La niña camina triste, con pasos indecisos. Parece cargar con varias toneladas a sus espaldas. Llora.
Tiene tan sólo 16 años y un bestia le ha robado su mayor tesoro: la inocencia. La ha dejado marcada para siempre, al arrancarle su infancia e imponerle una terrible madurez, de forma abrupta. Cruel.
La crisálida ha sido interrumpida y la mariposa vuela torpemente, con colores apagados, desorientada, fuera de contexto.
A su sufrimiento ha de añadir el de relatar a sus padres los hechos. Siente vergüenza y no sabe por qué.
Le harán muchas preguntas incómodas que no quiere contestar.
Tan sólo quiere meterse en su cama, apretar fuertemente su osito en su regazo y esperar que todo haya sido un mal sueño.
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Todo resulta muy humillante. No sabe bien por qué pero todos parecen acusarla con su mirada. ¿Por qué se siente culpable y sucia?
Ha venido el doctor. Exploraciones frías. Dedos fríos. Palabras frías.
No habla con ella. Sólo con sus padres.
Silencio y soledad en esa habitación que ahora se le antoja extraña y que parece condenarla en todo momento.
Han tomado una decisión por ella: tendrá al bebe. No sabe si eso es bueno o malo, pero no está en posición de protestar.
Tendrán que aislarla de su entorno, de todo lo que conoce. Tiene que hacerse rápido y durará hasta que llegue el momento de sacar de su cuerpo el fruto del pecado ajeno.
Sola y temerosa, afronta su cautiverio con resignación. Hay que esconderla de los ojos de esta sociedad hipócrita que la condenará sin piedad a la marginación.
Son demasiadas sensaciones que no deberían ocupar la mente de una niña.
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El tiempo parece haberse detenido mientras su cuerpo va cambiando. Lo que antes ella quería desalojar a cualquier precio, va tomando forma y siendo cada vez más suyo. Lo nota, lo siente. Lo ama.
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Llega el momento. Es una niña. Llora con rabia, perturbada al ser arrancada de la cálida paz del vientre materno.
En ese momento ella es consciente de que el vínculo interno que se hacía más fuerte cada día, se ha roto para dar paso a otro férreo, vital. Aún con su mentalidad de niña, sabe que ya nunca podrá olvidar el llanto y el olor suave de esa piel y que los podrá reconocer entre miles, por muchos años que transcurran.
Se llevan el bebé. Lo vuelven a traer al poco, lavado y vestido. Se lo muestran pero sin colocarlo en su regazo. Tras unos instantes, vuelven a llevárselo y ella se sume en sueño eterno, agotada.
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Pasa largas noches sollozando. Las horas en que debería estar jugando, las pasa mirando por la ventana, extática, en la dirección donde sabe que está su hija, acogida por una buena pareja que no puede tener hijos. Sus juguetes yacen en un rincón, olvidados.
Su padre no soporta verla así, plantada en la ventana día tras día, ausente, lejana.
Convienen con la familia de acogida que podrá verla un ratito de vez en cuando, para saciar esa necesidad de madre, para enjugar sus lágrimas, para aportar un poco de luz en su carita de niña endurecida por facciones que son ajenas a su edad.
Puede verla, acariciarla, incluso besarla. Pero no ha de cogerla. Y eso la tortura. La mata.
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A pesar de ello, ha recuperado el color. Se le ve feliz cada fin de mes acudiendo a ver a esa muñequita viviente que ha salido de sus entrañas y que le devuelve una sonrisa cuando aparece en el jardín. Con sus ahorros, siempre compra algún juguetito para el bebé. Este parece intuir lo que le une a esa otra niña mayor.
Quizás porque la niña mayor sondea siempre de forma intensa en el interior de sus ojos y eso no la incomoda.
Hasta que llega un día en que se acaban las visitas.
“Conviene ir cortando la relación”, -le dicen- .
“Por el bien de la niña”, -añaden-…
“Yo también soy una niña” -piensa ella-.
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Han pasado varios años. Casi veinte desde que la vio con permiso. Sólo dos semanas desde que la ha visto a hurtadillas, en un bar de los que frecuenta con sus amigos.
En todos estos años, no ha pasado apenas una sola semana sin verla, aún de forma furtiva. Ha asistido a su infancia, a su pubertad, a sus fiestas, a su graduación, a sus primeros escarceos amorosos, a sus desengaños….
Siempre desde la lejanía, desde la protección que le brindan las sombras y la multitud.
Quiere asegurarse de que su pequeña está bien.
Y mientras, su pequeña, ajena a este sufrimiento, devuelve a la vida una sonrisa preciosa.
Lo que su pequeña nunca sabrá es que siempre ha estado protegida, velando para que esa sonrisa se instale en su rostro.
La misma sonrisa que le fue negada a otra niña, hace muchos años.