Hace frío. Los chalecos reflectantes no ayudan a entrar en calor a los dos voluntarios de la Cruz Roja que han atendido a la llamada al 112.
Afanados sobre el cuerpo que yace en la acera, cruzan finalmente una mirada de asentimiento, convienen en el diagnóstico fatal y proceden a cubrir a la mujer. Mechones de pelo rubio teñidos escapan de entre los pliegues de la manta térmica que devuelve al sol sus primeros rayos. Unas perlas rojas dan fe de lo acontecido apenas unos minutos antes.
Algunos metros más allá, unos vecinos observan incrédulos la escena, inquietos. Ya habrá tiempo para comentarios. Por ahora el tiempo parece haberse detenido.
Un móvil suena estridente bajo la manta. Por la melodía jocosa, parece que su dueña no es tan joven.
¿Quién llamará? —parecen preguntarse los que deambulan alrededor—. Un jefe, un hijo, su padre, alguien tratando de vender un seguro o tal vez un robot impertinente. ¿Quién?
Todos parecen preguntarse lo mismo y se miran nerviosos esperando que cese ese sonido que quiere hacerse un hueco en esa brutal escena.
Encienden otro pitillo y tratan de recogerse en sus propios pensamientos.
Nadie se atreve a cogerlo.
Quizás porque nadie sabe qué responder.