Nada hay más silencioso que un reloj de sol.
El progreso, la prisa, la velocidad con la que una sociedad se mueve, siempre han estado ligadas a la medición del tiempo. Ha sido una obsesión constante para el hombre.
Del sol se pasó a la arena y la mecánica acabó con el silencioso transcurrir del tiempo. Los relojes empezaron a hacer tic-tac y la gente comenzó a moverse más rápido, como si sus vidas las controlase un metrónomo.
Luego vinieron los carrillones y las campanas, marcando tiempos con lentitud pero determinación militar, casi penitente, haciéndose oír aunque fuera lánguidamente.
La mecánica dio paso a la electrónica y se impusieron los bips y las melodías, los politonos, a medida que la velocidad y el stress se instalaron en nuestras vidas ante la mirada vigilante e inmisericorde de esos artilugios. El sonido pasó a ser impertinente y machacante y a él se sumaron dígitos de luz.
Aquello que había sido concebido como referencia temporal, controla y dirige hoy nuestras vidas de forma cruel.
Curioso artilugio el reloj, que aún parado tiene razón dos veces al día.