procuraré que las partituras no repitan las mismas notas: el dolor, el terrorismo, las víctimas, etc. En mi literatura, como en mi país, caben igualmente el humor y la esperanza.

-Al final del libro, el Aramburu personaje que está preparando una novela con las confidencias de Txiki recuerda cómo se encontró en el trolebús con el padre del protagonista, considerado “un mal vasco” por sus antiguos amigos. Ahora le niegan el saludo. Aramburu hizo lo mismo y escribe: “Hoy me gustaría pedirle perdón pero ya no vive. Ya solo por eso debería escribir la novela”. ¿Cree que la sociedad vasca tiene aún silencios que reprocharse?

-Esos silencios se han dado y hasta cierto punto son, no sé si justificables, pero desde luego comprensibles por la acción continua del terror. Yo entiendo que la gente calle, y no por nada, sino porque el silencio, en la situación mencionada, permite seguir respirando. A cambio uno deja de ser libre. No podemos ignorar la suerte que corrieron periodistas, intelectuales, profesores que se opusieron en voz alta al terrorismo. Escoltas, amenazas, paquetes bomba, tiro en la nuca, destierro, etc., fueron su destino. Me quedo con estos y con los que se solidarizaron con ellos frente a los que prosperaron en la sombra, a menudo al amparo de las instituciones, y, sobre todo, frente a aquellos que, con eufemismos o a cara descubierta, defendieron el crimen político.

Fernando Valls disecciona el último libro de relatos de Fernando Aramburu, El vigilante del fiordo:

El cuento es un género que Fernando Aramburu ha venido cultivando desde que empezó a escribir. El vigilante del fiordo es su tercer libro de relatos, tras No ser no duele (1997), recuérdese que su primera novela data de 1996, y el muy reconocido Los peces de la amargura (2006). Lo primero que llama la atención, en este nuevo volumen, es que algunas de sus piezas parecen desgajadas del libro anterior, pues en  “Chavales con gorra” y “Los vigilantes del fiordo” vuelve a ocuparse del terrorismo vasco, mientras que en “Carne rota” trata de los atentados del 11-M.

El primero muestra el miedo obsesivo que lleva a un matrimonio pudiente a huir sin descanso, acosados por ETA, en busca de un lugar para instalarse a vivir. El marido se siente constantemente “observado, perseguido, acorralado” por los chavales del título. Más ambiciosos, complejos y logrados resultan los cuentos que ocupan el centro del volumen: “Carne rota” y “El vigilante del fiordo”. En aquél, a lo largo de diez secuencias, separadas por blancos, se cuentan otras tantas historias que van enlazándose mediante el procedimiento de la concatenación (reiteración de la anadiplosis). En todas ellas se ocupa el autor de las trágicas consecuencias del atentado terrorista del 11-M, pero quizá destacaría tres de estas historias. La quinta, con la que podría hacerse un corto cinematográfico, en la que se relata el reencuentro de dos chicas que todos los días coincidían en el tren, sin llegar nunca a tratarse. Pero, tras el accidente, del que salen sanas y salvas, aunque a una le han quedado remordimientos por no haber prestado ayuda y a la otra una cicatriz, cada vez que vuelven a verse se abrazan, alegres por haber sobrevivido a la tragedia. En la octava historia, el narrador en tercera persona se alterna con el omnisciente, quien conoce la masacre que se avecina, para contarnos cómo un chico de rizos negros dejó en el tren 21.435 la mochila con los explosivos. Pero quizá sea la última secuencia una de las más patéticas, al mostrarnos la impotencia de Guzmán, quien tras observar la explosión desde su casa, se queda paralizado y ni siquiera se atreve a prestar ayuda, pues padece aún las secuelas de un reciente accidente de coche, del que fue responsable y en el que su padre perdió la vida.  “Carne rota” es, en suma, una narración de protagonista colectivo, compuesta por secuencias concatenadas que desde distintos puntos de vista nos proporcionan una imagen tan variada y precisa como emotiva de los atentados del 11-M, sobre sus consecuencias en las víctimas o en sus allegados, así como de las distintas reacciones que provocan en las gentes que se hallan cerca del suceso.

Toda la información en La nave de los locos.