Me ha pasado ya un par de veces: terminar una novela de Flann O'Brien y preguntarme a bocajarro: ¿qué demonios he leído? Me sucedió hace tres años con La boca pobre, y hace un par de días con El tercer policía. El funcionarion irlandés cuyo nombre verdadero era Brian O'Nolan (1911-1966) es considerado uno de los grandes del siglo XX por aquellas tierras.

Recurro a un adjetivo entre obvio y ramplón para clasificar El tercer policía: inclasificable. No se sujeta a un género concreto, no presenta una trama equilibrada, contiene unas notas al pie entre delirantes y superfluas... Y sin embargo, funciona. El costumbrismo rural que tanto se estilaba en Gran Bretaña (basta pensar también en John Houston o el primer Hitchcock) más la ciencia-ficción y las novelas filosóficas, góticas, de misterio y policíacas están mezcladas, hibridadas, arrazimadas (lo que queramos) en sus páginas. Pero lo que más destaca de O'Brien en La boca pobre o La vida dura resplandece también aquí: el sentido cruel y tierno, ácido y autocomplaciente, de su satírico humor. A ello se unen los disparates más esperpénticos, presentados –eso sí– como algo perfectamente verosímil: en La boca pobre era el rostrizo que los lugareños disfrazaban de recién nacido para cobrar una subvención y en El tercer policía es un agente que encierra con absoluta naturalidad una bicicleta en el calabozo de la comisaría.

Hay autores raros-raros por el mundo. Recuerdo, por ejemplo, al juguetón y olvidado Keeler de Las gafas del señor Cagliostro. O'Brien es otro de ellos. Muy serio y circunspecto en las fotografías, un verdadero gamberro en los libros. No publicó en vida esta novela, que durmió el sueño de los justos casi treinta años. Tal vez le sobrara alguna página. Da igual. En ella se rió del mundo y devolvió al lector las preguntas sin contestar. La editorial Nórdica nos lo ha puesto fácil gracias a su esfuerzo por traducirlo.

Aparecido en Espacio Luke.